lunes, 21 de diciembre de 2009

Los toros y la resistencia. Por Ignacio Camacho

SI el argumento más tranquilizador de que dispone el Gobierno para pronunciarse sobre la polémica de los toros en Cataluña es el de que no le gusta prohibir nada -Fernández de la Vega dixit-, los partidarios de la amenazada Fiesta no tienen demasiados motivos para el sosiego. Más o menos como los fumadores, los conductores o los frioleros. Si por algo se caracteriza esta gobernanza líquida del zapaterismo es por su tendencia intervencionista, por su propensión a inmiscuirse en las decisiones individuales de los ciudadanos en nombre de vagos principios de bienestar colectivo. Este Gobierno prohíbe, y prohíbe bastante, y esa ductilidad moral de la que presume para relativizar los grandes principios se vuelve, a la hora de hacer leyes, una dogmática y poco dialogante firmeza interdictoria. De modo que si hay que esperar a que sea el Partido Socialista el que ponga pie en pared en la deriva antitaurina de los soberanistas catalanes es bastante probable que los aficionados barceloneses a la lidia tengan que ir pronto a Zaragoza o a Perpignan como quien peregrina en busca de un placer secreto.

De hecho, la posición del PSC en la ya célebre votación secreta del Parlament ha resultado de una ambigüedad cautelosa y vergonzante. Un pronunciamiento contundente de los socialistas catalanes cerraría casi por completo cualquier posibilidad de triunfo de la tesis prohibicionista del nacionalismo. Pero no se atreven por temor a ser tildados de reaccionarios españolistas, de rancios adalides de la bárbara tradición celtibérica. Y han dado libertad de voto como si se tratase de una insondable cuestión ética relacionada con las más íntimas convicciones de la moral individual y no de un asunto de identidad cultural, social y estética.

Es probable que a día de hoy haya más españoles indiferentes que aficionados a los toros -a mí tampoco me gustan; me aburren, lo siento-, pero la inmensa mayoría los reconoce como una seña de la cultura colectiva, presente en el acervo común del arte, las costumbres y el lenguaje, que es quizá el ámbito donde más profundamente ha arraigado la tradición taurina. Y la mayoría se limita a no ir a las corridas, o a ir muy de vez en cuando como quien se suma a un rito arcaico, incluso decadente, felizmente vivo a través del tiempo y de la Historia, que enriquece el patrimonio inmaterial de la nación con su despliegue ceremonial de ritos y su riqueza simbólica. Pero si los soberanistas catalanes los prohíben precisamente para abolir su carácter de lazo de identidad nacional, empezaremos a reconsiderar nuestra indiferencia como gesto de solidaridad con una libertad cuestionada. Y volveremos a empatizar con la lidia y a defenderla como una amenazada heredad. Quién iba a pensar, como dice el colega David Gistau, que ir a los toros podría convertirse, en pleno siglo XXI, en un acto de resistencia cívica.


ABC - Opinión

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