SI el argumento más tranquilizador de que dispone el Gobierno para pronunciarse sobre la polémica de los toros en Cataluña es el de que no le gusta prohibir nada -Fernández de la Vega dixit-, los partidarios de la amenazada Fiesta no tienen demasiados motivos para el sosiego. Más o menos como los fumadores, los conductores o los frioleros. Si por algo se caracteriza esta gobernanza líquida del zapaterismo es por su tendencia intervencionista, por su propensión a inmiscuirse en las decisiones individuales de los ciudadanos en nombre de vagos principios de bienestar colectivo. Este Gobierno prohíbe, y prohíbe bastante, y esa ductilidad moral de la que presume para relativizar los grandes principios se vuelve, a la hora de hacer leyes, una dogmática y poco dialogante firmeza interdictoria. De modo que si hay que esperar a que sea el Partido Socialista el que ponga pie en pared en la deriva antitaurina de los soberanistas catalanes es bastante probable que los aficionados barceloneses a la lidia tengan que ir pronto a Zaragoza o a Perpignan como quien peregrina en busca de un placer secreto.
De hecho, la posición del PSC en la ya célebre votación secreta del Parlament ha resultado de una ambigüedad cautelosa y vergonzante. Un pronunciamiento contundente de los socialistas catalanes cerraría casi por completo cualquier posibilidad de triunfo de la tesis prohibicionista del nacionalismo. Pero no se atreven por temor a ser tildados de reaccionarios españolistas, de rancios adalides de la bárbara tradición celtibérica. Y han dado libertad de voto como si se tratase de una insondable cuestión ética relacionada con las más íntimas convicciones de la moral individual y no de un asunto de identidad cultural, social y estética.
Es probable que a día de hoy haya más españoles indiferentes que aficionados a los toros -a mí tampoco me gustan; me aburren, lo siento-, pero la inmensa mayoría los reconoce como una seña de la cultura colectiva, presente en el acervo común del arte, las costumbres y el lenguaje, que es quizá el ámbito donde más profundamente ha arraigado la tradición taurina. Y la mayoría se limita a no ir a las corridas, o a ir muy de vez en cuando como quien se suma a un rito arcaico, incluso decadente, felizmente vivo a través del tiempo y de la Historia, que enriquece el patrimonio inmaterial de la nación con su despliegue ceremonial de ritos y su riqueza simbólica. Pero si los soberanistas catalanes los prohíben precisamente para abolir su carácter de lazo de identidad nacional, empezaremos a reconsiderar nuestra indiferencia como gesto de solidaridad con una libertad cuestionada. Y volveremos a empatizar con la lidia y a defenderla como una amenazada heredad. Quién iba a pensar, como dice el colega David Gistau, que ir a los toros podría convertirse, en pleno siglo XXI, en un acto de resistencia cívica.
Es probable que a día de hoy haya más españoles indiferentes que aficionados a los toros -a mí tampoco me gustan; me aburren, lo siento-, pero la inmensa mayoría los reconoce como una seña de la cultura colectiva, presente en el acervo común del arte, las costumbres y el lenguaje, que es quizá el ámbito donde más profundamente ha arraigado la tradición taurina. Y la mayoría se limita a no ir a las corridas, o a ir muy de vez en cuando como quien se suma a un rito arcaico, incluso decadente, felizmente vivo a través del tiempo y de la Historia, que enriquece el patrimonio inmaterial de la nación con su despliegue ceremonial de ritos y su riqueza simbólica. Pero si los soberanistas catalanes los prohíben precisamente para abolir su carácter de lazo de identidad nacional, empezaremos a reconsiderar nuestra indiferencia como gesto de solidaridad con una libertad cuestionada. Y volveremos a empatizar con la lidia y a defenderla como una amenazada heredad. Quién iba a pensar, como dice el colega David Gistau, que ir a los toros podría convertirse, en pleno siglo XXI, en un acto de resistencia cívica.
ABC - Opinión
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