domingo, 20 de diciembre de 2009

Los enemigos del toro. Por M. Martín Ferrand

BUENA parte de la grandeza de la fiesta de los toros se la debemos a sus detractores. De ahí que no convenga rasgarse las vestiduras ante la actitud de quienes, en Cataluña, pretenden erradicar un espectáculo que, bárbaro o ecológico, brutal o estético, forma parte de nuestras costumbres. A finales del XV, el cardenal Juan de Torquemada -no confundir con su sobrino, Tomás, el primer Gran Inquisidor- ya proclamaba la ilicitud del toreo por lo que tiene de falta contra el quinto mandamiento de la Ley de Dios y, antes y después, la nómina de personajes adversos a la lidia es larga y talentosa. Sin ellos los toros serían poco más que la petanca, un entretenimiento rústico y atlético.

La bula De salutis gregis dominici, de Pío V, que llegó a santo, prohibió a los fieles la asistencia a espectáculos taurinos bajo pena de excomunión; pero, si nos atenemos al testimonio de Dante Alighieri, no hay ningún lugar específico en el Infierno reservado a matadores, picadores, monosabios, banderilleros y público en general. Quevedo y Lope de Vega eran antitaurinos y no por ello negaremos su talento. Los jesuitas, salvo algún caso de fervor literario como el de Juan de Mariana, se manifestaron siempre contrarios a la fiesta y ello no les impidió forjar, durante siglos, las mejores cabezas de nuestras más válidas minorías.

Los toros gustan o desagradan y tanto valen lo uno como lo otro salvo que se llegue al ridículo en cualquiera de esas direcciones. Tal es el caso de la Ley de Descanso Dominical de 1903 que llegó a prohibir, «en beneficio de los profesionales», la celebración de corridas los domingos y otras fiestas de guardar. Algunos hicieron oficio de la postura, como Eugenio Noel, que encontró en la taurofobia un medio de vida y, en el primer tercio del XX, recorrió España con una prédica contra lo que llamaba «flamenquismo» e incluía a los toros en uno de sus epígrafes.

El peligro para los toros no está en quienes los aborrecen, sean cuales fueren sus razones, incluso las antiespañolas que cabe sospechar en Cataluña; sino en los taurófilos de oficio y beneficio, en los criadores de animales sin casta y bravura, en los toreros sin arte, en las transferencias autonómicas que disminuyen la condición nacional del espectáculo y, sobre todo, en el matonismo de la Administración y de los empresarios taurinos que, en feliz compaña, abusan de los taurófilos.


ABC - Opinión

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