miércoles, 9 de diciembre de 2009

Haidar y el espejo roto. Por Ignacio Camacho

EL desafío suicida de Aminatu Haidar, tan digno como intransigente, ha vuelto a colocar al Gobierno español ante el espejo roto de sus contradicciones respecto al Sáhara y ha delatado bruscamente la medrosa y contemplativa flaqueza que esconden las relaciones «de buena vecindad» con Marruecos. Situado por el envite terminal de la activista saharaui en la tesitura de elegir entre la razón moral y la razón de Estado, el zapaterismo se enreda en balbuceos diplomáticos sin encontrar una salida airosa ante el doble pulso de un aliado desleal y de un extremo arrebato individual de coherencia y coraje. Todas las componendas políticas de complacencia con el régimen marroquí han quedado desnudas ante la apuesta radical de quien no tiene que perder más que la vida; jugando al límite de la victoria o la muerte, Haidar ha hecho saltar la retórica del buenismo humanitario y los discursos contemporizadores con el falso amigo africano.

La suerte final de la vida de Aminatu es responsabilidad suya en primer lugar y de Marruecos en segundo. En ese sentido, España no constituye más que la depositaria de un problema ajeno y sobrevenido que ha gestionado con la torpeza de costumbre. En esta crisis el Gobierno sólo es reo de su habitual incompetencia, agravada por una insólita ingenuidad, y de su doble juego: apoyo a la causa polisaria por un lado y por el otro obsequiosa benevolencia con el despotismo alauita. La autocracia marroquí cuenta con la ventaja de la servidumbre feudal de su estructura política, sin oposición que contradiga su arbitrariedad ni opinión pública que reclame explicaciones. Pero es a esa arrogante tiranía a la que Zapatero ha mostrado una apocada timidez llena de zalameros requiebros que han obtenido la respuesta desdeñosa de una crecida de amenazas; Marruecos aprieta porque se siente fuerte y huele el miedo al otro lado del mar. La vida de Haidar le importa a Mohamed VI lo mismo que la de sus súbditos. Menos que una higa del desierto.

En medio de este enredo de intereses cruzados Aminatu se muere, o se deja morir con la exaltada convicción de quien se sabe símbolo de una causa. Su determinación ha hecho trizas la ficción de la doctrina zapaterista del apaciguamiento y ha abierto una brecha en la solidaridad de la izquierda con el Polisario. Plantada en el aeropuerto de Lanzarote con su silla de ruedas y una obcecada vocación sacrificial, esta mujer ha levantado un muro de terquedad ante el que se estrella el errático azacaneo de Moratinos mientras el presidente esconde el bulto para evitar enfrentarse a su propia ambivalencia. Lo que no puede ocultar es el recuerdo de sus humillantes concesiones a De Juana Chaos. Su responsabilidad no es la misma, desde luego, pero si Haidar fallece será difícil evitar la ominosa comparación entre la diferencia de trato a un asesino y a una inocente.


ABC - Opinión

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