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La número dos de la formación, María Dolores de Cospedal, antes de que los acontecimientos y los gestos pudieran contradecirla, se apresuró a decir, como respuesta al significativamente ausente José María Aznar: «Tenemos un proyecto, un partido, un gran presidente y un gran líder». Lo dijo sin inmutarse, sin agitar el rímel, con la firmeza de quien no tiene dudas, pero quienes saboreamos los acontecimientos sabemos que, siendo verdad lo del partido, lo demás está en veremos. El proyecto es ignoto y el presidente transcurre envuelto en nubes de ambigüedad, nieblas de pereza, brumas de irresoluta autoridad y una calima de indecisiones que invisibilizan esa grandeza que le atribuye la secretaria general del partido.
La larga crisis que viene padeciendo el PP desde las legislativas de 2.004, en las que nos sobrevino Zapatero, tiene multitud de componentes y los más son de naturaleza autonómica. No es fácil la unidad en una España disgregada. La desafección fáctica de Esperanza Aguirre y la no menor, aunque menos ostentosa, de Francisco Camps son el paradigma que mejor resume la situación para quienes preferimos no menudear en lo morboso. La Convención de Barcelona trataba, al modo de las viejas celestinas, de recomponer las apariencias de unión y concordia; pero Rajoy volverá a Madrid como el rey Pirro después de su campaña italiana. Más solo que la una. Cuando hoy pronuncie su gran discurso, la pieza nuclear de la reunión de rabadanes -todo lo demás es campaña catalana-, Aguirre y Camps no estarán presentes. Los presidentes son fruto de la organicidad; los líderes, de la adhesión.
ABC - Opinión
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