La pasividad complaciente de los aparatos de dirigencia nos ha devuelto a los tiempos en que Julio Camba podía escribir con sorna que en España se dice que los concejales roban como se dice que los caballos relinchan o los toros mugen: como una suerte de expresión natural de su condición zoológica. Sólo que ahora además de los concejales roban alcaldes, presidentes de diputaciones y caciquillos de las autonomías, más una pléyade de satélites especuladores que gira en su entorno desde la esfera privada. En vez de organizar una cruzada común contra esta delincuencia de cuello blanco que subvierte la representación del pueblo, los partidos se blindan en su autodefensa, apelan a detalles victimistas o protestas persecutorias y abordan el problema con una óptica de sectarismo cuyos cristales filtran la corrupción propia para medir tan sólo la del adversario, o encuentran vagos argumentos paliativos y excusas de un casuismo hipócrita con las que cohesionarse a sí mismos.
Para tomar medidas de fondo, penales o civiles, urge primero la aceptación del mal desde una conciencia de ética pública que parece haberse perdido en el debate banderizo. Sólo a partir de ahí cabría pensar en fórmulas sinceras de achicar el campo a los corruptos desde una voluntad de atajar el problema más allá de sus repercusiones en las urnas, acaso parcas por desistimiento o conformismo de un electorado envuelto en el desaliento moral. Si los partidos fuesen responsables subsidiarios del dinero defraudado por sus militantes quizá asumiesen más en serio su deber de vigilancia. Como núcleo funcional del sistema les corresponde una responsabilidad ineludible en la centinela de su integridad. Ante el riesgo de llegar a una cleptocracia no valen lágrimas de cocodrilo que suenan a la cínica sentencia de Henry Kissinger: el noventa por ciento de los políticos le crea mala reputación al diez por ciento restante.
ABC - Opinión
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