
Si Cataluña fuese una persona, una sola, en lugar de ser una realidad social, política y administrativa, sería Robinson Crusoe. Se hubiera buscado un Viernes en El Maresme y, como el personaje de Daniel Defoe, estaría entregado a perfeccionar su propio puritanismo diferencial. Mucho de eso hay en la nueva Ley de Educación que acaba de aprobar el Parlament. Desde lejos, no parece encajar en el espíritu y la letra de la Constitución; pero, según sus mentores, se ajusta milimétricamente al Estatut. Algún año de estos, cuando el TC se decida a enfrentarse con su propia responsabilidad, sabremos a qué atenernos. En cualquier caso será tarde, y muy conflictivo, para desandar lo andado si así fuera necesario.
José Luis Rodríguez Zapatero, pieza germinal del sentido confederal que alimenta la nueva Ley catalana, se apresuró ayer para decirnos que en Cataluña hay paz ciudadana en torno a la lengua. «No quebremos esa paz -encareció el querubín de La Moncloa- por intereses políticos». Así se entiende, y se le entiende, todo. ¿De quién son los intereses que no se deben quebrar? Por mucho que la Ley mejore y eleve el nivel educativo de Cataluña terminará siendo nociva, más que para el Estado, para los catalanes. No tiene sentido en un mundo global que seis millones de personas se encierren en un tabernáculo de pureza idiomática. El resto de España es el primer mercado de Cataluña como el resto de Europa lo es de España. Bien está el folclore autonómico; pero, ¿dónde dejamos la comunicación y el progreso? Las mayorías transfieren poder y derecho, pero no razón e inteligencia.
ABC - Opinión
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