Por desgracia, millones de ciudadanos van a permanecer al margen de este proceso, y no porque no crean en la Europa que ya conocemos, sino porque consideran que los mecanismos de representación todavía no son satisfactorios. Europa está avanzando hacia un mayor grado de competencias y de capacidad política, mientras que el desencuentro entre las instituciones europeas y sus ciudadanos es cada vez más evidente, tanto en los países recién incorporados como entre los fundadores. Los dirigentes políticos no siempre están a la altura, su desprestigio constante hace un gran daño a la democracia y la opinión pública está huérfana de grandes líderes como los del pasado. En esta legislatura, además, se ha producido una ruptura sentimental -plasmada en el rechazo del proyecto de Tratado Constitucional- que debe hacer reflexionar más seriamente a los responsables europeos, porque el hecho de ir a votar no es suficiente para que los ciudadanos se consideren vinculados con unas instituciones que regulan su vida, pero a las que, en sentido inverso, todavía no consiguen controlar.
Pese a todo, no se puede ignorar que la Unión Europea es la entidad supranacional más exitosa de la historia, y que desde su fundación ha proporcionado al Viejo Continente estabilidad y progreso. Varias generaciones han conocido un periodo de paz y de libertad sin precedentes, y los nuevos problemas a los que debemos hacer frente no se pueden resolver sin la cooperación entre unas naciones que comparten una larga serie de valores fundamentales y un entorno cultural común. Volver a los estados nacionales no es una alternativa, por lo que, a pesar de las frustraciones, es necesario acudir a votar, al menos para refrendar nuestra condición de europeos.
ABC - Editorial
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