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El sistema electoral en beneficio de la partitocracia imperante, difumina la condición representativa del Congreso y, tras un Debate sobre el Estado de la Nación, sólo puede decirse con rigor que en él se escucharon ruidos procedentes de la realidad; pero que, en puridad, ni fue un debate ni se refirió al Estado y que de la Nación sólo se abordaron algunos, y no los mayores, de sus problemas económicos. Una mixtificación en la que cooperaron, con entusiasmo, todas las voces intervinientes en la Cámara. Sólo las minorías nacionalistas le pusieron un puntito de diversidad al espectáculo cuando, en ceremonia clientelista, cada uno de sus representantes le preguntó al presidente del Gobierno: «¿Qué hay de lo nuestro?».
Si aceptamos el principio democrático de que no es un Parlamento una sala repleta de diputados si en ella no se abordan con diáfana claridad los asuntos que interesan a los ciudadanos, el palacio de la Carrera de San Jerónimo es sólo un monumento del catálogo arquitectónico de Madrid. Como el Teatro Real o el de la Comedia. Un espacio para la representación de una parodia. Así actúan un protagonista cuyo final feliz está determinado por el argumento convenido, un antagonista a la espera de un cambio de papeles y unos agonistas más que le prestan a la función un cierto aire plural. Ni tan siquiera hay lugar para el happening. Los actores llevan escritos y aprendidos hasta los insultos que dirigirán a sus interlocutores en respuesta a los que ellos pueden llegar a decirles. Un fraude.
Ayer seguí por La 2 el último tramo del Debate y al final, me pudieron el sopor y el aburrimiento. Desperté cuando la programación ofrecía un episodio de La abeja Maya, la popular serie japonesa para niños. La voz de la dobladora española de Maya, Matilde Vilariño, me resultó más real y próxima, muchísimo más fiable, que las de Zapatero, Rajoy y demás actores de la representación.
ABC - Opinión
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