
A unos sindicatos de clase les debería sonrojar que el presidente de un Gobierno al que se le ha declarado el país en quiebra se manifieste en pleno acuerdo con sus menguadas reivindicaciones. De no chirriar con su papel institucional, Zapatero iría hoy a sujetar la pancarta. Las centrales son su fuerza de choque, la correa de transmisión de su estrategia neoperonista. Cerrado en banda a cualquier medida que pueda suponerle coste electoral, utiliza sus demandas para reforzar su inmovilismo mientras el empleo se despeña, el consumo desaparece y la productividad se evapora. Contra la exigencia creciente de reformas que den aliento a una economía colapsada, el presidente se apoya en unas organizaciones ancladas en la inercia de los subsidios para respaldar su discurso de prejuicios ideológicos. España vive en una ficción de Estado del Bienestar que se desangra por dentro, pero el zapaterismo se aferra a la doctrina del miedo y predica un estatalismo petrificado que pone parches asistenciales en una hemorragia estructural. No quiere rebajar impuestos a las empresas, ni modificar la política energética, ni revisar el tambaleante sistema de la Seguridad Social. Tampoco es capaz de crear empleo, ni de activar el crédito, ni de impulsar un modelo de crecimiento alternativo al del ladrillo desplomado. Su única línea de acción es incrementar el déficit para pagar la cobertura del desempleo, que es un derecho de los parados y el mínimo imprescindible de la cohesión social. En vez de denunciar ese suicidio a plazos, los sindicatos lo jalean y piden más ingredientes para el maná. Sin enemigo al que hostigar disimulan gritando contra unas sombras.
ABC - Opinión
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