Total, que entre cuentas y cuentos, puñaladas de pícaro y embustes a puñados, se nos vienen encima cuarenta y ocho horas de cháchara mostrenca, retórica bastarda y ofensas al buen juicio de los ciudadanos. Un horror, en resumen. O, mejor, un espanto de los que, amén de boquiabierto, te dejan turulato. Similar, aunque huérfano de gracia, al que experimentase el jaque cervantino al admirar el túmulo de Felipe II (el primero es González) en su solemne emplazamiento sevillano: «Voto a Dios que me espanta esta torpeza / y que diera un millón por describilla, / porque ¿a quién todavía no le humilla / esta máquina ignara, esta vileza?». (Parafrasear a Cervantes es una aberración, qué duda cabe, pero también lo es que a la gran mayoría de nuestros parlamentarios les cueles de rondón un soneto falsario y se queden tan anchos).
El estado del Estado es comatoso, fané y descangayado —medio tongo, medio tango— y lo seguirá siendo pese a que Zapatero se saque, no sólo un comodín, sino una baraja entera de la manga. Lo natural, cuando la economía se encabrita, es que la gente termine encabronándose con los que no consiguen ni suturar la herida ni frenar la hemorragia. En España (o sea, en el Estado) la costumbre, por contra, es embestir contra cualquier señuelo que nos pongan delante. Mientras exista un chivo expiatorio —honor que le corresponderá al señor Aznar, por descontado—, el personal, metido a hacer la cabra, igual se tira al monte que al barranco. ¡Más subsidios!, exige el ruedo ibérico con la misma pasión con la que en otros tiempos demandaba más sangre y más caballos. A falta de pan, el odio engaña el hambre.
«Los problemas económicos —escribió Winston Churchill poco antes de que Europa se zambullera en la barbarie— no se resuelven apelando al voluntarismo extremo o a la vehemencia exacerbada. La solución es la eficacia. Son los remedios, no el número de votos, los que curan un cáncer». ¿Cáncer? ¿Qué cáncer? Lo peor ha pasado, la mejoría es evidente y el que no lo perciba es un cenizo, un ceporro, un cegato. Unos cuantos masajes laicistas, una sesión de cataplasmas doctrinarias y andando a cobrar el paro. Si es cierto que un cínico es alguien que conoce el precio de todo y el valor de nada, el señor Zapatero es el cinismo por antonomasia. Atentos al debate: valor nulo, coste incalculable. Baja estofa y alta estafa.
ABC - Opinión
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