
El ejercicio del poder en España tiene mucho de ofidio. No sólo por la frecuencia con la que sus multicolores titulares deben reptar sobre la realidad que nos acucia. Resulta chocante la tentación que nuestros líderes padecen, tanto más cuanto mayor sea su radicalidad en la izquierda, por sobrevolar nuestras cabezas y vernos desde arriba. Quizá para entendernos como buenas y laboriosas hormigas, incapaces de rebelarse contra lo establecido y siempre obedientes al instinto y las costumbres.
En su última peripecia en las alturas, José Luis Rodríguez Zapatero, en su perenne confusión entre Estado, Gobierno y partido -la más inquietante de sus señas de identidad-, utilizó un Falcon de la Fuerza Aérea para acudir a un mitin en Sevilla. Es algo que viene de lejos en los usos socialistas. Una práctica abusiva que conlleva desprecio para el esfuerzo fiscal de los ciudadanos y que, en una democracia más cierta y exigente que la nuestra, no duraría un par de minutos en una comparecencia parlamentaria.
No es la primera vez que Zapatero busca el vértigo de la altura, como una culebra atrapada por el águila, para sentirse poderoso. Es el éxtasis previo a la fatalidad; pero, aquí y ahora, arropado por un partido del que se han erradicado el talento y las voces críticas y frente a una oposición con más ombligo que garras, no corre riesgo alguno. Es, por no salir del zoo político nacional, como encerrarse en una jaula con un león vegetariano e inapetente. ¿Aquí nunca pasa nada? No, nunca pasa nada.
ABC - Opinión
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