El problema es que ya no tenemos ni un gobernante con experiencia directa de guerra en Occidente, en los países que debieran defender dentro y fuera de sus fronteras los principios del sistema que han heredado y los ha hecho libres y prósperos como ningún otro. Es en gran parte, me temo, el problema que vamos a tener con Barack Obama. Por supuesto que no tiene un pensamiento tan faldicorto y frívolo hasta la contumacia como nuestro presidente. Los filtros de la gran democracia norteamericana jamás lo habrían permitido. Pero las guerras lejanas y pequeñas, por muy implicado que uno esté en ellas, no pueden aportar a los gobernantes la experiencia que acumularon y asimilaron un Eisenhower, un Churchill, un Adenauer o un De Gaulle. Ellos eran muy conscientes de la línea directa, del foco brutal que conecta en los momentos extremos, entre el pavor y la pasión del individuo y las grandes decisiones del estadista. Aquí ahora, en Londres, tenemos hoy una cumbre del G-20 en el que están representados todos los grandes poderes que acumulan el 80 por ciento de la producción y renta mundial. Y los mensajes son todos tan alarmantes como livianos a un tiempo. Todos quieren consolar a la gente. Quizá sean los chinos, en su brutalidad palmaria, los únicos que transmiten a su población las realidades que ésta puede cotejar en su existencia inmediata. Los que mantienen, pese a toda su basura ideológica ya hueca, esa línea roja directa entre el drama individual y la acción de Gobierno. Los demás, todos los demás, venden frijoles. Y echan culpas y responsabilidades por la borda como si fueran ratas de las que poder limpiar el barco en zozobra. Cuando en realidad están alimentando un criadero de roedores en la sentina. Son líderes sentimentales. Siempre aptos para provocar las catástrofes que no han vivido.
ABC - Opinión
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