domingo, 8 de marzo de 2009

Facha el último. Por Arturo Pérez-Reverte

Hay un perverso acicate mutuo entre la sociedad, sus políticos y sus cronistas. Un desafío permanente para ver quién llega más lejos en la espiral del disparate. En esta España acomplejada y cobarde, el canon de lo correcto se ha convertido en perpetuo salto mortal, regado por la baba oportunista de la cochina clase que goza de coche oficial. En cuanto la sociedad establece o acepta un punto de vista, los medios informativos lo recogen y amplifican, consagrándolo aunque sea una perfecta gilipollez. Luego, ese enfoque es de nuevo recibido con entusiasmo por la sociedad, que intenta llevarlo más lejos, por el qué dirán. Maricón el último. O fascista, que se dice ahora para todo. Facha el último. La nueva pirueta es recogida por periódicos, televisión y tontos de guardia, y otra vez vuelve a desarrollarse el proceso. Así, de peldaño en peldaño, hasta el infinito. O hasta la náusea.

Un par de asuntos me recuerdan esto. Uno es la noticia de que
niños de entre 11 y 15 años son sorprendidos en un descampado en ruinas jugando con armas simuladas, y que la policía las requisa; se parecen a las reales, disparan bolitas de plástico potencialmente peligrosas, y aunque su posesión es legal, manejarlas fuera de casa puede alarmar a algún vecino. Hasta ahí la cosa no tiene mayor importancia: chicos que juegan en lugar inadecuado, intervención policial. Punto. Cualquier fulano de mi generación, y de cualquier otra, ha jugado a la guerra en algún momento de su infancia. Yo lo hice, con los amigos, en el campo y en casa: pistolas, soldaditos de plomo y de plástico. Hasta un casco de soldado, tenía. Y un viejo fusil. Hace poco hablé aquí de películas de la Segunda Guerra Mundial, que no nos convirtieron en miembros de la Asociación del Rifle ni en psicópatas belicistas a Javier Marías, a Agustín Díaz Yanes ni a mí mismo. En aquellos tiempos, dabas lo que fuera por un arma como las de verdad. Quiero decir que se trata exactamente de eso: niños jugando a lo que –dejando aparte a espartanos, vikingos, jenízaros, juventudes hitlerianas y otros extremos justificables o injustificables– niños de todas las razas y colores han jugado desde que el hombre existe sobre la tierra. Impulsos naturales en un chico, aunque en los últimos tiempos una panda de cantamañanas se empeñe en que, para erradicar la violencia del mundo y que todos nos besemos en la boca disfrazados de conejito Tambor, con lo que tienen que jugar los niños varones es con Barbies y cocinitas. Que hace falta ser imbécil.

Pero el punto no es ése. Lo que me llamó la atención al leer la información, publicada a cinco columnas, no fue que los niños jugaran a la guerra ni que la policía requisara el armamento –normal, hasta ahí–, sino el enfoque del redactor. No era éste un columnista de opinión, sino un reportero de los que cuentan cosas y dejan la existencia de Dios para los editorialistas, como dijo Graham Greene o uno de ésos. Sin embargo, tomaba partido en tono de reprobación moral contra «ese supuesto juego, nada inocente», dejando entrever que jugar a la guerra situaba al grupo de niños a medio paso de un grupo paramilitar neonazi. Por lo menos.

Esa afición a etiquetar según el canon, a meter en el paquete información y doctrina a la moda, es propia de cierto periodismo de todos los tiempos. Lo que pasa es que ahora actúa a lo bestia, contaminando masivamente a una sociedad que, en principio, debería ser más lúcida y crítica que cuantas la precedieron. En España, en ese aspecto, la única diferencia es que hoy vivimos acogotados por lo socialmente correcto en vez de por obispos y malas bestias cuarteleras. Por los mismos fanáticos y oportunistas que antaño condenaban los escotes, el baile, los libros perversos y el relajo en las buenas costumbres, yendo siempre más allá de la moral oficial para no quedarse cortos, por si las moscas. Hoy son pacifistas ejemplares –hasta con el aliento de Al Qaida en el cogote– como ayer fueron partidarios de la Cruzada nacionalcatólica o de quien les regara la maceta. Los tontos, los lameculos y los canallas de siempre.

Sobre esa adaptación del asunto a los tiempos que corren hay otro ejemplo significativo, de hace poco. En una entrevista, y entre varias cosas de interés, un actor congoleño declaraba que el hecho de ser negro limita la clase de papeles que le ofrecen interpretar aquí. El comentario, hecho por el entrevistado con toda naturalidad y como algo obvio, era elevado por el titular del periódico a la categoría de denuncia social: «Sólo me ofrecen papeles de negro». Pues claro, pensé al leerlo. Papeles de taxista, médico, abogado, arquitecto, chapero, político, bombero, atracador, policía, rey Baltasar. De negro, o sea. Lo raro sería que le ofrecieran hacer de blanco. De Cid Campeador, por ejemplo. De capitán Alatriste o de coronel de las Waffen SS en el frente ruso. Aunque esto es España, concluí. No faltará, seguramente, quien pregunte por qué no pudo ser negro Hernán Cortés. Y todo se andará, al fin. Me temo.

XL Semanal

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Estupendo Pérez Reverte. Es un frente de guerra el desenmascar allí donde se pueda y halle, tanta miasma pútrida esparcida por el aire de ES-PA-ÑA; aquí te pillo aquí te mato, es un buen lema para cada español consciente de su Patria y de la Vida y que el sol salga de una vez por Antequera, en vez de estar oculto a los ijos de la ciudadanía.

Leído en un blog.

"...ninguno de nosotros puede resolver los problemas comunes, que precisamente por comunes, exigen la concurrencia de abundante personal. Y como eso es tan así como nos ha enseñado la historia, a los que se pasan de la raya hay que darles un buen zurriagazo para que se enteren de lo que, por su mala suerte, pésima educación o azarosa vida, no han logrado acertar a comprender y obligatoriamente van a aprender y aceptar por las buenas o de cualquier otra forma. De ahí que su comparación con animales inferiores sea una especie de despertador en público y aviso a la galería, si esa conciencia fuese posible; una especie de alerta de que van por muy mal camino de seguir con tales comportamientos, que en general y desgraciadamente, constituye una lamentable y triste conducta. Es cierto que en la más de las veces, excluyendo maldades y perversiones realmente existentes, son inocentes criaturas malcriadas por una sociedad que asco da en lo relativo a los poderes públicos, por llamar algo a la desgobernación reinante aunque afortunadamente eso será ya por muy poco tiempo. Pero de una parte hay que empezar a repartir estopa allí donde se manifiesta esa irracionalidad de llamar respeto al insulto, o reprochar a los demás lo que estos disponen como legítima propiedad heredada biologicamente o adquirida culturalmente, como son defectos, imperfecciones, calvicies, fealdades, etc. o incluso a veces señaladas virtudes; y por otra banda además de toda esa interesada confusión, pretender irse de rositas pensando que tiene derecho o razón alguna para ejercitar tamaños desafueros. De eso nada monada, eso ya está en el pasado pues lo que está y viene creciente e inmediatamente desde el punto de vista social y político, es la más severa corrección que vieron los tiempos, de esos repulsivos y dañinos comportamientos públicos. Y es por todo ello que una vez desatadas las hostilidades francas y una vez comprobado que esto no tiene marcha atrás, hay que ir proponiendo este tipo de correctivos a los que, en general sin darse cuenta siquiera, portan modales de SALVAJES aunque ellos en sí sean mansos, lo cual no excluye sino aún más exige, romperlos por la mitad para que espabilen ellos y a la vez sirvan de escarmiento a otros, pues tal como borreguean públicamente, no constituyen sino de cándida manera, arietes perjudiciales para la feliz convivencia social. Al artista se le puede juzgar por su obra exclusivamente, lo demás para la alcoba, y siendo tan fácil esto de entender, cuando la obra atenta contra intereses despóticos, aún sin intención así concebida por el creador, los poderosos tienen siempre a mano cualquier método y forma para la descalificación pública del artista, pero que indirectamente, atacan a la obra, pretendiendo que todo ello neutralice la producción artística que tanto daño les reporta , y particularmente cuando se despiertan conciencias con esa producción creativa. Ese truco hay que denunciarlo y contraatacarlo en legítima defensa, caiga quién caiga además..."