El cuento viene a tal porque la propia Soraya ha declarado en una revista de colorín -cuidado debería tener con la hoguera de las vanidades mundanas- que busca entre las hadas malas de las historias infantiles resortes agrios que endurezcan y acanallen su aire redicho de niña pija, de afanosa empollona abogada del Estado. Ese rol sobreactuado de mujer fatal conlleva el riesgo claro de la autocomplacencia, que ya le gastó una reciente broma pesada, pero por ahora funciona con eficacia creciente en un reparto de papeles que el PP necesitaba para sacudirse las telarañas de la melancolía. Entre su ingenua perfidia impostada, la dulce serenidad de Dolores de Cospedal y el glamour cibernético de Esteban González Pons, Rajoy ha encontrado una guardia pretoriana que, aunque aún algo bisoña, colorea de contrastes contemporáneos su aureola rancia de registrador chapado a la antigua; un grupo fresco y emergente que maquilla la silueta severa del partido con perfiles desenfadados a la medida del canon líquido y adolescente impuesto por la nomenclatura del zapaterismo, a la que hacen parecer prematuramente abotargada por el peso del poder.
Los «sorayos» han tomado la medida a la alineación titular del Gobierno para presentarse frente a ella como una generación de relevo que empieza a sentirse cómoda consigo misma. No es baladí el asunto en un país que desde la Transición se ha entregado al culto de la efebocracia. La alternativa real comenzará a cuajar el día en que esta gente logre que el flautista de Hamelin parezca un triste músico cansado.
ABC - Opinión
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