domingo, 25 de enero de 2009

Reformas y azucarillos. Por Germán Yanke

Para describir lo que está pasando podemos imaginar cualquier imagen o metáfora con la única exigencia de que sea absurda. Por ejemplo, un equipo de fútbol en el que sus dirigentes y jugadores se pasen el día perorando sobre la posibilidad de que los comentaristas acierten o se equivoquen sobre el pronóstico del próximo partido, ¿Preparan una estrategia? No, no hay tiempo, están todo el día diciendo que los agoreros puede que no acierten, enarbolaando -con gran dedicación a los archivos y las estadísticas- los resultados de antiguas ligas y explicando que, aunque hayan perdido los últimos partidos y vaya a ocurrir lo mismo en el próximo, no tiene por qué seguir pasando en los siguientes. Añadamos asimismo que, para dar un toque cosmopolita al asunto, recuerdan con oportunidad o sin ella que también el Manchester perdió el mes pasado y que, en el fondo, ellos quieren jugar como el Inter. ¿Se entrenan? No hay tiempo, caramba, teniendo que responder a tanto teórico dando malas noticias.

En esas estamos. El debate sobre las medidas y los planes para combatir -o paliar al menos- la crisis parece haberse convertido en una cuestión de medición de los guarismos que la certifican. Si ya empezó peleándose entre unos y otros por si la crisis existía, ahora se trata de determinar hasta qué punto nos afecta. No es cuestión baladí tener un buen diagnóstico y, seguramente, la inoperancia del Gobierno tiene bastante que ver con la ocultación de la realidad primero y con la necesidad táctica de compensar ahora la evidencia de los datos edulcorándolos de algún modo. O de todos los modos imaginados. Si no había crisis, ¿por qué tomar las medidas que se demandaban? Eran, según este criterio, argucias electorales. Si aparecía la crisis pero sólo era importada, ajena a nuestro sistema económico, ¿por qué ir más allá de las medidas de contención que, además, suponían un gasto público imponente? Pedirlo era aprovechar políticamente unas dificultades de las que el Gobierno ni nadie en España tenían culpa. Y ahora que todos los ratios se desmoronan, ¿por qué la pretensión de modificar radicalmente importantes elementos de nuestra estructura económica que han venido demostrando su fortaleza? A los agoreros se les ve la mala intención, parecen decir.

Pero, sin embargo, sólo lo que se reconoce exige ya una determinación que se echa de menos. No basta, desde luego, con la retórica, el uso del déficit como único recurso y la petición reiterada de que se consuman productos españoles. Es como, sin estrategia ni entrenamiento, pedir como único recurso que la afición llene el estadio y anime a pleno pulmón.

Convendría preguntar por qué motivo es preciso reclamar el consumo de productos españoles. ¿Los ciudadanos son unos «snobs» que prefieren cualquier producto extranjero a los españoles, mejores y más baratos? No parece que sea la conclusión exacta de lo que pasa. ¿Alguien cree, por otro lado, que el modo de combatir la crisis es comprar objetos más caros o peores porque -o aunque- sean españoles?

Lo que todo esto revela es que uno de los graves problemas de nuestra economía, que no es precisamente importado, es la falta de competitividad para conseguir que un número cada vez mayor de españoles y no españoles compren los productos elaborados en nuestro país. No es, desde luego, un problema de falta de dedicación, ni de imaginación, ni de espíritu emprendedor. Es, sencillamente, que los dedicados e imaginativos emprendedores tienen que moverse en un sistema que no facilita como debiera la competitividad.

En el reciente encuentro entre dirigentes socialistas y la representación de los empresarios españoles parece que hubo un entendimiento suficiente acerca de las reformas estructurales precisas. Si es así, se puede recordar el lema del reloj de una famosa torre suiza: «Es más tarde de lo que piensas». Hasta el momento no se ha hecho, por no asumir el coste inmediato y el esfuerzo debido. Los planes puestos en marcha, costosísimos pero insuficientes, ya se han disuelto como un azucarillo.

ABC - Opinión

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