domingo, 11 de enero de 2009

Lo que cuenta Alcalá-Zamora. Por Cesar Vidal

Seguramente, no pocos de los lectores se habrán preguntado por las razones de ese silencio casi total de que han hecho gala los medios de comunicación en relación con la recuperación de los documentos, memorias incluidas, de Niceto Alcalá-Zamora, el que fue presidente de la II República. Ciertamente, no se trata de cuestión baladí porque en relación con la Historia española del s. XX es el mayor hallazgo que se ha producido hasta la fecha y no parece que pueda superarse. Algunos han indicado que para la progresía resulta insoportable que ese caudal de documentos haya sido rescatado gracias a la intervención de gente como Jorge Fernández-Coppel, editor de las memorias de Queipo de Llano y excelente historiador militar, y del autor de estas líneas. Que esa circunstancia no ha sido plato de gusto para muchos seguramente no admite discusión, pero me atrevería a decir que la razón del silencio se halla, sustancialmente, en el testimonio más que documentado que aporta Alcalá-Zamora. Sin ánimo de ser exhaustivo, los documentos constituyen una sucesión contundente de mentís a toda la propaganda oficialista -me resisto a llamarla historiografía- sobre la II República. En varias entregas, voy a intentar señalar tan sólo algunos de los botones de muestra en los que sustento mi afirmación. En primer lugar, las memorias de Alcalá-Zamora y los documentos relativos al Pacto de Sebastián ponen de manifiesto que la proclamación de la II República no fue sino la consumación de una conjura de fuerzas anti-sistema. Frente a esa propaganda que habla de un plebiscito popular en el que el pueblo español, de manera libre y contundente, se decantó por la república y en contra de la monarquía, lo que Alcalá-Zamora revela es que socialistas, republicanos y nacionalistas decidieron acabar con la monarquía parlamentaria con el concurso de un sector importante de la derecha desilusionada con el sistema. Tras un intento de golpe republicano en 1930, la victoria de las elecciones municipales de abril de 1931 fue monárquica. Sin embargo, los republicanos, especialmente apoyados por católicos y antiguos monárquicos como Alcalá-Zamora, aprovecharon el desfondamiento del Rey para convencerle de que abandonara España e incluso articularon manifestaciones «espontáneas» para acabar de convencerlo. Lo consiguieron efectivamente. Pero lo que se implantó entonces fue un régimen que no era propiamente democrático sino que, por su constitución, según Alcalá-Zamora, «invitaba a la guerra civil». Como muy bien dejó consignado el presidente de la II República, con aquel texto legal no se buscó atender a la realidad nacional sino imponer ideologías de manera dogmática. Semejante sectarismo quedó de manifiesto en el anticatolicismo rampante del gobierno provisional, en una constitución que decretaba la expulsión de los jesuitas de España y en el control que la masonería deseó tener, entre otros aspectos, sobre la educación. Con esos mimbres, el régimen republicano estaba lastrado desde sus inicios y, no sólo carecía de posibilidades de ser democrático y representar a los españoles, sino que contenía las semillas del enfrentamiento fratricida. Pero, como tendremos ocasión de ver, no es eso sólo lo que dejó relatado Alcalá-Zamora¿ en contra de tanto tontilón empeñado en describir la II República no como fue sino como una especie de jauja de la bondad, la justicia y las libertades.

En mi primera entrega sobre Alcalá-Zamora señalé cómo las Memorias del antiguo presidente de la Segunda República española desbaratan totalmente todos los mitos acerca de un advenimiento democrático de la República o del carácter ejemplar de su constitución. A decir verdad, lo contrario es lo cierto. El régimen había venido de la mano del desfondamiento de Alfonso XIII, de una conjura de las fuerzas anti-sistema que no dudó en planear un golpe de Estado fallido en 1930 y de un falseamiento interesado de los resultados de unas elecciones municipales. Para colmo, la constitución fue un texto abonado, campo abonado para que el régimen acabara en una guerra civil. Por si todo lo anterior fuera poco, Alcalá-Zamora fue testigo privilegiado de cómo las izquierdas y los nacionalistas hicieron todo lo posible para borrar cualquier vestigio de democracia real del régimen apenas iniciado. El poder sólo podía ser aceptable y aceptado si era de las fuerzas que habían suscrito el Pacto de San Sebastián destinado a derribar la monarquía parlamentaria. Para poder lograr ese objetivo, resultaba indispensable limitar la libertad de expresión y convertir las elecciones en un mero trámite. Cuando en 1931 se celebraron las primeras elecciones, las derechas no tuvieron la menor posibilidad de organizarse frente a unas izquierdas que controlaban el poder desde arriba. A la victoria siguieron los atropellos ininterrumpidos. No se trató sólo de que ya en mayo se perpetraran quemas de iglesias y conventos, sino, sobre todo, de la aprobación de un instrumento represivo que recibió el pomposo nombre de Ley de Defensa de la República y que capacitaba al poder para suspender y cerrar todos los medios de comunicación que pudieran ser críticos. De esa manera durante la República hubo mucha menos libertad de prensa que durante la monarquía, aunque no dejó de presentarse el régimen anterior como un ejemplo de despotismo. Para asegurar el triunfo de un sistema más parecido al mexicano del PRI que a la República de Weimar, se utilizó el aparato del estado como fuente de clientelismo. El PSOE de Largo Caballero impulsó normas que no sólo perjudicaron gravemente la economía nacional sino que además intentaban acabar con la competencia de los anarquistas de la CNT. A todo lo anterior se sumó un intento claro de controlar la enseñanza para controlar a las nuevas generaciones. En ese despliegue político, Alcalá-Zamora asistió al uso brutal de la fuerza en la crisis de Casas Viejas -que pudo acabar con varios ministros incluidos Largo Caballero y Azaña en el banquillo- a la corrupción en el reparto de puestos y a golpes de efecto como los ataques contra los obispos irreductibles. Incluso supo cómo la causa del voto femenino defendido por la derechista Clara Campoamor del partido radical era obstruida por los socialistas y otras fuerzas de izquierda, temerosas de que las mujeres votaran a las derechas entregándoles el poder. Se mire como se mire, aquel primer gobierno de la izquierda fue todo -incluso muy incompetente- salvo democrático. No sorprende que perdiera las elecciones clamorosamente en 1933 y que entonces decidiera que todo era lícito con tal de impedir la llegada al poder de las derechas. Incluso un alzamiento armado.

A finales de 1933, las derechas, organizadas por primera vez desde el derrocamiento de la monarquía parlamentaria, ganaron las elecciones. La victoria estaba vinculada a la CEDA, una coalición católica que constituía un anticipo de lo que sería la democracia cristiana de posguerra. Como era de esperar, las izquierdas - que habían diseñado un sistema que les permitiera mantenerse en el poder de manera indefinida - dejaron de manifiesto desde el principio que no iban a aceptar el resultado de las urnas. Alcalá-Zamora recibió visitas de distintos dirigentes, entre ellos Azaña, que le presionaron para que no encargara la formación de gobierno a los vencedores. Consideraban las izquierdas que la derecha carecía de legitimidad para gobernar aunque las urnas se hubieran inclinado clamorosamente a favor suyo. Como alternativa, le proponían una dictadura de izquierdas que, supuestamente, defendiera la legalidad republicana, ésa misma que deseaban violentar. Al respecto, Azaña dio muestras de un talante profundamente anti-democrático que no encaja en absoluto con las hagiografías actuales del personaje. Alcalá-Zamora optó entonces por una solución salomónica y, desde luego, discutible. En lugar de encargar la formación de gobierno a la CEDA que era el grupo mayoritario, el presidente de la república encomendó la tarea al partido radical de Lerroux, el de Clara Campoamor, un grupo de centro-derecha que había estado en las conjuras republicanas de la época de la monarquía, pero que se había moderado a la vista del comportamiento de las izquierdas. La CEDA, de manera bien significativa, se plegó a la decisión de Alcalá-Zamora porque deseaba dar la imagen de una fuerza que no tenía nada contra el nuevo régimen y que aspiraba a gobernar por su moderación. Sin embargo, ni el PSOE ni los nacionalistas catalanes ni los republicanos de izquierdas estaban dispuestos a tolerar la situación por muy moderada que resultara. Durante todo 1934, los socialistas estuvieron reuniendo alijos de armas con la intención de alzarse en armas contra el gobierno legítimo de la República. Ya durante el verano, caldearon la situación utilizando el arma revolucionaria por excelencia en opinión de Guesde, el inspirador francés de Pablo Iglesias. Se trataba de la huelga revolucionaria que se transformaría en insurrección armada a finales de año. Tras establecer contactos con la masonería y con el ejército para conseguir su colaboración, a inicios de octubre de 1934, socialistas, republicanos y nacionalistas catalanes se alzaron en armas pretextando la entrada de algunos miembros de la CEDA - todos muy moderados - en el Gobierno. Los documentos de Alcalá-Zamora - incluido un relato detallado y diario de lo acontecido en Asturias- permiten reconstruir el desarrollo de aquel episodio y comprender que, como señalaban sus proclamas, las izquierdas habían desencadenado una guerra civil que debía concluir con la implantación de la dictadura del proletariado. Al respecto, las proclamas de Largo Caballero y de Indalecio Prieto no dejan lugar a dudas. Al final, sin embargo, con el asesoramiento del general Franco y la intervención de militares como el capitán Lozano, abuelo de ZP, el gobierno republicano sofocó la sublevación del PSOE y la ERC, y permitió un regreso a la legalidad. Sin embargo, a esas alturas resultaba más que obvio que fracasado el intento de implantar un PRI en España, las izquierdas habían entrado de lleno en una dialéctica guerracivilista que sólo tendría una conclusión posible.

Asistió con creciente consternación a la liquidación de lo que quedaba de la Segunda República en pro de un nuevo régimen revolucionario
El año 1935 fue vivido por Alcalá-Zamora como una sucesión angustiosa de agresiones de una izquierda ansiosa de ir a la dictadura y a la guerra civil y de una derecha cada vez más radicalizada por el miedo a que la revolución de Asturias de 1934 se convirtiera en un ensayo de lo que esperaba a toda España. En el curso de esos meses, buena parte de los esfuerzos del presidente de la República se encaminaron a la articulación de una formación de centro que pudiera salvar lo aceptable del régimen republicano e impedir un estallido nacional de violencia. Alcalá-Zamora fracasó en su empeño. En febrero de 1936, se celebraron nuevas elecciones y el Frente Popular se proclamó vencedor. La documentación de Alcalá-Zamora, incluidas las actas electorales, pone de manifiesto varias cosas. La primera es que el Frente Popular protagonizó un pucherazo escandaloso que lo convirtió en ganador a pesar de que las elecciones las ganaron el centro y la derecha. La segunda, que, para asegurarse los frutos de semejante violación de la ley, el Frente Popular logró crear con el apoyo de los nacionalistas una comisión electoral que dio por bueno el fraude. Alcalá-Zamora no dudaría en calificar semejante conducta del Frente Popular como «golpe de Estado». El golpismo practicado por las izquierdas y los nacionalistas dio un paso más cuando, apenas alcanzada la victoria, el Frente Popular impulsó la destitución de Alcalá-Zamora como presidente de la República. Frente a la versión propagandística que habla de una impoluta victoria de las izquierdas en febrero de 1936, lo que queda de manifiesto es un gigantesco fraude electoral que subvirtió la legalidad y deja de manifiesto el carácter ilegítimo del gobierno del Frente Popular. Durante los meses siguientes, la denominada «primavera trágica», Alcalá-Zamora asistió con creciente consternación a la liquidación de lo que quedaba de la Segunda República en pro de un nuevo régimen revolucionario. Temiendo lo peor, Alcalá-Zamora depositó las memorias en una caja de seguridad convencido de que las izquierdas destruirían los documentos a la menor oportunidad. En el verano de 1936 había decidido abandonar España con su familia. No sabía que la guerra civil se encontraba a la vuelta de la esquina. De esa posibilidad se enteró -lo hemos sabido gracias a la edición de las memorias de Queipo de Llano publicadas por Jorge Fernández-Coppel- gracias a que su consuegro, el general republicano Queipo, le avisó de que varios generales se iban a alzar contra el gobierno del Frente Popular. En no escasa medida, tanto Alcalá-Zamora como Queipo habían vivido existencias paralelas. Ambos habían servido a la monarquía; ambos se habían sumado después a las conjuras republicanas y, en 1936, ambos estaban seguros de que España se encaminaba hacia una aniquiladora revolución de izquierdas. Llegado el momento, Queipo se sumó a la sublevación mientras Alcalá-Zamora abandonó España. Sus documentos serían robados y su memoria vilipendiada por una izquierda que lo consideraba reaccionario y católico y una derecha que lo veía como demasiado moderado y cómplice de las izquierdas. Recuperados sus documentos, la Historia puede terminar de escribirse aunque mucho ya resultaba obvio desde hace décadas. Por cierto, en nada se parece a esa versión falsa y propagandística que, a imagen de la forjada por la Komintern, quiere imponer ahora ZP, el nieto del oficial que reprimió a los socialistas en Asturias.

La Razón: Lo que cuenta Alcalá-Zamora
La Razón: Lo que contó Alcalá-Zamora (II)
La Razón: Lo que contó Alcalá-Zamora (III)
La Razón: Lo que contó Alcalá-Zamora (y IV)

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