
La precipitación no es uno de los muchos males que definen el panorama actual de la justicia en España; pero, a los efectos del disparate, sigue sirviendo Peralvillo como punto de referencia. Ahí tenemos, entre los más luminosos jueces redentores, empeñados en sobrepasar el ámbito natural de sus actuaciones para que el mundo -¿la galaxia?- sea mejor, al magistrado de la Audiencia Nacional Fernando Andreu. Por cierto y al paso: ¿qué fue de los cuarenta militares de Ruanda que mandó detener por considerarlos autores de la muerte de cuatro millones de ruandeses y de un grupo de misioneros y cooperantes españoles?
Andreu, en aplicación de su vocación internacional, admitió a trámite una querella presentada por el Centro Palestino para los Derechos Humanos y se dispone a investigar a Israel por un bombardeo sobre Gaza, en 2002, en el que fallecieron el líder militar de Hamás, el terrorista Salaj Shehade, y catorce civiles. La resolución del juez implica al ex ministro de Defensa de Tel Aviv, Benjamin Ben Eliezer, y a seis responsables militares de aquella operación. Al igual que se valora, en la actualidad, la vigente actuación hebrea sobre Gaza, el juez considera que la de hace siete años fue «desproporcionada».
Al margen de esa vocación redentora que muestran algunos magistrados de la Audiencia Nacional, se supone que grandes conocedores del enjuiciamiento de los delitos terroristas, convendría interpretarlos como síntoma relevante de la grave enfermedad que padece nuestra Justicia. No es sólo su lentitud exasperante, el corporativismo de muchos miembros de la judicatura, la «sindicalización» de las Asociaciones -Andreu, claro, es un juez «progresista»- y la no aceptación de su condición de Poder del Estado hasta el punto de que sus señorías se creen con derecho a huelga. No. Es que, además, y por encima de su verdadera y difícil función, hay jueces que se sienten llamados a trabajar urbi et orbi mientras los contribuyentes afectados, los paganos, preguntan desconsoladamente: ¿qué hay de lo mío?
ABC - Opinión
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