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Algún despistado dijo hace tiempo que se trataba de «refundar el capitalismo», sugerencia que provocó la hilaridad generalizada del personal; más que nada porque este sistema económico se basta y se sobra para refundarse a sí mismo cada día. Precisamente ahí, en esta capacidad de «mutación», reside su fortaleza y gran parte de su peligro.
La cumbre se parece más bien a ese juego en el que los niños (20, en este caso) dan vueltas alrededor de varias sillas (siempre una menos que el número de participantes), mientras suena la música. Cuando ésta cesa, todos se sientan apresuradamente. El que se queda de pie, pierde, así que no tiene más remedio que marcharse a su casa mientras el resto de jugadores le dan collejas.
Puede que nuestro presidente salve las primeras rondas del juego, aunque, inevitablemente, terminará siendo expulsado del mismo. Al final sólo puede quedar una silla y esa, no nos engañemos, está reservada para Estados Unidos, se llame su presidente George W. Bush, Barack Obama o Thomas Woodrow Wilson.
Si admitimos que el mercado financiero es un ente global -y por eso ha pasado lo que ha pasado con los dichosos activos tóxicos- es fácil deducir que la única solución es crear un supervisor también global, que pueda controlar con igual eficacia lo que ocurre en Nueva York, París o Madrid.
Lo malo es que los dueños del chiringuito son los norteamericanos y éstos nunca admitirán ser controlados por un organismo que no sea estrictamente suyo. Y menos si al abrir la puerta se encuentran que dentro está sentado Zapatero (en la silla de Sarkozy).
ABC - Opinión
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