
No crean que han cambiado las cosas en Bielorrusia. El régimen lo dirige el mismo sátrapa, sus cómplices son los mismos y las pasadas elecciones en septiembre fueron un miserable sarcasmo. Pero tenían los partidarios de esta medida, tendente a tratar a la dictadura como un país «normal», un argumento imbatible. Se trata del agravio comparativo que suponía mantener las sanciones a Minsk cuando se le han levantado por presión incansable de España a La Habana. Todos los interesados en negociar con el régimen criminal de Lukashenko han ejercido presión con esta razón tan poderosa. Y se han impuesto. Con razón. El régimen bielorruso, incómodo por su dependencia total de un Moscú cada vez más decidido a exigir sumisión absoluta, decidió lanzarles a las democracias europeas gestos de benevolencia. Liberó hace dos meses a decenas de presos políticos asegurando que eran todos los que se pudrían en sus cárceles, cuestión harto discutible pero difícil de refutar. La represión no ha variado un ápice, el terror es generalizado, luego las cárceles pueden llenarse cuando Lukashenko quiera. Pero sus valedores en Europa tenían ya el magnífico argumento de que Cuba no ha hecho nada parecido para conseguir el levantamiento de las sanciones de la UE. Tienen razón.
Mientras, el ministro de Asuntos Exteriores cubano, Felipe Pérez Roque, llegaba a Madrid pletórico y dejaba claro que venía a España y después va a París a recoger el premio a la obstinación totalitaria y a la resistencia a todas las presiones democratizadoras. Gracias al Gobierno español, la dictadura cubana será tratada por la UE como una democracia latinoamericana más. Pérez Roque desmentía con desprecio mal disimulado todas las afirmaciones del Gobierno español de que en sus encuentros negocian contrapartidas en materia de derechos humanos. «Los presos en Cuba no están en la agenda». Minsk y La Habana, dos países decentes, gracias al entusiasmo español, digno de mejor causa. El único éxito en política exterior de este Gobierno no es ya sólo un motivo de vergüenza para los españoles. Su triste mensaje mina la siempre indiscutida superioridad moral de las democracias europeas en el Este de Europa.
ABC - Opinión
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