
AMOR VI
Solo merecerían un reconocimiento quienes no destrozan el entorno, pero este no es precisamente el caso de la Catalunya actual, que ha contaminado el territorio a base de naves industriales en los más bellos parajes, multitud de edificios atroces en las costas, recalificaciones salvajes en todos los núcleos urbanos y una catástrofe espectacular en las infraestructuras de comunicación.
La Dolors nació en Organyà, un pequeño pueblo del Pirineo que presume de tener el más antiguo texto literario en lengua catalana, concretamente, unas homilías datadas en el siglo XII que hoy tienen un fachendoso monumento en el centro de la localidad. No sé si el motivo es haber nacido en el crisol de la lengua, pero su catalán es una delicia, y mucho más si se compara con esa jerga ridícula y cursi con que TV3 ha contaminado hasta el último rincón del territorio. Su infancia transcurrió entre las gélidas ventiscas del Pirineo, un lugar en el que ella se recuerda realizando sus primeros dibujos sobre los cristales helados del dormitorio. A veces la escucho rememorar los juegos en el exquisito huerto de la abuela, donde las flores tenían tanta importancia como las viandas, y entre otras muchas cosas, el olor insuperable de su cocina le quedó grabado como uno de los recuerdos más persistentes de su niñez (de aquí su falta de interés por la inodora vanguardia gastronómica).
A los pocos años, debido al empleo bancario de su padre, la familia se trasladó a Ulldecona, en el extremo sur de Catalunya. El pueblo también representaba otro extremo en la forma de relación. Frente a la austeridad y el rigor climático de los montes pirenaicos, Ulldecona es mediterráneo puro al estilo valenciano. Vida extrovertida, ritos, ceremonias y fiestas rumbosas, exuberante hedonismo y buenos alimentos.
Esta dualidad en la formación se percibe claramente en su carácter: por un lado, Dolors es una mujer sobria, alérgica a la frivolidad, que despliega una considerable protección de su intimidad, pero que al mismo tiempo goza de una gran capacidad de irradiar en su entorno una forma de vida donde la sensualidad y la presencia de la belleza constituyan el lenguaje cotidiano. Es más, fuera de estas condiciones se siente incapacitada para subsistir. Puede parecer lógico tratándose de una pintora, pero he conocido muchos artistas actuales que se
sienten especialmente cómodos rodeados de caos y mierda. La implantación de la belleza en el entorno tampoco es una cuestión de nivel económico, porque en los momentos más difíciles y precarios de nuestra vida ha conseguido demostrar esa capacidad de transformar el rincón más sórdido de un exilio en un lugar apetecible.
En las mentes impermeables de nada sirve auscultar las influencias del pasado; solo existe comportamiento genético y acostumbran a ser más carne de veterinaria que de psiquiatría. Pueden estudiar en los mejores colegios anglosajones, les pueden suceder toda clase de incidentes y conocer a las más relevantes personalidades y, aun así, se mantienen inalterables. He tratado bastantes ejemplares adornados con estas características, algunos de los cuales, precisamente por ello, ocupan cargos de gran relevancia. Son individuos que, para colmo, se jactan de ser inasequibles a cualquier influencia externa, y ese mismo inmovilismo cerril es el que los promociona como ciudadanos de confianza.
En caso contrario, cuando una personalidad ofrece cierta resistencia al empuje irracional de lo atávico y presenta
una mejor disposición a dejarse moldear por el entorno y las personas, los resultados humanísticos, en todos los ámbitos, acostumbran a ser de mayor interés. En cierta medida serán mucho más atractivos y útiles para mitigar los quebrantos de la vida. Al margen del grueso encefálico, posiblemente esta virtud de la permeabilidad sea, en lenguaje llano, la diferencia entre un burro y un despabilado, pero no descarto que también tenga algo que ver con la diferencia entre hombre y mujer.
El desinterés que siente Dolors por sus propias cosas se transforma en todo lo contrario cuando se trata de los demás. Es una mujer dotada de una enorme curiosidad hacia el exterior, y precisamente es esta particularidad la que ha ido moldeando su pericia para comprender las razones de los otros y las sutiles complejidades del más simple acontecimiento. No hay un solo paisaje, una sola persona, ni un solo suceso que no haya suscitado algún efecto en su vida. El resultado suele ser un juicio extremadamente certero y siempre desde un ángulo insospechado y de lógica irrebatible. Es lo que se entiende por un pensamiento libre.
Cuando llegué por vez primera con ella a la Casa Nova, nada sabía sobre la dimensión de lo que acababa de raptar. Solo era víctima de algunos presentimientos y, sobre todo, del ardor que me producía su belleza tan fantaseada en el pasado. Mi intuición no falló en la elección del lugar: allí se paraba el tiempo y las pasiones no sufrían desgaste; pero esa misma intuición no logró captar que aquel ser sutil y delicado, de voz suave y ancas excelsas, escondía una evidente superioridad frente a cualquier aspecto de mi desbocada naturaleza. Lo fui descubriendo día a día como uno de los mayores placeres que me ha llevado el alejamiento de los arrebatos juveniles y los preconcebidos masculinos.
Los hombres que no han conseguido penetrar en el conocimiento de una mujer templada de apariencia insondable y sin aspavientos exhibicionistas se han perdido la degustación de la parte más civilizada y menos zoológica de la vida. Si pienso que hubiera podido salir maricón, me quedo consternado, no alcanzo a comprender la excitada felicidad que aparentan; claro que, recíprocamente, ellos deben de sentir lo mismo, pero al revés.
Cuando nos llegó el momento de abandonar la Casa Nova se produjo en nosotros una nostalgia indescriptible. Los hijos necesitaban sus institutos y nos esperaba otra espléndida masía del siglo XV en el Ampurdán, más cerca del bullicio. A pesar de ello, sentíamos cierta resistencia a dejar aquel lugar tan impregnado de íntimas pasiones. Significaba acabar simbólicamente con la época de nuestra tórrida juventud.
Dolors había transformado aquellas austeras paredes de piedra que alojaron tantas generaciones de payeses en una réplica refinada de la más excelsa naturaleza. Todo invitaba al sosiego protector. En el exterior estaba la cruenta armonía del orden natural con sus aparatosas intemperancias, y en el interior, la naturaleza domesticada, contenida de luz, proporcionada de espacio y aliviada de rudeza. Ella no ha hecho nunca decoración: coloca las cosas en el único lugar donde les corresponde. Los espléndidos bodegones que pinta los construye igualmente en sus espacios de vida.
Tampoco sería exacto presentar los tiempos de Pruit únicamente como un cuadro de bucólica felicidad. Los sucesos externos algunas veces nos fueron poco propicios. Solo aparecer en la Casa Nova y Dolors tuvo que convivir unos meses con algunos de los actores de La Torna, que pernoctaban provisionalmente en aquella casa, invadiendo nuestra intimidad con la poca discreción que caracterizaba a los becarios de Mayo
del 68. Les hizo la comida y la limpieza, y tuvo que soportar su afición a la mugre hippie. Mi hermano Paquito, al que los dos queríamos tanto, se mató muy cerca de nuestra casa, cayendo con el coche al pantano de Sau. Poco tiempo después fui encarcelado como consecuencia de La Torna, y una vez fugado de la jaula, con la ayuda de Dolors, tuvimos que vivir una larga temporada en el exilio en situación muy precaria.
De vuelta a España clandestinamente, me detuvieron de nuevo los militares y nos pasamos cinco meses separados por mi nueva estancia entre rejas. Un año más tarde empezaría la guerra carlista, provocada por Operació Ubú (ya no cesaría en el futuro), y, poco después, la larga conflagración religiosa de Teledeum, con toda clase de amenazas de muerte y atentados a la compañía.
Los ásperos acontecimientos propiciaron aún más nuestra imperiosa necesidad de estar juntos. La Casa Nova actuaba como refugio inexpugnable en el que todos los ataques externos eran neutralizados con un simple paseo a caballo de dos amantes por el bosque. Extasiado en el delirio romántico, la mirada suave y esperanzada de aquella mujer me animaba a toda clase de alardes; no podía defraudarla; me sentía capaz
de entrometerme en cualquier guerra y salir invicto.
Afortunadamente, los enemigos jamás se percataron de la dicha que rodeaba mi vida; igualmente como en la actualidad, me creían resentido y trastornado. De lo contrario, hubiera tenido todas las bazas para no estar hoy entre ustedes. Tengo comprobado que nada exaspera tanto a los mezquinos como la felicidad ajena.
En aquella época los juveniles amores a la patria ya se habían erosionado notablemente. Los motivos de la decepción eran diversos y muy madurados, pero ante todo existía una razón esencial: empecé a vislumbrar que mi única y amada patria acabaría siendo Dolors.
GUERRA VI
Un Josep Pla muy anciano, que miraba a Dolors con ojos pícaros, se dirigía a mí, alarmado por mi falta de prudencia.
—Boadella, no seáis insensato. Debéis tener más cordura.
Estábamos a los postres de un suculento almuerzo en el Hotel Empordà y en esa parte del ágape el insigne escritor compensaba siempre la frugalidad que le imponía su deteriorada salud con una buena dosis de güisqui. Hasta ese momento había repasado, como tenía por costumbre, todos los vicios y manías del territorio con un sarcasmo letal; pero, paradójicamente, ante mi actitud insurrecta con este mismo país, parecía irritarse. Al finalizar la comida, antes de despedirnos, cambió su tono, y de forma serena y hasta un tanto afectuosa me lanzó:
—Vigile, Boadella, sobre todo vigile mucho, que Catalunya es un país de cobardes.
No diré que no le hice caso, pues su frase quedó clavada en mi memoria; pero antes de poder comprobar con creces la verdad de su aseveración y tomar la senda del escepticismo me pasé muchos años enzarzado en toda clase de refriegas contra los intangibles brujos de la tribu y sus secuaces.
Eran todavía visibles algunas pintadas de Llibertat Boadella por el episodio de La Torna, cuando aparecieron otras, en paredes cercanas al Teatre Lliure, de Barcelona, con una literatura algo más críptica: «¡Viva Franco! ¡Viva Boadella! ¡Muera Pujol!». Los cachorros de Convergència i Unió trataban de mostrar así, con la misma metodología chapucera del fascismo, que quien se enfrentaba al jefe era nada menos que un fascista.
El contraataque tenía su explicación. Hacía pocos días que, sin previo aviso, había disparado desde el Teatre Lliure un misil de alcance medio que impactó de lleno en el Palau de la Generalitat. La contraseña de la operación era Ubú y llevaba como objetivo esencial contrarrestar la campaña que el mariscal Pujol y sus huestes nacionalistas habían iniciado meses atrás para incautarse, física, mental y patrimonialmente, del territorio catalán. Mi arremetida cogió por sorpresa al enemigo, que me tenía situado todavía en la trinchera de los aliados al movimiento de la revancha nacional.
La confusión parecía lógica, pues hasta el momento no había mostrado signos externos de mi desafección al tinglado provinciano. Cierto que al presentar en La Torna la historia de un infortunado apátrida ejecutado en Tarragona, sobre el que ningún ciudadano catalán se interesó, no sumaba puntos en mi hoja de servicios étnicos. Para eso, mejor habría sido hablar del autóctono Puig Antich, ejecutado el mismo día (por el que tampoco hicieron nada), pero que, por lo menos, hubiera dejado un poso de mala conciencia, cosa que no pasó ni por asomo con el forastero Heinz Chez. Tampoco fue considerado un sacrificio por la patria esquivar el martirologio fugándome de la cárcel. Encima, algunos guerrilleros sediciosos de La Torna aprovecharon ocasión tan propicia para alimentar calumnias sobre mi insolidaridad por dejarlos colgados. Era un embuste tan descarado y burdo que parecía imposible su penetración en la sociedad catalana, pues ellos estuvieron
en libertad todo el tiempo que permanecí en prisión y, por lo tanto, gozaron de oportunidades sobradas para exiliarse. Solo cuando yo me fugué, algunos se entregaron a los militares y otros se marcharon a Francia. Estos acontecimientos, con ser públicos y notorios, no sirvieron de nada, porque la izquierda consideraba que debía permanecer preso como símbolo de la libertad de expresión pisoteada. Una vez fugado, y desbaratados sus planes, lo más rentable para aquellos adalides de la insurrección contemplativa era alimentar dudas sobre mi falta
de solidaridad. Estos sucesos hicieron mella en los círculos culturales, cuyas represalias no tardarían en llegar; pero aún, a pesar de todo, el historial vernáculo de mi pasado continuaba siendo indiscutible.
Al volver del exilio, y una vez instalado de nuevo en España, pude constatar que, en muy poco tiempo, la situación en Catalunya había cambiado de forma sustancial. La irrupción del mariscal Pujol como Reichführer de la Generalitat había provocado una recolocación de las fuerzas vivas y la ascensión al poder de una nueva clase emergente. El naciente estatus de mando en plaza era una mezcla de arribistas apuntados a última hora en el folclore patrio —bastantes franquistas reconvertidos— junto a los ahijados de Lenin y Mao, debidamente camuflados como demócratas de toda la vida, y utilizados por el astuto Mariscal para desactivar la izquierda a base de instalarlos en ventajosos destinos. La nueva mutación de los comunistas ocupó estratégicamente las casernas culturales mejor dotadas de presupuesto. La táctica tampoco significaba nada original en las maniobras de los camaradas: actuaciones muy parecidas se habían practicado en Italia y Francia; pero tuve claro desde el principio que ante semejante panorama algo tenía que hacer. Yo era un individualista francotirador que no suscitaba ninguna confianza entre esta clase de personal, siempre dispuesto a finiquitar cualquier veleidad librepensadora o simplemente una mente con demasiadas contradicciones. En general, son gente con un terror atávico a la libertad. Y el arte solo les interesa sometido a control.
Las nuevas circunstancias me planteaban un dilema: o bien optaba por volver a emigrar a otro territorio o me decidía a presentar batalla en pro de la supervivencia. Mi irrefrenable belicosidad me llevó a decidirme por lo segundo, aunque consciente de que solo podría proyectar el combate bajo una estrategia de guerrillas, pues ahora ya no eran los fingidos antifranquistas de antes, sino que el nuevo panorama autonómico de España los había convertido en el prepotente ejército del poder. Tampoco podía confiar en los colegas del gremio, ni contar con ellos, porque andaban todos a la caza de alguna prebenda que les permitiera vivir del erario público. La milicia de volatineros se hallaba dedicada por entero a colaborar entusiásticamente en la implantación de la nueva patología endogámica, y nadie quería pasar por desafecto a la causa.
Así pues, con el mayor sigilo construí la munición escénica, confiando en el ataque sorpresa. Los propios protagonistas de la operación no fueron totalmente conscientes de la trascendencia del asunto que llevábamos entre manos hasta que el armamento estuvo prácticamente listo. En este sentido, recuerdo una conversación con el malogrado Joaquín Cardona, que interpretaba magistralmente a Ubú-Pujol.
—¿Tú no crees que soy demasiado Pujol?
—Bueno, es posible; ¿y que?
—Pues que se lo van a tomar muy mal.
—¡Qué va! Ya no estamos en la época de Franco; ahora los políticos se han acostumbrado a ser parodiados.
—Sí, pero esto no es una simple parodia: aquí no queda títere con cabeza. No voy a poder trabajar más en este país.
Cardona estaba considerablemente aterrorizado, y yo, como un vulgar embaucador, trataba de calmar su pánico,
presentándole al Ubú auténtico como un tipo que, en el fondo, era indulgente y bonachón (esto último era el embuste más descarado).
—Nada, nada, amigo Cardona; da por seguro que tu interpretación será motivo de algún premio. Ni lo dudes.
No podía expresar la previsible realidad sin exponerme al riesgo de deserción. Tampoco se trataba de mis guerrilleros Joglars, que eran unos jóvenes mucho más avezados a esos lances. Aquella compañía, que participaba en la Operació Ubú, pertenecía al Teatre Lliure y, hasta el momento, se habían dedicado al repertorio clásico. Eran unos buenos chicos, partidarios de una belleza pacífica, y, por consecuencia, no podían creer en el teatro más que como vehículo cultural. Convertirlo en efectivo militar significaba para ellos una singularidad imprevista. Sin ánimo de soslayar mi responsabilidad en la encerrona, puedo afirmar que ya entonces estaba seguro de que me iba a comer yo solito todos los marrones de las inevitables represalias.
Desde el primer día del ataque, el pasmo general fue absoluto. La sátira de Operació Ubú no disparaba precisamente munición convencional; además de retratar con tintes ridículos a Pujol, recientemente nombrado Reichführer, predecía incluso su futura actuación a base de hacer patentes los delirios de grandeza de su inconsciente. El personaje, mediante unas jugosas sesiones psicoterapéuticas, nos desplegaba el ridículo panorama provinciano que le esperaba a la tribu. El disparo provocaba una enorme hilaridad, y, mientras los adversarios se indignaban, los amigos se desternillaban. No estaba previsto que la Catalunya sagrada se pudiera poner patas arriba sin ser obra del enemigo fascista español.
Una vez transcurridos los primeros días, a pesar de que presentía las consecuencias del desafío, disfrutaba imaginándome al Mariscal pidiendo informes a sus colaboradores sobre los más morbosos pormenores de Operació Ubú. Estos seguro que no soltaban prenda al observar los cortocircuitos que alumbraban como relámpagos la cara del Reichführer completamente fuera de sí por la profanación de su sagrada persona. Enseguida me fueron llegando toda clase de informaciones confidenciales sobre la reacción del Mariscal. Como era previsible, Pujol, en pleno ataque de paranoia, interpretó que detrás del agravio estaba el PSC y descargó toda su furia en una reunión con el entonces alcalde de Barcelona, Narcís Serra. En medio de tan delirante
situación, los socialistas catalanes (siempre tirando a pusilánimes) acudían medio a escondidas a las funciones del Lliure, pero estaban aterrados de cargar con el muerto.
La contraofensiva no se hizo esperar. El periódico Avui, subvencionado por el Gobierno, es decir, por los sufridos contribuyentes (sufridos sobre todo por la infame calidad del diario), me presentaba como un anticatalán ultraderechista, comparándome a los guerrilleros de Cristo Rey y a los nazis, y se rasgaba las vestiduras por mi ataque a los símbolos nacionales de Catalunya. Lo mismo hicieron los medios afines al nuevo invento indígena, porque, a partir de Ubú, cualquier mindundi del ejército pujolista sabía que una forma de hacer méritos para un ascenso era ponerme a parir en público o vetar mi actividad escénica si poseía autoridad administrativa.
(Eso sucedía casi siempre en el ámbito municipal.) Por mi parte, comprobaba que las cosas iban quedando definitivamente claras; no me confundirían más con los de su bando y, aunque avistaba riesgos futuros, me sentía muy campante sin tibiezas ni fingimientos.
Aquí empezó una larga guerra de veinticinco años, en la que el enemigo utilizó el mejor armamento a su alcance para neutralizarme o conseguir, si no la muerte física, por lo menos la muerte civil. También el ejército de mercenarios de la izquierda autóctona colaboró estrechamente en el acoso, a través de sus tribunas públicas. Era el tributo que debían pagar al nuevo sistema por las sustanciosas raciones recibidas de Pujol. Se utilizaron toda clase de artimañas: desde calificar mis obras de bodrios indignos de subir a un escenario, hasta hacer
uso de la competencia desleal, denegándonos los medios públicos que proporcionaban al resto del gremio.
Sin el amparo moral de mis conciudadanos, la estrategia de blindaje ante la ofensiva auguraba un futuro muy peliagudo. En última instancia, solo era posible sobrevivir en Catalunya consiguiendo que Els Joglars encontrara algún refugio donde guarecerse. Una posibilidad, la única, era que el PSC, como partido mayoritario de la oposición, sin ser un aliado, por lo menos no fuera beligerante con nosotros. Mi entrañable amigo Romà Planas, que había sido secretario de Tarradellas, llevó a cabo de manera generosa y cauta esta misión de paz. Como compensación, tuve que hacer gestos complacientes hacia ellos, a pesar de que su escaso coraje me mostraba claramente que jamás podría esperar de los socialistas una defensa explícita de mi trayectoria. En el legítimo intercambio, se aprovecharon de mi nombre todo lo que pudieron, y me tocó demostrar públicamente mi adhesión. No obstante, siempre me miraron con cierta suspicacia, lo cual no dejaba de ser chocante, pues hacía muchos años que la compañía era la empresa más socialista del país. ¿No sería precisamente por eso?
La guerra de los veinticinco años había comenzado.
El Cultural
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