Este fin de semana he asistido en Budapest al vigésimo aniversario de la ruptura del telón de acero por la frontera austro-húngara. He escuchado a los grandes artífices de aquel encaje de bolillos que hizo posible el inmenso triunfo de la libertad sin apenas derramamiento de sangre. Que no hubiera matanzas como Tiananmen en las ciudades de Europa central y oriental y en Moscú se debió a una constelación bendita en la historia. De las que pocas se producen. En muchas oficinas se estuvieron preparando operaciones inmensamente sangrientas para restaurar la normalidad socialista. Lo pidieron Berlín este, Praga y Bucarest, se negaron Budapest y Varsovia, pero ante todo Moscú. Durante décadas existió una fe ciega en el determinismo histórico de que allá donde llegaba el comunismo permanecería para siempre. Ejemplo era mi amigo Rakó. Durante dos décadas ahora, desde 1989, ha existido la fe contraria de que la historia se había terminado y la libertad individual y el libre mercado eran el futuro definitivo y garantizado. Ni lo uno ni lo otro. En Budapest se ha podido celebrar esta conmemoración de un acto de coraje y voluntad de libertad porque existió. La calidad humana no ha aumentado un ápice. Alcanza excelencias y se sume en las peores miserias. Los patéticos impostores de hoy son de la misma calidad humana que aquellos que nutrieron los peores excesos del poder total. Nadie en 1909 podía imaginar en su peor pesadilla el siglo que cinco años después abría una inmensa carnicería y nos llevaría a la maldad total del Holocausto. En 2009 sabemos igual de poco sobre nuestro futuro. No es difícil que no sea tan terrible. Pero quien lo jure, jura en vano.
ABC - Opinión
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