Pero pudo dejar memoria. En 1937, y ya con un pie en el paredón, Nicolai Bujarin pasaba largas jornadas dictando su testamento a la que iba a ser su viuda. Ni papel, ni lápiz: demasiado peligrosos. Sólo el oído y la memoria de la joven que iba a sobrevivirle bajo Stalin. Y una monótona repetición, que la muchacha debía preservar hasta el día -si llegaba- de poder contarlo. Pocos instantes conozco tan líricos como ese seco repetir de los amantes. Zhao Ziyang dispuso de otro recurso. Menos poético. Y menos doloroso. Con infinita cautela, los suyos lograron introducir una grabadora en el hogar-prisión. Fueron haciendo llegar fragmentos fuera. En la sombra, en el secreto herméticos. Fue tarea de una década y media. Ahora va a ver la luz en inglés este Prisionero del Estado, relato de quien perdió, en el tiempo vertiginoso de una lágrima, el poder infinito. Y ganó a cambio de eso -puede- su alma. Al precio de una amargura para la cual no hay consuelo. La lectura de los breves fragmentos hasta ahora publicados sobrecoge por lo absurdo. No existía el menor riesgo para el régimen en aquel conmovedor juego de niños maravillosamente enamorados de una libertad que nunca conocieron. «Traté de explicar en aquel momento que la mayoría de ellos nos pedía que corrigiéramos nuestras imperfecciones, que no pretendían derrocar el régimen». Y, ¿cómo iban a pretenderlo?, ¿con avioncitos de papel contra los tanques? ¿O como aquel pobre tipo plantado firme ante los blindados y que vete a saber en qué quedó luego, cuando las cámaras ya no estuvieran para consagrar su épica? «Bajamos a la plaza demasiado tarde», lamenta en sus memorias Zhao. «Pero me prometí que, pasara lo que pasase, jamás aceptaría ser el secretario general de un partido que movilizara al ejército para disparar contra los estudiantes». Había sido todo. Fue nada, a partir de su apuesta. Menos que nada. En la noche del 3 de junio, «yo estaba sentado en el jardín de mi casa junto a mi familia. Escuché las descargas. La tragedia que iba a conmover al mundo no había sido evitada». Nada cura la culpa de haber sido engranaje de eso. Quiso, al menos, contarlo. La historia no conoce otro tipo de redenciones.
ABC - Opinión
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