Desde su anterior visita a monseñor Bertone en otoño de 2007, Fernández de la Vega ha demostrado ser muy consciente de que el signo es un campo de batalla, y por eso, creo yo, acudió a la audiencia vaticana disfrazada de Juana de Austria, alias Mateo Sánchez, la única mujer que Ignacio de Loyola admitió en la Compañía de Jesús. Si recuerdan ustedes los retratos de la hermana de Felipe II, madre del infortunado don Sebastián de Portugal y Regente de España tras el retiro a Yuste de su augusto padre, no les quedará duda de cuál fue la fuente de inspiración de la vicepresidenta en aquella ocasión. El impactante modelito suprimía la gorguera visible en los cuadros de Moro y Sánchez Coello, pero se compensaba con un aparatoso solideo colocado a la remanguillé, como si fuese la boina del Che Guevara o la gorra del general Modesto.
En el encuentro de Madrid, la ministra se decidió por un conjunto cardenalicio de campaña compuesto a partir de la abundante iconografía de Richelieu en el sitio de la Rochelle (con medias violetas idénticas a las que llevaba Charlton Heston en Los cuatro mosqueteros, de Richard Lester). Se trata de una solución barroca y alborotada, como batida por el viento atlántico y los arcabuces hugonotes. El propio monseñor Bertone reconoció, aparentemente impresionado, que la ministra le superaba en pompa y colorido, y es que la elegancia talar católica, conservadora por definición, se enfrenta, en el caso de Fernández de la Vega, a una versatilidad compulsiva. Para la Iglesia, la vestimenta de los clérigos es tradición y símbolo permanente. Para los modernos y para los modistos, puro signo portátil, potestativamente alterable, trasladable a diferentes contextos comunicativos y susceptible de adquirir significaciones diversas.
El vestido siempre dice algo, pero la indumentaria sacerdotal, por el contrario, se niega a decir otra cosa que ella misma. Instituye una separación: segrega y acota. La modernidad, en sus versiones más secularizadas (y la moda es una de ellas) no admite ámbitos sagrados, escindidos. Si no los puede abolir, los imita para desacralizarlos. Al vestirse de jesuita o de obispo, la vicepresidenta pretende comunicar al espectador la ilusión de un poder espiritual legitimado para sustentar una moral antagónica a la cristiana, pues el progresismo exige ser aceptado como religión perfecta. Y ahí estuvo muy digno monseñor Bertone, aburrido, supongo, de las gansadas estrafalarias de esta señora. Admitió deportivamente que Fernández de la Vega le ganaría en la pasarela, y se abstuvo, con tacto diplomático, de añadir lo que la Iglesia sabe de sobra, es decir, que el diablo, mono de Dios, viste de Prada.
ABC - Opinión
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