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La presencia de Zapatero en la cumbre, incuestionablemente positiva para España en términos objetivos, no se justifica tanto en la moderada importancia final de su contribución como en su propia necesidad de eludir las críticas de irrelevancia que hubiese suscitado su ausencia. El presidente estaba en efecto dispuesto a cualquier cosa, según el espíritu del célebre «como sea» de otra anterior reunión internacional, con tal de evitar que se le acuse de no pintar nada entre las grandes naciones. La foto de Washington, aunque sea en un extremo de la mesa -¿cómo se las apañaría sin intérprete, sentado entre Merkel y Balkenende en la cena del viernes?-, le permite contrarrestar en parte los efectos de su perniciosa inacción interna ante la crisis y proyectar en España la imagen de un dirigente con peso específico. Su prioridad ha sido en todo momento el mercado interior, el mercado de los votos y de la opinión pública, el único que activa con intensidad sus reflejos políticos; a ese propósito de propaganda y marketing ha supeditado su desmedido despliegue suplicatorio. Pero el éxito de esa gestión ha sufrido el desgaste de su patente carácter pordiosero; lo que para el Gobierno constituye un brillante desempeño diplomático ha resultado ser una vergonzante compraventa de favores a precios de necesidad usuraria.
El cheque en blanco librado a nombre de Nicolas Sarkozy paga, pues, una operación de malabarismo mediático, un ejercicio de pirotecnia política. Las vaporosas conclusiones de la reunión, apenas una bieintencionada y grandilocuente declaración de intenciones, avalan la evidencia de que se trataba ante todo de una puesta en escena en la que bien es cierto que era mejor estar presente que no hacerlo. Para Zapatero representaba, sin embargo, algo más: la oportunidad de rebatir sacando pecho la acusación de que bajo su mando no pintamos nada. En ese sentido se ha salido con la suya, aunque pagando un alto precio y en una silla realquilada: hemos pintado, o al menos ha pintado él, la mona.
ABC - Opinión
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