lunes, 31 de enero de 2011

Cascos. Fulanismo. Por Emilio Campmany

La mayor responsabilidad debe atribuirse a Mariano Rajoy y a los líderes del partido en Asturias. Éstos prefieren seguir mandando en el partido, aunque ello exija perder, que tener que dejar de hacerlo para que su partido gane.

De Franco se contaba que una vez le aconsejó a Sabino Alonso Fueyo: "Haga usted como yo, no se meta en políticas". No lo dijo en broma. Con la palabra "políticas", así en plural, el dictador quiso menospreciar el politiquerío de la Restauración a la Guerra Civil. No meterse en políticas no significaba no hacer política, sino abominar de los partidos, de la lucha por hacerse con los cargos, de la demagogia, del populismo, de la irresponsable apelación a los más bajos instintos del pueblo. En definitiva, el consejo encerraba una crítica a la democracia y una denuncia de los males que supuestamente ésta trajo a España y a la vez era un modo de justificar la dictadura del militar.

Uno de los males de "las políticas" fue el Fulanismo. En España, en muchas ocasiones, hemos preferido que nos dieran a elegir entre fulanos antes que entre idearios políticos. Por eso, cuando el sistema lo ha permitido, han surgido fulanismos como setas, supuestas corrientes que, al margen de toda idea política, se caracterizaban exclusivamente por estar dirigidas por tal o cual Fulano. La Constitución de 1978 trató de erradicar semejante tendencia otorgando a los partidos políticos un poder omnímodo. Por eso, a los que dicen que "fuera del partido, no hay vida" no les falta razón. En nuestro sistema, el que da el cargo es el partido o, mejor dicho, quien dirige el partido. En consecuencia, las carreras políticas se desarrollan más arrancando apoyos en las sentinas de los partidos que despertando simpatías entre los electores. Tal sistema tiene muchos defectos y, desde luego, no es el más democrático, pero al menos tiene la ventaja de evitar el fulanismo, patología crónica de nuestra democracia en otros tiempos. Es cierto que este mismo sistema permitió el nacimiento del GIL, el partido de don Jesús, pero tal experimento nunca salió de la extravagante Costa del Sol y, cuando intentó cruzar el estrecho hacia Ceuta, el sistema lo engulló.


Pero ahora viene Cascos y funda su partido fulanista. Los que voten a Foro Asturias en las próximas elecciones autonómicas y municipales tomarán en consideración casi exclusivamente que están votando a Francisco Álvarez Cascos. Las encuestas confirman que serán muchos los sufragios que reciba, pero será el respaldo personal lo que los justifique más que la comunión con sus ideas políticas. No es probable que lo haga, pero si la tendencia, a pesar de los muchos obstáculos que el sistema impone, se consolida en otros lugares, nuestra democracia se degradará algo más de lo mucho que ya lo está.

En todo caso, de este brote de fulanismo no es responsable Cascos. La mayor responsabilidad debe atribuirse a Mariano Rajoy y a los líderes del partido en Asturias. Éstos prefieren seguir mandando en el partido, aunque ello exija perder, que tener que dejar de hacerlo para que su partido gane. Es una actitud suicida desde el punto de vista colectivo, pero comprensible desde su punto de vista personal. Lo que no es comprensible es que en Génova prefieran que el partido lo dirijan en Asturias los perdedores en vez de los ganadores. ¿Por qué? Seguramente temen que un Álvarez Cascos presidente de Asturias será una voz muy crítica, y muy audible, cuando Rajoy, siguiendo los consejos de Arriola, se permita apartarse del ideario de los electores del PP. Por librarse de Cascos, están dispuestos a perder Asturias y al final, perderán Asturias y tendrán Cascos para rato. Unos linces.


Libertad Digital - Opinión

¿Saludo o despedida?. Por José María Carrascal

La gran pregunta, ¿se presenta, no se presenta?, no tiene ya importancia. Si no se presenta, malo; si se presenta, peor.

SUELE decirse que para que la alaben a uno en España, antes tiene que morirse. A juzgar por los elogios, loas, ditirambos y panegíricos dedicados a Zapatero en el congreso de su partido en Zaragoza, tendría que estar muerto y bien muerto. Pero que no lo está lo demostró apareciendo ante sus compañeros para confortarles con sus vaguedades y chistecitos de taco de calendario sobre el PP.

Políticamente, sin embargo, tiene más pinta de cadáver que de otra cosa. Un gobernante con más de un 20 por ciento de parados, con un millón de familias sin otro ingreso que el de la caridad y vigilado de cerca por las instancias internacionales, no es un gobernante, es un rehén de los acontecimientos. De ahí que el piropo de Blanco, «no conozco a un socialista mejor», sonara a responso, y el de Marcelino Iglesias, «tienes nuestro apoyo para las elecciones de 2012», a cachondeo.


La gran pregunta hasta hace poco, ¿se presenta, no se presenta?, no tiene ya importancia. Si no se presenta, malo; si se presenta, peor. Algo parecido ocurre con su posible sucesor, ¿Rubalcaba, Blanco, Chacón? ¿Qué más da, si todos ellos han participado en la política más disparatada, más frívola, más alicorta, más antisocial de nuestra democracia? Todos han sido cómplices de ella, y si antes sólo acertaban cuando se equivocaban, ahora se equivocan incluso cuando quieren hacer las cosas bien, quiero decir, cuando siguen les instrucciones que les llegan de fuera. Tomen el ejemplo de las pensiones: con toda la necesidad de su reforma, empezará en 2013 y terminará en 2027, que sabe Dios cómo estaremos. Lo mismo ocurre con la reforma del mercado laboral. ¿De qué ha servido? Para crear empleo, desde luego, no, pues hay más parados que nunca, y nos dicen que para que su número empiece a decrecer se necesitará que nuestra economía crezca un 2,5 por ciento, algo que ni los más optimistas vaticinan. ¿Va a pasar lo mismo con la reforma financiera? Pues, sinceramente, no lo sé, como no lo sabe nadie, ya que en el universo de Zapatero, todo es fluido, nada acaba de cristalizar, y si el diseño es tierno como los dibujos de los niños, cuando se plasman en realidades se convierten en pinturas negras. Ahí tienen su alianza de civilizaciones, con más conflictos que nunca, o su cruzada contra la violencia machistas, con el aumento de mujeres asesinadas por sus parejas.

Y, encima, dándoselas de patriota. El que decía que la nación era un concepto discutido y discutible, llamaba a Otegui «un hombre de paz» y buscaba alianzas con los que no se sienten españoles. Bueno, también llamó a Ángela Merkel «una fracasada», y se dispone a servirla de alfombra para que acepte a jóvenes españoles en paro. Aunque ni Alemania podría emplearlos a todos.


ABC - Opinión

La sucesión de Zapatero se come la convención del PSOE. Por Antonio Casado

La cuestión de la candidatura socialista a las próximas elecciones generales es la asignatura pendiente que, como los estudiantes que necesitan mejorar, Rodríguez Zapatero ha dejado para más adelante, convencido de que anunciar ahora su intención de no repetir sería un elemento de desestabilización interna en el PSOE. Tanto en relación a las elecciones territoriales del 22 de mayo como a los procesos de reformas de la economía nacional abiertos desde Moncloa.

Sin embargo, se está viendo que el mantener la duda puede ser incluso más desestabilizador, como acaba de demostrarse con ocasión de la Convención Autonómica o cumbre de barones del PSOE, celebrada este fin de semana en Zaragoza, a imagen y semejanza de la celebrada por el PP ocho días antes en Sevilla. Se trataba de fijar las líneas maestras del programa común del PSOE en las elecciones de mayo, pero la sucesión de Zapatero se comió la tarea. El sábado en los pasillos se discutía más por la ausencia de Rubalcaba (únicamente asistió al discurso de Zapatero de ayer) que por el futuro de las autonomías.


No se habló de otra cosa. El manifiesto de la Convención, en defensa del federalismo y la bilateralidad, se perdió en las referencias informativas a los discursos del número dos del PSOE, José Blanco, el sábado, y del número tres, Marcelino Iglesias, el domingo. Más explícito éste que aquel, porque aquél tiene claves que desconoce éste, ambos clavetearon la misma idea: Zapatero es el mejor candidato del PSOE para ganar las elecciones generales de 2012.
«Con tanto entusiasmo se empleó Zapatero a reiterar que en estos momentos lo importante es España y no el PSOE, que uno volvió a ver claro que cuando un gobernante se envuelve en la bandera nacional para capear el temporal y deja de mirar las encuestas es que está preparando la evasión.»
Con matices. Blanco dijo: “No conozco a un socialista mejor”, en un contexto ceñido a la apología del personaje, tan entusiasta que muchos de los asistentes lo interpretaron como un homenaje a quien lo dio todo por el partido pero ya ha decidido apearse. En cambio Iglesias, ayer, ante el visible rictus de contrariedad en el gesto de Rodríguez Zapatero, le sostuvo la mirada para decirle: “Tienes todo el apoyo del PSOE para ser el candidato a las elecciones de 2012”. Hasta cinco veces repitió el año en cuestión, por si había dudas.

Sin embargo, en vísperas de la Convención el presidente del Gobierno y líder del PSOE se había hartado de pedirle a su gente que sacaran el asunto de la sucesión de una agenda política que debe estar marcada por las reformas de la economía nacional impulsadas por el Gobierno. De hecho, en su discurso de clausura, una vez oídos los teloneros, insistió en que lo que importa es “el futuro de España y no el futuro del PSOE”. Y también en esta ocasión se volvió a aplicar el cuento en una enésima glosa de los tres grandes ejes de su política para el año que acaba de comenzar: austeridad (consolidación fiscal), reformas y cohesión social.

Con tanto entusiasmo se empleó Zapatero a reiterar que en estos momentos lo importante es España y no el PSOE, las reformas y no los votos (“cueste lo que me cueste”, ¿recuerdan?), las convicciones y no las circunstancias, que uno volvió a ver claro que cuando un gobernante se envuelve en la bandera nacional para capear el temporal y deja de mirar las encuestas es que está preparando la evasión, como tantas veces he escrito.


El Confidencial - Opinión

Parte de guerra. Por Gabriel Albiac

En Egipto se afrontanlos únicos poderes realesen el mundo árabe: corrupción o terror.

LA pureza es, en política, asesina. Como tal, la constituyó la edad moderna. Robespierre enunció su axioma: un Estado puede sólo asentarse sobre dos fundamentos: la corrupción o el terror, que es el nombre político de la virtud. Entre 1789 y 1794, terrorista y virtuoso fueron lo mismo; lo mismo virtuoso e «incorruptible». No han cambiado las cosas. Las palabras, sí.

Basta ponerse ante un mapa de la costa sur mediterránea para entender el actual envite. Para entender también su origen. De los Balcanes al Caspio, de Argel hasta la Meca, el Imperio Otomano desplegó su máquina de despotismo teocrático, ajena a fronteras nacionales. La nación y el Estado son conceptos cristianos que el Islam rechaza como aberraciones contra la umma, comunidad de los creyentes, a la cual da soporte el Califato. Al desmoronamiento del Imperio, siguió la imposición colonial, desplegada sobre las arbitrarias líneas de la administración otomana. Tras la segunda guerra mundial, la descolonización se ajustó a su plantilla. Y ninguno de los países que salió de ella era un país. Como mucho, una provincia al frente de la cual se buscó entonces poner a uniformados títeres a sueldo de las metrópolis. Una sola excepción iba a complicar las cosas: Israel, en la medida misma en que Israel era un Estado democrático europeo asentado sobre la costa sur del Mediterráneo. Como tal, ningún problema tuvo para construir su modernidad al modo de los regímenes parlamentarios de un occidente al cual, más allá de geografías, pertenecía de pleno derecho. Como tal, fue odiado por sus vecinos.


El ascenso del islamismo está ligado a ese desajuste. ¿Cómo una sociedad elegida por Alá y que se rige por su libro, puede haber fracasado frente a la patulea de los kafires, cafres incrédulos que nadan en humillante riqueza? Los egipcios de la Hermandad Musulmana fueron los primeros (desde 1928) en dar respuesta a la paradoja: una diabólica conspiración de judíos y cristianos se afanaba en torcer el designio divino. El proyecto hitleriano de borrar a los judíos fue así saludado como designio de Alá. La derrota nazi y la consolidación de Israel tras la guerra del 48 fueron golpes terribles en el inconsciente musulmán. Las sucesivas derrotas militares y la progresión vertiginosa en la ruina certificaron la hondura de las raíces satánicas del mundo moderno. Un doble error de los contendientes en los años finales de la guerra fría abrió la grieta que es hoy abismo: Irán y Afganistán. En el primero, la estupidez de Jimmy Carter, asentó una hasta entonces inimaginable república sacerdotal. Afganistán anudó la doble necedad de los rusos metiéndose en un avispero y de los americanos amartillando una máquina militar incontrolable: la de Bin Laden. La fascinación yihadista se abrió camino en todo el mundo musulmán.

Asistimos en estos meses al derrumbe de los últimos títeres postcoloniales. Es dulce hacerse, desde la ciega Europa, idílicas imágenes de democracia que viene. Es mentira. En Egipto, como en Argelia o Túnez, se afrontan los únicos poderes reales en el mundo árabe: corruptos militares y virtuosos clérigos; ladrones consumados y asesinos en ciernes; corrupción o terror. ¿Europa? En la inopia. Y tan contenta.


ABC - Opinión

Crisis. La incógnita Rajoy. Por Juan Ramón Rallo

Rajoy pretende "arreglar" en dos años una economía que ya lleva cuatro años moribunda mediante unos parches que, con algo de presión teutona, el propio Zapatero podría llegar a suscribir.

En la cosmovisión dirigista, son los políticos quienes tienen que "arreglar" la economía; el mercado es caótico y sólo los omniscientes gobernantes son capaces de ponerlo en orden. Así, diríase que Zapatero sólo es responsable de la brutal crisis que padecemos por sus escasas dotes como capitán de navío; él, pobrecito, se ha encontrado con un marrón fruto de la desregulación y de la especulación financiera que, por su falta de pericia, ha sido incapaz de combatir.

Nadie ose, por tanto, señalar los dos problemas básicos de nuestra economía –su enorme endeudamiento y su estructura productiva abigarrada– y relacionarlos acto seguido con concretas actuaciones de nuestros políticos –el despilfarro de todas las administraciones, la ocupación de las cajas de ahorros, un mercado laboral encorsetado por los privilegios sindicales, unas pensiones públicas de reparto insostenibles, una política energética dedicada a contentar al ecologismo y a remunerar los servicios prestados por ciertos grupos empresariales, o un auxilio continuado a cajas y promotores para que no liquiden si millonario stock de inmuebles–, pues en tal caso habría que concluir que lo caótico no es el mercado libre, sino el mercado intervenido, y que la solución no pasa por "arreglar" la economía, sino por dejar de fustigarla.


No sé qué opinará Rajoy al respecto, más que nada porque su campaña electoral en materia económica pasa por que la ciudadanía ignore sus propuestas... si es que las tiene. De momento, se dedica a lanzar mensajes placebo con los que tratar de insuflar un irracional optimismo a los españoles. Al cabo, eso de que en dos años él será capaz de "arreglar" una economía emponzoñada por una década de intervencionismo fiscal y monetario no deja de ser una bravuconada que esperemos no se haya creído. Máxime cuando la fórmula mágica que aporta el líder popular apenas se aleja una micra del zapaterismo pauperizador.

Fíjense si no en los 10 puntos del programa de máximos del PP. En materia fiscal, bajar el IVA del sector turístico al 4%, reducir las cotizaciones sociales para los jóvenes, recuperar la desgravación para la compra de vivienda y disminuir cinco puntos el impuesto de sociedades para las pymes. Tanta confianza debe de tener Rajoy en el sector privado que todas sus propuestas tributarias pasan, no por aliviar la insufrible carga fiscal de los españoles, sino por utilizar los impuestos para dirigir al mercado hacia un punto determinada. En lugar de permitir que cada cual localice las mejores oportunidades de negocio –aprobando reducciones generales y enérgicas de impuestos–, Rajoy prefiere señalizarles dónde invertir: turismo, contratos juveniles, vivienda y pymes.

No se trata, desde luego, de una rebaja fiscal que quepa calificar de ambiciosa. Tal vez sea porque la combinación de un déficit público de 100.000 millones de euros y de la casi nula voluntad del PP para reducir el gasto, no les deja mucho margen. Rajoy sigue necesitando de nuestro dinero porque apenas se propone cerrar 4.000 entes públicos, privatizar las televisiones autonómicas y recomendar a las comunidades autónomas que clausuren sus embajadas en el extranjero. Y digo apenas porque nadie espere que estas positivas pero muy insuficientes medidas sirvan para eliminar nuestro gigantesco déficit público; en especial si, a la muy zapateriana manera, Rajoy pretende adoptar todas estas medidas mediante el consenso con los capitostes autonómicos. ¿Alguien se cree que los caciques socialistas, nacionalistas y populares renunciarán de buena manera a sus redes clientelares y altavoces propagandísticos?

Tampoco servirá de mucho, por cierto, que Rajoy propugne una ley de déficit cero: por conveniente que sea en otro contexto, en el actual el déficit público no desaparecerá por desear que desaparezca. Lo que es menester averiguar es dónde meterá de verdad Rajoy la tijera, si es que pretende hacerlo. ¿O es que acaso, al tiempo que rebajará algunos impuestos, tiene pensado exprimirnos subiendo todos los restantes?

Por último, en el capítulo de reformas estructurales el PP nos propone, atención, retrasar el cierre de Garoña, promover la unidad de mercado –signifique esto lo que signifique– e implantar un contrato de integración para inmigrantes. Al margen de que más que retrasar el cierre debiera permitir la apertura de nuevas centrales nucleares y poner fin al chiringuito de las renovables, o de que ahora mismo el problema de los españoles no sea tanto la inmigración como la emigración, ¿le han oído mencionar algo sobre la imprescindible reforma laboral? Debe de ser que Rajoy piensa o que el paro no constituye un problema para España o, peor, que el desempleo no guarda relación con la rigidez del mercado de trabajo.

En resumen: el líder popular pretende "arreglar" en dos años una economía que ya lleva cuatro años moribunda mediante unos parches que, con algo de presión teutona, el propio Zapatero podría llegar a suscribir. Puede que su no-programa económico sea la excrecencia táctica del no-discurso ideológico de Arriola, pero también puede ser que, en efecto, Rajoy sea un Zapatero-bis. Para un político que ha convertido la "recuperación de la confianza" en su único reclamo electoral no parece lo más inteligente. Entre otras cosas porque, qué quieren que les diga, nada puede generarme más desconfianza que darle carta blanca a un impredecible político con toques mesiánicos.


Libertad Digital - Opinión

La pelota egipcia. Por Ignacio Camacho

Sólo los islamistas poseen en el Egipto actual una organización cohesionada capaz de constituirse en alternativa.

QUIZÁ esos jóvenes airados y valerosos que desafían a los tanques en El Cairo acaben viendo el amanecer de libertad que no pudieron ver sus colegas de Teherán en 2009 o de Pekín veinte años atrás. O tal vez ese horizonte sea tan efímero como el que, también en Teherán, en el 69, sustituyó la tiranía del Sha por la de los barbudos ayatolláhs fanáticos del integrismo y la teocracia. Nadie lo sabe en estas horas inciertas en que Egipto, el corazón intelectual y demográfico del mundo árabe, se mueve entre las convulsiones alternativas de la revolución y del golpe de Estado. Sí sabemos que ya no hay vuelta atrás, y que o cae el régimen autoritario de Mubarak o permanece en medio de un baño de represión y de sangre. Y que la crisis política que ha estallado en el Mediterráneo sur es el punto de no retorno de un proceso crucial en el equilibrio del mundo que conocemos; un punto a partir del cual la comunidad árabe puede abrirse en cadena a esa democracia que siempre se ha mostrado conflictiva en el universo musulmán… o acelerar su tránsito hacia una islamización capaz de desestabilizar el orden internacional hasta una tensión límite.

A favor de la hipótesis pesimista se inclina el hecho objetivo de que sólo los islamistas poseen en el Egipto actual una organización cohesionada capaz de constituirse en alternativa de poder. Tienen un potente foco intelectual universitario, una tradición consolidada, un arraigo social y una fuerza política —los Hermanos Musulmanes— en condiciones inmediatas de articularse como polo de referencia. Junto a ellos, los jóvenes de la revuelta configuran un movimiento disperso y heterogéneo, canalizado por internet y las redes sociales y aglutinado sólo por el descontento y el anhelo de libertad. Su sueño es hermoso pero desarticulado: una revolución democrática inédita porque en el mundo árabe contemporáneo, como señalaba ayer el maestro Carrascal, la única revolución históricamente contrastada ha sido la revolución islámica. La que secuestra la libertad bajo el velo del fundamentalismo y la barbarie.

Con Israel a la expectativa, alarmado ante la posible caída de lo que considera su último muro de relativa contención estratégica, Occidente mira a Egipto desde la medrosa confusión de una disyuntiva moral. A un lado, la simpatía inevitable por la sacudida de una espontánea oleada democrática; al otro, la tentación utilitaria que aconsejaría respaldar el statu quocomo teoría del mal menor. En sus modalidades extremas, buenismo esperanzado contra pragmatismo escéptico. Y en medio, la nadería insustancial, el criterio paralítico de una Unión Europea incapaz de plantearse siquiera de qué lado le gustaría que cayese la pelota que está botando en los tejados cairotas.

Caiga para donde caiga, una cosa es segura: Mubarak, ese autócrata incompetente, rancio y ensimismado, no merece ser aliado de nadie.


ABC - Opinión

Rajoy. En dos años, todo "arreglado". Por José García Domínguez

Quizá engallado por los flashes, Rajoy, que es hombre del viejo paradigma, o sea varón aún ajeno a la sádica memoria de Google, ha "arreglado" la economía en dos años. Una tontería impropia.

Pierre Poujade, el Lenin de los tenderos en la Francia del existencialismo, cimentó su gloria efímera con un número que luego habrían de imitar todos los populistas que en el mundo han sido. Y es que para aquel mesías de las clases medias con tresillo de skay, la política económica resultaba un quehacer prosaico por pueril. Al punto de que el asunto se resumía en agarrar una lechuga y explicar al respetable público que, si le votaban, la noble hortaliza iba a bajar de precio en el acto; al tiempo, los salarios subirían y los impuestos serían derogados de facto; mientras tanto, los servicios estatales procederían a multiplicarse a imagen y semejanza de lo acontecido en su día con el célebre milagro de los panes y los peces.

Y ello merced a las virtudes telúricas de un único catalizador mágico: la universal confianza generada por su propia persona. Ni Marx, ni Keynes, ni Friedman, ni Stiglitz, pues. Con la varita del mago Houdini había más que de sobras con tal de poner orden en el cuadro macroeconómico de la República. Por cierto, es el poujadismo droga dura en la que siempre termina por caer una derecha tan pobre en defensas intelectuales como la que gastamos a este lado de los Pirineos. Don Mariano, sin ir más lejos, desoyendo la sabia máxima de que en boca cerrada no entran moscas, viene de cometer unas declaraciones en El Mundo que desprenden su inconfundible aroma.

Quizá engallado por los flashes, Rajoy, que es hombre del viejo paradigma, o sea varón aún ajeno a la sádica memoria de Google, ha "arreglado" la economía en dos años. Una tontería impropia. Y más si se repara en la indigencia argumental sobre la que trata de apuntalar semejante temeridad. Como muestra, un botón. Siempre fiel al Evangelio de Mateo –"que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda"–, pretende el de Pontevedra que, entre otras extravagancias, sobran los diecisiete defensores de la pedanía ahora asentados en sus respectivas ínsulas baratarias. Lástima que haya sido él mismo quien acaba de ratificar su muy perentoria necesidad en las sucesivas reformas estatutarias que han ido pasando por el Congreso. En fin, lo dicho, Poujade en estado puro.


Libertad Digital - Opinión

Una invitación al diálogo. Por Gabriel Elorriaga Pisarik

«Tomemos como referencia la evolución del federalismo alemán, por ejemplo. Es preciso un debate orientado a la búsqueda del mejor modelo para la gran mayoría».

HACE poco más de un año, Mariano Rajoy encomendó a FAES, la Fundación que preside José María Aznar, la realización de un conjunto de seminarios orientados a evaluar el funcionamiento de nuestro Estado autonómico. Es evidente que la singularidad constitucional y la litigiosidad de nuestro modelo de descentralización política causa alguna perplejidad a los observadores extranjeros, como también lo es que la opinión pública española alberga reservas crecientes sobre su eficacia. Aunque solo fuera por ambas cosas, la reflexión resultaba urgente y absolutamente imprescindible. Si algo llama poderosamente la atención en el debate territorial es el enorme esfuerzo que algunos ponen en discrepar con estruendo incluso de aquello con lo que están básicamente de acuerdo. A nadie se le oculta que la exacerbación de los sentimientos, la simplificación extrema de los argumentos y la descalificación del adversario son moneda común en nuestro debate político. Y la única forma de combatir esta penosa realidad es hablar con la mayor claridad a la hora de identificar con precisión los problemas, apuntar las soluciones, acotar las discrepancias y buscar sinceramente los acuerdos.

El Partido Popular ha sido y se considera artífice principal del Estado de las Autonomías. Es, en consecuencia, su más genuino defensor en el panorama político actual. Aznar ha sido el único presidente del Gobierno previamente curtido en su paso por una Comunidad. Poco después de llegar a la dirección del partido, su primer gran éxito político fue la firma con el gobierno socialista de los Pactos Autonómicos. Con ellos se puso fin a la desigualdad inicial del modelo mediante la ampliación de las competencias de las Comunidades llamadas «de vía lenta», haciendo así posible «un funcionamiento racionalizado y homogéneo del conjunto» e impulsando «un horizonte definitivo». El grueso de los acuerdos de 1992 fue llevado a la práctica bajo los gobiernos populares. Más del 70% de los recursos totales transferidos a las Comunidades Autónomas desde 1978 lo han sido entre 1996 y 2004.


El debate abierto en las últimas semanas es útil y necesario. Es el momento de reconocer las dificultades y de ofrecer alternativas. ¿Recentralizar? No es esa la cuestión. El esquema fundamental del Estado autonómico está ya configurado, y es plenamente válido. El Partido Popular siempre ha perseguido conciliar con eficacia la descentralización política con la unidad nacional; abrir espacio a las aspiraciones de singularidad sin merma de la solidaridad; articular las diferencias al tiempo que se proscriben los privilegios. Por eso, tras promover numerosas reformas estatutarias y llevar a cabo las mayores transferencias, impulsamos la aprobación de un modelo de financiación que garantizaba recursos suficientes y estables a las Comunidades; y también por esas mismas razones propusimos fortalecer los principios de cooperación y lealtad como pilares de un funcionamiento más armónico de todas las Administraciones. Todo este recorrido, sin duda complejo pero perfectamente posible, quedó en gran medida frustrado tras la llegada al gobierno del partido socialista en 2004.

Ahora, el «despertar reformista» de Zapatero le lleva a hablar en medios de comunicación extranjeros de la necesidad «de acabar con la burocracia causada por la descentralización», y no le falta razón. Y su vicepresidente responsable de la política territorial encarga informes para eliminar las duplicidades existentes, ahorrar gastos innecesarios, suprimir trámites redundantes y aumentar la coordinación entre las Administraciones. Y tampoco le falta razón, aunque dada su experiencia política posiblemente sea el menos indicado para decirlo y hacerlo. El Estado debe tener la responsabilidad exclusiva en las funciones públicas clásicas: política exterior, seguridad, defensa, justicia y política económica; y debe ser el garante de la igualdad jurídica y la solidaridad entre todos los españoles. Las CCAA son, básicamente, las administradoras del Estado del Bienestar, al tiempo que defensoras de sus propias singularidades. Cada cual debe ejercer plenamente sus funciones sin duplicidades ni interferencias innecesarias. La crisis económica nos ha hecho ver que el modelo español es necesariamente caro, pero justo es reconocer que ha resultado útil para articular una nación plural. Sólo nos lo podremos permitir si ponemos nuestro mejor esfuerzo en hacerlo funcionar con eficacia y austeridad máximas.

Alguno de los problemas más visibles puede ser abordado con rapidez mediante los acuerdos políticos y las reformas legislativas adecuadas. Garantizar la estabilidad presupuestaria de todas las Administraciones y la unidad de mercado son retos urgentes que admiten ese tipo de soluciones. Pero resulta inevitable reconocer que existen problemas de más calado. Ningún país con niveles de descentralización próximos al nuestro cuenta con un marco constitucional tan laxo e impreciso. En la actualidad parece mucho más sencillo, claro y seguro llevar a la Constitución el sistema de delimitación de responsabilidades, evitando así las duplicidades y reduciendo los conflictos. El procedimiento de atribución directa y explícita de competencias es el habitual en el Derecho comparado, no implica la necesidad de homogeneidad sino que exige el debate en común de las diferencias admisibles, y no cierra el paso a futuras reformas constitucionales que todos tienen la facultad de proponer.

La otra gran laguna en la actual regulación constitucional se sitúa en el plano de la financiación. Reforzar la estabilidad de las normas básicas de reparto de ingresos, mediante su constitucionalización, sería un claro avance. Es necesario trasladar a todas las administraciones la certeza de que los gastos generados por su acción de gobierno deberán ser atendidos con sus propios recursos. Mientras la cuantía de la financiación dependa de mayorías parlamentarias coyunturales, el incentivo para ejercer la mayor presión sobre el gobierno central será poderoso y los comportamientos financieramente irresponsables se repetirán una y otra vez. Y es preciso establecer mecanismos explícitos y transparentes de equidad. El debate sobre los límites a la solidaridad entre regiones es perfectamente legítimo, además de habitual en sistemas como el nuestro (lo estamos viendo en Alemania en estos días), pero exige la mayor claridad por parte de todos.

El progreso de las sociedades requiere la seguridad y la confianza que solo los países institucionalmente estables son capaces de proyectar. Sin embargo, no cabe pretender que un texto constitucional sea definitivo o intangible. La adaptabilidad de las constituciones, lejos de constituir un problema, es un valor esencial para garantizar su permanencia. Las más duraderas, las que internacionalmente obtienen un mayor respaldo ciudadano, son las que han sido capaces de ir introduciendo reformas parciales. La reforma, en definitiva, no es más que la prueba evidente de la capacidad de una sociedad viva para renovar sus pactos constituyentes, adaptándolos a las circunstancias cambiantes que el transcurso de la historia inevitablemente lleva aparejado. Por eso, cuando se habla de reforma constitucional —dadas las amplísimas mayorías que exige— se debe entender bien lo que se está sugiriendo. La propuesta de reforma es una oferta de diálogo, es una invitación al consenso.

No defiende hoy el Estado de las Autonomías quien lo lleva al borde del abismo financiero, ni tampoco los que pretenden refugiarse en el inmovilismo. En la España del siglo XXI sobran las descalificaciones apresuradas. Algunos, desde posiciones nacionalistas, se lanzan a embarrar el terreno de juego apenas perciben los primeros movimientos de sus adversarios; no es de recibo. Todo se puede hablar y hay que hablarlo; tomemos como referencia la evolución del federalismo alemán, por ejemplo. Es preciso un debate sereno, ordenado, inteligente, orientado a la búsqueda del mejor modelo para la gran mayoría. A ese digno propósito ha pretendido contribuir nuestro trabajo reciente en FAES.


ABC - Opinión

Masaje al líder

De la convención autonómica que el PSOE ha celebrado este fin de semana en Zaragoza se esperaba mucho más que las cuatro generalidades insustanciales con que ha sido despachada. Convocada para analizar y debatir los reajustes que necesita el Estado de las autonomías para hacer frente con mayor eficacia a la crisis, ahorrar en gasto público y favorecer la recuperación, la cita se quedó en otro mitin más de polideportivo, adobada para la ocasión con la sobreactuación de los barones socialistas en defensa del devaluado liderazgo de Zapatero. Una lástima porque se ha hurtado a los ciudadanos un debate necesario y oportuno como es el de las correcciones que requiere la organización autonómica del Estado para que sea más eficiente, elimine duplicidades y racionalice el gasto. Los dirigentes socialistas tenían, además, la obligación moral y la responsabilidad política de hacer autocrítica por el Estatuto de autonomía de Cataluña, que impulsaron con irresponsabilidad manifiesta más allá de los límites constitucionales. Cuando un partido político comete un error de tanto alcance y de tan hondo calado como éste, lo menos que le debe a la ciudadanía es un análisis honesto y una rectificación congruente. El congreso de Zaragoza habría sido una excelente ocasión para ello, y para concretar nítidamente las propuestas autonómicas del partido que aún gobierna España. Pero toda la pólvora se quemó en salvas en honor al líder. Lo demás ha sido una declaración con cuatro lugares comunes sobre coordinación autonómica que produce sonrojo por su elementalidad: calendario de vacunas, licencias de caza y pesca, crear centros universitarios conjuntos o conectar los servicios de información y gestión de datos de la Administración de Justicia. No se ha dicho nada del desbroce urgente de leyes, normas y decretos autonómicos que entorpecen el mercado único; y tampoco se ha reconocido que fue un error la supresión del techo de gasto de las comunidades. Por otra parte, los barones del PSOE que más se significan por su defensa de las competencias del Estado han defraudado las expectativas por no haber forzado un debate interno de mayor enjundia. Es verdad que la lamentable perspectiva electoral del partido no facilita precisamente la tarea de mojarse ante el electorado en un asunto tan espinoso. Pero la razón última es que el federalismo implacable de los socialistas catalanes sigue hipotecando el debate autonómico de todo el PSOE. No es casual que entre las recomendaciones aprobadas este fin de semana para incorporar al programa electoral figuren dos exigencias tajantes del PSC: la defensa del modelo federal y la bilateralidad de las comunidades con el Estado, figura retórica cuyo único propósito es elevar el rango de las relaciones de la Generalidad catalana con el Gobierno central. En este laberinto es en el que sigue el partido del Gobierno tras la desastrosa experiencia del Estatuto catalán, cuyas conclusiones aún no se ha atrevido a extraer. De lo que se deduce que el PSOE acudirá a las elecciones autonómicas como siempre: inmerso en esa espesa ambigüedad sobre el modelo de Estado que lo mismo le sirve para pactar con los independentistas catalanes que para llenarse la boca con la palabra España.

La Razón – Editorial

Cajas a ritmo de vértigo

Inyectar dinero público desde marzo es la única forma de aumentar la confianza en su solvencia.

La reforma de las cajas de ahorros se ha demorado durante más de dos años, a pesar de que muchas voces reclamaban un cambio urgente, conscientes de que la debilidad de las cajas iba a pesar gravemente sobre la solvencia del sistema bancario y, al fin y a la postre, sobre la fiabilidad de la deuda española. En los últimos dos años se ha cerrado un proceso de fusiones formales, que ha reducido el número de cajas de 40 a 17. Pero quedaba pendiente la operación principal: recapitalizar las entidades, lastradas por activos inmobiliarios muy dañados. El Gobierno, molesto por tanta pereza, ha establecido unas condiciones muy duras de recapitalización con el fin de despejar todas las dudas sobre la solidez bancaria española. Bancos y cajas tendrán que contar con un 8% de capital básico; las entidades que no coticen en Bolsa (cajas) deberán subir el porcentaje hasta un nivel de entre el 9% y el 10%, y las que no puedan cumplir el requisito de solvencia recibirán capital público en forma de acciones, para lo cual tendrán que convertirse en bancos. Es lo que se ha definido como "nacionalización", aunque conviene precisar que tiene una caducidad de cinco años.

Este plan de rescate merecía aplausos, por la decisión de acabar de una vez por todas con una historia interminable, y algunos reproches de mayor cuantía. El primero y más de fondo es que el deterioro de los balances de las cajas no se produjo de la noche a la mañana; fue avanzando bajo la mirada de las autoridades bancarias, que poco o nada hicieron para evitarlo, salvo las advertencias retóricas de rigor. Muy pocas cumplen hoy con los requisitos de capital básico del 8%. El Gobierno y el Banco de España merecen una segunda reconvención, que es la de no tener en cuenta que el mercado financiero no está en situación de facilitar capital fresco, y más para entidades comprometidas con prestamos dudosos (o mal precisados) en la burbuja inmobiliaria. Las condiciones oficialmente establecidas equivalían a una inyección obligada de capital público en casi todas las fusiones virtuales. Es un contrasentido suponer que los mercados, cuyas dificultades han contribuido a causar la crisis financiera, fueran a responder con capital para restaurar las condiciones de solvencia de las cajas.

Incluso cabía un tercer reproche, ahora innecesario, puesto que el Gobierno había aplazado hasta septiembre la aplicación de los procesos de recapitalización. Pero no tenía sentido que, conociendo la imposibilidad real de obtener recursos en el mercado, se sometiese a las cajas a ocho meses de búsqueda torturante de agua en un desierto. Parece que el Gobierno ha rectificado e iniciará la recapitalización con dinero público a partir de marzo. Es una buena decisión; la inyección de capital aumentará la credibilidad de las cajas en los mercados y atraerá capitales. La Caixa y Catalunya Caixa ya han anunciado su decisión de convertirse en bancos, prueba de que las cajas empiezan a entender la importancia del tiempo. El Gobierno y el Banco no tienen margen ya para más errores.


ABC – Editorial

Egipto: entre la autocracia corrupta y el islamismo

Egipto se debate entre dos escenarios muy insatisfactorios: o la pervivencia de un régimen corrupto y despótico o un golpe militar que, con el falso pretexto de la democracia, brinde el control del país al integrismo islámico.

Las manifestaciones que derribaron a la dictadura tunecina de Ben Alí se están extendiendo, con dispar éxito, por gran parte del mundo musulmán. En Jordania, Libia o Argelia han comenzado a aparecer ciertos brotes de revueltas que, de momento, sólo han conseguido arraigar con fuerza en Egipto.

Después de tres décadas, el régimen, gobernado con puño de hierro por el general Hosni Mubarak desde que en 1981 la facción más integrista del ejército asesinara a Anwar el-Sadat por reconocer la existencia de Israel y acercarse a Estados Unidos en detrimento de la URSS, comienza a resquebrajarse. Muy a su pesar, hasta el momento sólo ha logrado mantener el orden recurriendo a regañadientes a los militares. Y es que, si bien es cierto que los altos mandos de los militares, con el jefe de los servicios secretos y nuevo vicepresidente del país, Omar Suleilam, a la cabeza, son totalmente leales a la administración corrupta de Mubarak, los mandos intermedios se encuentran mucho más cercanos a las inquietudes de la ciudadanía y bien podrían aprovechar la ocasión para dar un golpe militar interno que acabara con Mubarak. No olvidemos que el nefasto Gamal Abdel Nasser era un simple coronel cuando derrocó a la monarquía egipcia en 1952.


Un golpe de los mandos intermedios probablemente conduciría a la convocatoria de elecciones democráticas en un clima de inestabilidad que, a diferencia de Túnez donde el integrismo tiene un peso mucho más reducido, conduciría a una victoria de los Hermanos Musulmanes, quienes vienen aguardando una oportunidad como ésta desde hace al menos dos décadas y están mucho mejor organizados que cualquier otro grupo de la oposición democrática. Los precedentes –en distintos grados: Irán, Argelia o incluso Gaza– no son desde luego alentadores en este sentido.

La caída de Egipto en manos de los islamistas sería una auténtica tragedia para Occidente, tanto desde un punto de vista económico –Egipto controla el canal de Suez– como político –el país tiene una enorme frontera con Israel, y Egipto es el responsable hasta ahora de controlar el rearme de Hamás, quienes en definitiva no son más que una facción de los Hermanos Musulmanes–. De hecho, las consecuencias de las meras revueltas sobre la seguridad de Israel ya están resultando bastante inquietantes: la policía egipcia ha tenido que retirarse de la frontera con Israel y al parecer Hamás y los Hermanos Musulmanes han comenzado a colaborar para capitalizar el liderazgo de la oposición al régimen.

El otro posible escenario a corto plazo es que la jugada de Mubarak tenga éxito: que el liderazgo de Suleilam –el general más prestigioso de Egipto con conexiones y buenas relaciones con todos los servicios secretos de Occidente– se consolide y logre contener tanto las legítimas aspiraciones de la oposición democrática como los intentos de los islamistas por controlar el país.

Egipto se debate, pues, entre dos escenarios muy insatisfactorios: o la pervivencia de un régimen corrupto y despótico o un golpe militar que, con el falso pretexto de la democracia, brinde el control del país al integrismo islámico. A medio plazo no parece muy viable que la oposición realmente democrática consiga conservar el poder frente al natural auge que experimentará el islamismo, aunque es evidente que esa sería la única solución deseable.

En cualquier caso, tengamos presente que el riesgo de contagio en toda la zona es muy grande y todo apunta a que a partir de este mes de enero nada será igual en el Magreb y en el conjunto del mundo musulmán. Esperemos que, al menos, la insostenible situación actual no degenere con virulencia.


Libertad Digital - Editorial

Comparación demagógica

Un nuevo pacto de La Moncloa habría exigido una predisposición a la generosidad y a la sinceridad que Zapatero no ha mostrado.

LA convención autonómica socialista llegó ayer a su punto crítico cuando Rodríguez Zapatero decidió arrogarse un papel crucial en la historia de España al anunciar que el acuerdo sobre las pensiones es el más importante desde los Pactos de La Moncloa de 1977. Es comprensible que en un acto de partido cuyo objetivo era cerrar filas y elevar la autoestima de un PSOE en horas bajas se lancen discursos demagógicos y poco realistas, pero de quien ostenta la presidencia del Gobierno se debería esperar más prevención hacia la sobreactuación. El acuerdo sobre las pensiones y la jubilación es relevante por sus consecuencias sobre la economía real de millones de trabajadores a medio y largo plazo. Es evidente que la estructura actual del sistema de pensiones tenía que ser reformada y que había que someter a revisión todos sus parámetros. Aunque la letra pequeña aún no se ha cerrado y será sometida a debate en el Congreso, nadie duda de que había que tomar medidas. Lo paradójico es el nuevo ejercicio de cinismo realizado ayer por el PSOE para justificar la necesidad del «gran pacto social» al invitar al Partido Popular a rubricarlo sin siquiera haber citado a Mariano Rajoy en la Moncloa para discutirlo.

En cualquier caso, el acuerdo no admite comparación con los Pactos de La Moncloa. Zapatero quiere legar al PSOE un discurso épico y patriótico a cuenta de la reforma laboral y las pensiones con el que recuperar imagen ante los electores. Pero un pacto de La Moncloa habría exigido una predisposición a la generosidad y a la sinceridad que Zapatero no ha mostrado hasta que la agonía política y la presión internacional lo han forzado. Durante estas dos legislaturas, la directriz de los pactos ha sido siempre la exclusión del PP y su sustitución por partidos nacionalistas y extremistas en los aspectos fundamentales de la política nacional: desde el terrorismo a las reformas estatutarias, pasando por la economía o la educación. Nunca Zapatero censuró lo que se dio en llamar «cordón sanitario» contra el PP. Y nunca se habría gestado un Pacto de La Moncloa con esta aversión constante de Zapatero a pactar lealmente con el principal partido de la oposición, el único que, junto con el PSOE, está en condiciones de gobernar España y de aplicar lo convenido con los sindicatos y empresarios. La Transición, los Pactos de La Moncloa y el consenso constituyente de 1978 se hicieron con mucha más grandeza política.

ABC - Editorial