viernes, 2 de septiembre de 2011

Liberadísimos. Por Alfonso Ussía

En la España de Alfonso XIII, de los primeros años de la Segunda República y del franquismo, el objetivo de todo español de ambiciones limitadas era el de convertirse en funcionario del Estado. Un trabajo asegurado para toda la vida sin excesivos problemas laborales. Hasta los grandes poetas y escritores aspiraron a ese modesto parnaso de la burguesía. El gran Ramón Gómez de la Serna, Ramón a secas en la Literatura, fue enchufado y admitido como funcionario en un ministerio. Pero le pudo la libertad crítica. No daba con un palo al agua y su jefe de negociado estaba de él y de sus vagancias hasta las narices. Un día le pidió que le redactara un informe acerca de la marcha de su sección. «La sección está al corriente/ y los papeles en regla./ Sólo me queda pendiente/ este bolo que me cuelga». Ramón dimitió después de entregar el informe y se largó al «Pombo». Otro escritor, grandísimo poeta satírico, don Manuel del Palacio, también sufrió durante su etapa de funcionario enchufado en el ministerio de Ultramar en pleno desastre del desmoronamiento colonial. Era el ministro el duque de Almodóvar del Río, bajito, dotado de una malísima leche, gruñón y estricto en el trabajo. El duque, Grande de España, decidió amortizar los enchufes anteriores a su mandato, y don Manuel del Palacio fue el primero en abandonar el Palacio de Santa Cruz. Pero se vengó del ministro: «Le llaman Grande y es chico;/ fue ministro porque sí;/ y en once meses y pico/ perdió a Cuba, a Puerto Rico,/ las Filipinas... y a mí». Y otros altos funcionarios, diplomáticos, se perdieron por su sentido del humor. Agustín de Foxá y Edgar Neville, principalmente. Así que Edgar fue destinado a Tegucigalpa, y aceptó el nombramiento con un telegrama muy lejano a las normas de la diplomacia. «Acepto honroso, pero ¿dónde coño está éso?».

Ingenio perdido. Hoy los funcionarios del Estado son unos honestos y cumplidores trabajadores expuestos a cualquier razón o sinrazón laboral. Aquella seguridad de antaño no lo es tanto hogaño. Esa seguridad la tienen en la actualidad los liberados sindicales. No es justo que los que trabajan para todos hayan perdido su inviolabilidad laboral, y los que no trabajan para nadie la disfruten con especial caradura. Los españoles no pagamos impuestos para mantener unos sindicatos de principios del siglo XX, con infraestructuras millonarias, que no pueden sostenerse con las cuotas de sus militantes y chulean al contribuyente con subvenciones constantes y sonantes. Los sindicatos no pueden seguir sangrando la economía de los hogares españoles para mantener una fuerza que en el fondo, es ficticia. Si UGT y CCOO vivieran de sus cuotas, no podrían ni pagar el recibo de la luz de los despachos de sus altos dirigentes. Y si quieren sostener a esas decenas de miles de liberados que no hacen nada, que los paguen ellos, no los españoles.

Esperanza Aguirre abrió la puerta de salida de los liberados en Madrid y María Dolores de Cospedal va a seguir sus pasos en Castilla-La Mancha. Europa camina en la defensa de los trabajadores mediante sindicatos independientes, gremiales y sin adherencias ideológicas. Los Gobiernos no pueden estar sometidos a un chantaje permanente que sólo se suaviza con subvenciones transferidas. Aquellos funcionarios, mejor o peor , trabajaban para el Estado, es decir, para todos. Los liberados sindicales nos tienen que explicar todavía qué hacen y por cuenta de quién. El siglo XXI demanda la existencia de sindicatos modernos, no anclados en las ideologías superadas.

Y libres, no sujetos a los impuestos de todos. Pues eso.


La Razón – Opinión

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