miércoles, 14 de septiembre de 2011

Barack y una primera dama. Por Carlos Alsina

Del árbol caído todo el mundo hace astillas. Ahora que Zapatero se va esfumando, reducido a sombra, ¡hasta Obama se atreve a atizarle a España! Valiente ingrato ha resultado ser el presidente planetario. Nadie ha recibido más invitaciones nuestras–ofrecimientos, súplicas– para que se dignara echar un par de tardes contemplando, a lo Clinton, bellos atardeceres en la Alhambra. A nadie le hemos hecho tanto la pelota para acabar recibiendo un sartenazo detrás de otro sólo porque recela, ya ves, de nuestra férrea estructura económica. Como diría Duran Lleida, ex futuro ministro de Exteriores, que se meta en sus asuntos este arrogante de Harvard. Con el paro desbocado en su país (nada menos que ¡la mitad! de la tasa de paro española) y habiendo llevado la nación al borde mismo de la suspensión de pagos (la infalible Standard and Poors hubo de ponerle en su sitio) se permite estigmatizar a España como socio más blando del vodevil en que se ha convertido la zona euro. Habráse visto. Es verdad que todo lo que dice Obama lo ha publicado antes Paul Krugman –el presidente es un gran arreglista del premio Nobel–, y que todo lo que dice Krugman ya lo hemos escuchado antes en Europa, pero hace dos años le hubiéramos declarado la guerra a los Estados Unidos por menos que esto.

A mí me cae bien Obama, pero descubrir a estas alturas que España es la presa más golosa es como sorprenderse de que Jackie Kennedy no fuera cándida y beatífica, sino asquerosamente humana. Con permiso de la Casa Blanca, el diagnóstico convencional del presidente me resulta menos estimulante que la vomitona que hace ¡cuarenta y siete años! descargó, en forma de entrevista, la viuda de JFK al historiador de cabecera de la casa, Arthur Schlesinger hijo. En aquella conversación, exhumada ahora cual Impuesto de Patrimonio, emerge la Jacqueline arpía, la víbora capaz de mentir sin despeinarse sobre su idílica vida conyugal mientras pone a caer de un burro a todas las celebridades políticas de la época. Tiene tela que defina a Martin Luther King como «un farsante» porque «mantenía citas con mujeres» cuando su marido no sólo mantenía las citas, sino a las mujeres. De Gaulle era un resentido, Churchill estaba gagá y Lyndon Johnson era un cáncer para América. «¿Puedes imaginar qué le sucedería al país si Lyndon fuera presidente?», le dijo una vez Jack muy preocupado. (Lo inimaginable acabó sucediendo y Johnson no sólo fue presidente, sino mejor presidente que JFK). Las esposas tampoco se libran del despelleje: Pat Nixon le parece «ridícula» y Lady Bird, «un perro de caza bien entrenado». Cabe concluir que la dulce viuda chismosa detestaba a medio mundo. De su lengua mordaz sólo se salva el difunto. Esta nueva Jackie me resulta más creíble que la otra, más como el común de los mortales, más como Bono. El Washington de Kennedy sería Camelot, pero ella no era Ginebra; era Morgana.

La Razón – Opinión

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