miércoles, 20 de julio de 2011

«Torrente» Por Alfonso Ussía

No acaba de convencerme el apodo de «Senador Torrente» al intolerable Casimiro Curbelo. Torrente es un tipo, y al cabo del tiempo, un mito. Es consecuencia del talento y sus películas podrán gustar o no, pero están perfectamente realizadas. Además, por tener todos un poco de Torrente, el policía de Santiago Segura cae bien a la mayoría. Y este Camisiro es inaceptable. Mi enhorabuena de verdad a Elena Valenciano que ha asumido el despropósito con una contundencia y valentía dignas del reconocimiento público.

Con independencia de las groserías que dedicó este senador desnortado a los agentes del orden, lo más abyecto de su actitud es la compañía filial en la práctica del puterío. Es cierto que Torrente y su padre, interpretado por el gran Toni Leblanc, comparten las mismas inclinaciones golfas, pero lo hacen con la gracia especial de los imposibles. Con los hijos se puede ir a todas partes, menos de puticlús. Dice don Casimiro que dimite de su escaño senatorial porque quiere demostrar su inocencia sin el privilegio que supone ser aforado. Vale. Pero no es así. Dimite porque no tiene otra salida, y lo hace tarde y con deshonor. Curbelo tendría que haber enviado su carta de dimisión desde la comisaría, inmediatamente después de ser detenido por su falta de urbanidad, su falta de educación, su falta de ética y su falta de estética. El niño, según el atestado policial, se cachondeó de un policía municipal de aspecto magrebí que «hablaba gangoso y era un maldito moro». La educación recibida.


No hay ñoñería en mi escrito. Curbelo está en su derecho a buscar el amor como mejor le plazca. Bueno, lo del amor es una fantasía. A buscar el placer y el desahogo capitalino en el local que elija y más le satisfaga. Pero respetando a las profesionales que allí trabajan –un trabajo infinitamente más duro que el del senador–, y manteniendo la dignidad que su situación pública le exige. La cadena de improperios, insultos, descalificaciones y faltas al respeto recogidos en el atestado policial dice mucho de la ínfima calidad del senador. Llevar a su hijo de putilinguis, lo dice todo. En la vida de todo ser humano hay esquinas escondidas y aristas desagradables. Cuando se mete la pata de manera tan soez y rotunda, no queda otra amnistía que la humildad de la aceptación. «Señores, me he equivocado gravemente, he actuado con indignidad y me voy a mi casa. Espero que me perdonen mis electores». Esta reacción podría haber amortiguado los desprecios. Pero no supo instalarse en la sensatez. Se cubrió con la armadura de los prepotentes y los poderosos que no han asumido el poder. Amenazó a los agentes del orden después de insultarlos con una zafiedad insuperable. Y se fue con el hijo de la mano a la comisaría a seguir con sus mandangas. Estéticamente, es mucho más placentera la compañía de un padre y de un hijo en una comisaría que en un bar dedicado al más viejo menester de la humanidad. Ahí sobrevuela una inmundicia social de difícil superación.

No es, por lo tanto, ni Torrente ni nada que se le parezca. Torrente es una genialidad que ha salvado los números del cine español. La Ceja abomina de Santiago Segura porque les ha dado una lección de talento, eso que tan angustiosamente falla en nuestra industria subvencionada por todos. Torrente desarrolla un humor desbordado y desbordante, sucio y sutil al mismo tiempo. Don Casimiro tiene de Torrente sólo lo peor, lo superficial. Eso, la grosería supina. No ha estado a la altura y lo han echado. El gesto de dimitir se lo debe a otros. Y lo del hijo...¡cáscaras!


La Razón - Opinión

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