jueves, 23 de junio de 2011

Impresiones de un observador atónito. Por Fernándo Fernández

Más allá de la crisis económica y política hay una crisis institucional. España se enfrenta a su segundo noventa y ocho.

CADA día tengo más dificultades para entender lo que pasa en España. Un país con cinco millones de parados en el que el salario medio crece un 2,9 por ciento cuando la inflación media del año fue apenas 1,8 por ciento, con lo que los españoles que mantuvimos el empleo mejoramos nuestra capacidad adquisitiva a costa de los desempleados. Un país donde el Gobierno avanza una reforma de la negociación colectiva completamente insuficiente y la saca adelante gracias a la ruptura de la unidad del mercado de trabajo español y la consolidación del marco autonómico de relaciones laborales. Todo un triunfo de la eficiencia y un paso adelante hacia la flexibilidad del mercado de trabajo; una gran noticia para el diferencial de la deuda. Un país donde hemos convertido la salida a Bolsa de Bankia en un órdago a los mercados, y empeñados en demostrar que España no es Grecia corremos el riesgo de acabar escaldados si los inversores se retraen o exigen descuentos tan altos que muchas otras cajas en lista de espera se sienten empujadas al rescate del FROB. Aunque, bien pensado, quizá se trata de eso, de que el Gobierno tenga las manos libres para cerrar Cajas, como le pide el último informe del FMI, calificado de extraordinariamente positivo por la vicepresidenta Salgado en una muestra de profundo desconocimiento del lenguaje habitual de esta institución. Un país, en suma, que sigue empeñado en negar la realidad, que se pretende solidario y se afana en proteger derechos adquiridos y rentas de monopolio y donde la defensa de los intereses electorales de unos pocos se disfraza de supremacía de la democracia sobre los mercados.

Ahora que llega el verano y muchos españoles se disponen a viajar al extranjero para aprender esos idiomas que les niega el sistema educativo, sería deseable que muchos de nuestros políticos aprovecharan para darse una vuelta por el mundo, con el permiso de nuestro déficit de cuenta corriente, y preguntaran discreta pero decididamente cómo nos ven por ahí. Les recomiendo que se dejen el patriotismo en casa y que hagan buen acopio de su tranquilizante favorito. La imagen de España se ha deteriorado tanto que resulta ya irreconocible ese país que tanto y tan bien sorprendió en 1986 a la entrada en la Unión Europea y luego en 1996, cuando se la jugó a la carta del euro. La época de los nuevos conquistadores ha dado paso a la de los vagos del sur. Ambas imágenes son injustas, pero no me negarán que tienen un trasfondo de acierto. La diferencia que va desde la satisfacción por el trabajo bien hecho y la obsesión por cumplir los compromisos al gratis total y el todo es discutible como práctica política. El abismo que separa a un país orgulloso de sus logros de otro simplemente indignado, pero incapaz de superar sus complejos.

Porque más allá de la crisis económica y política hay una crisis institucional. España se enfrenta a su segundo noventa y ocho. El mito europeísta se ha derrumbado. Hasta ahora, el malestar social y ciudadano se ha cebado en los sospechosos habituales —el FMI, los políticos y los banqueros—, pero ya empieza a trasmutar en populismo disfrazado de la retórica habitual: no a la Europa de los mercaderes. El genio ha salido de la botella y hace falta un hecho catárquico que lo encorsete. Ese es precisamente el poder demiúrgico de unas elecciones en una democracia: que devuelven la legitimidad a quien le corresponde. Y con ella, la responsabilidad para poner fin al auto sacramental en que parece haberse convertido la acción del Ejecutivo.


ABC - Opinión

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