domingo, 3 de abril de 2011

Epílogo y agonía del Zapaterismo. Por Ignacio Camacho

«La buena noticia es que se va; la mala, que no se va todavía. Con su renuncia aplazada, recibida por los suyos con un desapego glacial, Zapatero abre un vacío de poder y convierte al país entero en rehén de su crisis de autoridad política»

LO más llamativo fue el desapego. La gelidez emocional, el glacial desafecto con que la dirigencia socialista recibió el anuncio que llevaba meses esperando. No hubo un solo ademán de disimulo, ni un gesto de compasión retórica, ni un leve lamento postizo, ni mucho menos una ritual exhortación a la permanencia; sólo un alivio patente, denso, casi corpóreo, como si las palabras del presidente hubiesen desatornillado una válvula por la que se escapase la presión colectiva acumulada en muchas lunas de desasosiego. Nadie expresó un atisbo de pesar ni dio lugar siquiera por cortesía o por delicadeza a una sospecha de aflicción o de desconsuelo; la consigna del «respeto» a la decisión del líder apenas disfrazaba la manifiesta evidencia de una satisfacción mal enmascarada.

Esa indiferencia desabrida, esa cruel, ingrata distancia emotiva de la nomenclatura socialista hacia quien hasta hace bien poco era su líder mesiánico, su gurú mesmérico, convierte desde ayer a José Luis Rodríguez Zapatero en un gobernante fantasmal encerrado en la burbuja de un vacío de poder. Su segundo mandato concluyó de facto a las diez y media de la mañana del sábado, en el momento mismo en que, en medio de un silencio sideral, dio a conocer su voluntad de no repetir candidatura y abrió un proceso de sucesión electiva. A las diez y treinta y un minutos, apenas formulada su renuncia diferida, cumplida la expectativa de revelación en el Sinaí del comité federal, era ya un presidente interino. Lo hubiera sido en cualquier caso a partir del instante en que despejó la incógnita sobre su futuro, pero la ausencia de una mínima empatía sentimental entre los suyos y la sensación explícita de fin de ciclo abocan el resto de la legislatura a un agónico intermezzode liderazgo flotante, bicefalia latente y confrontación intestina. Y su decisión de agotar los plazos de poder transfiere hacia la totalidad de la nación lo que hasta ahora constituía un problema de partido.


Quedan más de 300 días hasta marzo de 2012. Una eternidad en el volátil tempode la política española, condenada desde ayer a una provisionalidad suspensoria. No tanto por la autolimitación efectiva del presidente como por su manifiesta carencia de liderazgo estratégico y su palmaria falta de respaldo interno. Cuando Aznar se puso fecha de caducidad a sí mismo contaba con mayoría absoluta parlamentaria, una adhesión incondicional de la militancia y un control incontestable de los resortes de poder, que mantuvo incluso durante el período de tránsito en funciones. Aun así, recibió críticas fundadas a sus evidentes síntomas de autismo. Zapatero es en cambio un gobernante amortizado por sus propios electores y repudiado por sus cuadros de dirigencia. El más reciente y descomunal de sus errores, la contumaz minusvaloración de la crisis económica que arrasaba el tejido productivo español hasta arrastrarlo a una sima social, ha sometido su figura a un desgaste abrasivo que lo ha convertido en pocos meses —datos del CIS— en el presidente peor valorado de la democracia, con índices de popularidad inferiores a los de Aznar durante la guerra de Irak y a los de González bajo el huracán simultáneo de la corrupción y los crímenes de Estado.

La precipitada reconversión de sus políticas proteccionistas en un ajuste forzado por la amenaza de quiebra ha sembrado la irritación en el cuerpo electoral; no tiene credibilidad entre los ciudadanos y constituye un lastre para su propia causa. Su decisión de hacer pública por anticipado la renuncia a la candidatura obedece al clamor de un partido agobiado por la carga que le supone acudir a las elecciones autonómicas y locales bajo el patronazgo de un líder caído en desgracia. El anuncio de ayer contribuirá sin duda a rebajar ese estado de desesperanza entre los suyos, pero la voluntad de permanecer en su puesto hasta el final y agotar el mandato aferrado a la nada convierte al país entero en rehén de su crisis de autoridad política. Y lejos de suponer un gesto de generosidad personal, establece una prioridad diáfana del patriotismo de partido frente al patriotismo de patria; es decir, de los intereses sectarios frente al sentido de Estado.

Esa ha sido precisamente una característica esencial de todo el ciclo zapaterista. Sus proyectos angulares —la negociación con ETA, la reforma subvertida del modelo territorial, las leyes de ingeniería social y civil y la convocatoria de los demonios familiares de la guerra al amparo de la memoria histórica— obedecen a un mismo impulso de fraccionamiento ideológico que ha despreciado a sectores cruciales de la sociedad española y ha roto la mayoría de los consensos básicos de la Transición que sirvieron para refundar la convivencia democrática. Combinado con el concepto posmoderno de la democracia instantánea, es decir, la política gestual y de inspiración demoscópica y el cortoplacismo táctico, ese designio rupturista ha dominado una acción de gobierno centrada en el propósito de consolidar una hegemonía banderiza en detrimento del interés de Estado. Y su fracaso final, que comenzó a fraguarse poco después del triunfo en las elecciones de 2008, se debe a la falta de competencia, solidez y experiencia para hacer frente a una crisis estructural de gran alcance que superaba el estilo de oportunismo maniobrero para imponer la necesidad de un compromiso nacional con visión panorámica, capacidad de renuncia y liderazgo estratégico.

El frágil espíritu de liviandad política que constituye la esencia del zapaterismo gravita sobre el incierto epílogo abierto ayer con la expectativa sucesoria. El discurso del presidente saliente representó una nueva entrega de su voluntarismo iluminado, de ese infantil optimismo negacionista capaz de dibujar la realidad ilusoria de un país en recuperación pese a las evidencias de estancamiento y al desolador panorama de de-sempleo y zozobra financiera. Agarrado a esa ficción transparente, Zapatero disfraza a conveniencia un horizonte inquietante en el que pretende seguir gobernando España sin potestas ni auctoritas, sin capacidad de convicción moral ni poder efectivo. Por más que constituyan un impecable procedimiento democrático, las primarias socialistas sacudirán la escena pública con todo su ruido de convulsión fratricida en una coyuntura extremadamente ino-portuna, y abocarán después a una inevitable bicefalia en la que el presidente titular perderá toda capacidad de referencia jerárquica y quedará imposibilitado para dirigir el país con un mínimo de peso específico. Sin la razonable disolución anticipada del Parlamento y la consiguiente convocatoria de elecciones, lo que espera es un año terminal de estertores y de política catatónica sometida a una estéril respiración asistida. Para aliviar en parte —sólo en parte— los problemas inmediatos del PSOE, un gobernante expulsado de hecho por sus propios compañeros se dispone a dilatar el desenlace durante once meses de moribundia. Y ni siquiera le ha quedado el consuelo de una magra comprensión o de un piadoso amparo cosmético: como Adolfo Suárez hace treinta años, lo único que escuchó ayer, en su ceremonial de inmolación ante su gente, fue el sordo rumor de un hondo suspiro de alivio.


ABC - Opinión

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