miércoles, 23 de marzo de 2011

Todos en sus puestos

ENCABEZAMIENTO

Faltó poco para que el Congreso respaldara casi por asentimiento la intervención de España en la guerra de Libia. Fue tal el grado de coincidencia con la decisión adoptada por el Gobierno que sólo Gaspar Llamazares puso la nota discordante, aunque desde la tribuna de invitados se corearon tenues gritos de «No a la guerra». De los 340 diputados asistentes sólo tres votaron en contra y uno se abstuvo, aunque por error. El aval político es concluyente. Todos los grupos habían sido informados durante el fin de semana y la predisposición era casi absoluta. Una actitud coherente con el desarrollo de los acontecimientos y las circunstancias que atraviesa el país africano. Zapatero expuso argumentos conocidos e insistió, aunque sin mencionarla, en marcar diferencias con la guerra de Irak cuando subrayó que la misión está «anclada en su legalidad y su legitimidad». Mariano Rajoy cumplió con responsabilidad el deber de respaldar al Gobierno y a los aliados en una operación para evitar el exterminio de la oposición civil libia. El PP, con Aznar, primero, y ahora con Rajoy, ha demostrado un encomiable sentido de Estado en política exterior, lo que no puede decirse del PSOE, que ha pasado del «no» al «sí» a la guerra sin trauma alguno. Debemos, por tanto, elogiar la seriedad de Rajoy y también de Duran Lleida, que apoyó la posición española en Libia con una intervención sólida. Esta práctica unanimidad no significa que la actuación aliada en Libia no merezca reparos. La campaña está pivotando sobre un exceso de contradicciones, confusión y opacidad que no favorece su crédito ante la opinión pública. La aplicación de la resolución 1.973 no es precisamente estricta y bajo el paraguas de imponer una zona de exclusión aérea se están atacando toda clase de objetivos que, por cierto, no se identifican y permanecen en una nebulosa. Otro ejemplo de este desconcierto son las disensiones sobre el futuro de Gadafi. Como ejemplo, Zapatero confirmó en el Congreso que el objetivo no es acabar con el dictador, cuando dijo exactamente lo contrario el pasado viernes en presencia del secretario general de la ONU. Si se ha actuado por los crímenes del dictador contra el pueblo, qué sentido tiene que se le permita seguir en el poder. Que se garantice así la impunidad de sus asesinatos resulta inexplicable. Como también nos parece censurable que los aliados se enreden en un rifirrafe sobre quién ejerce el mando de la operación. Ofrecen un espectáculo poco edificante que carga de razones a quienes piensan que los intereses económicos y geoestratégicos de las potencias pesan más que los derechos humanos. La pésima experiencia de la posguerra iraquí justifica la duda que Rajoy expresó ayer en el debate sobre si está planeada ya una «estrategia de salida». Parece que no, porque no existen ni plazos ni fechas ni objetivos de futuro. Sin duda, cualquier escenario que no concluya con la caída de Gadafi y el desmantelamiento de su dictadura será un fracaso. El Gobierno y los principales partidos del país han estado en su sitio. Nos queda, sin embargo, la sensación de que la comunidad internacional anda casi a ciegas y a trompicones en este conflicto bélico.

La Razón - Editorial

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