sábado, 5 de febrero de 2011

Pacto de Competitividad. Un traje a medida de Alemania. Por Emilio J. González

Aunque buena parte del contenido del Pacto por la Competitividad es tan sensato como necesario, Merkel debería retirar aquellas propuestas relacionadas directamente con los intereses particulares de alemanes y franceses.

La canciller alemana, Angela Merkel, apoyada por el presidente francés, Nicolas Sarkozy, ha propuesto un Pacto por la Competitividad para, dicen, evitar que en el futuro se produzcan nuevas crisis como las que ahora amenazan la continuidad del euro, a cambio del visto bueno germano a la ampliación del fondo de rescate europeo. Sobre el papel, una buena parte de la propuesta tiene su lógica, teniendo en cuenta las exigencias y restricciones de una unión monetaria y de la economía globalizada en que vivimos. Que cuente, además, con el respaldo de las dos grandes naciones del euro le confiere, además, una pátina de credibilidad muy importante porque cuando el eje franco-alemán funciona, el proceso de integración europea avanza. Sin embargo, el contenido del pacto y la forma elegida para sacarlo adelante constituyen la semilla de su fracaso.

El problema no reside, ni mucho menos, en la exigencia germana de desvincular los incrementos salariales de la inflación para ligarlos a las mejoras de productividad. Alemania lo ha hecho y está saliendo de esta crisis con una fortaleza que no se le conocía desde antes de la reunificación. Además, para países como España, que llevan años perdiendo competitividad, la única forma de recuperarla es a través de esa moderación salarial, puesto que, al ser miembros del euro, ya no podemos devaluar. Les guste o no a nuestros gobernantes y a nuestros sindicatos, esa es la receta que tenemos que aplicar mientras no consigamos incrementar nuestra productividad, porque, en circunstancias como las actuales, seguir vinculando la revisión anual de la retribución de los trabajadores a la evolución de los precios de consumo es abrir las puertas de par en par a la inflación, a nuevas pérdidas de competitividad y a la imposibilidad de reducir el paro. El problema tampoco estriba en la reforma de las pensiones que quiere imponer Merkel. Ésta es necesaria no sólo por lo difícil que resulta pedir a los alemanes que sean solidarios mientras los griegos se jubilan con 60 años, sino porque, como vienen advirtiendo desde hace años los organismos internacionales y el propio BCE, los sistemas de pensiones actuales son inviables en una Europa caracterizada por el envejecimiento progresivo de su población, lo cual va a plantear graves problemas presupuestarios.


Los problemas del Pacto por la Competitividad, por el contrario, son de naturaleza institucional. En primer lugar, el pacto, tal y como se está planteando en estos momentos, implica cometer el mismo error en que se incurrió en su momento con el Pacto de Estabilidad, esto es, crear reglas en lugar de instituciones. Las reglas funcionan cuando todos están de acuerdo en seguirlas, o cuando hay una autoridad con capacidad para imponer su cumplimiento. En este caso, no se da ni lo uno, ni lo otro. Los países del euro a quienes no les gusta la propuesta alemana pueden optar por aprobarla para que los germanos amplíen el fondo de rescate y después hacer la guerra por su cuenta porque un pacto por sí solo no es una garantía de la voluntad de cumplirlo. Alemania lo dejó muy claro cuando ella misma incumplió el Pacto de Estabilidad cuando le convino, a pesar de que fue ella misma quien se lo impuso al resto de países del euro. Por tanto, la única forma de conseguir que el Pacto por la Competitividad se respete es mediante la existencia de una autoridad, que podría ser la propia Comisión Europea, que imponga a todos su cumplimiento. Sin embargo, como ello requiere investir a Bruselas de ese poder, y esa decisión sólo se puede tomar en un Consejo Europeo por unanimidad, puede volver a ocurrir lo mismo que cuando se ha tratado de imponer normas de disciplina financiera y fiscal para los países que tengan que acudir a las ayudas del fondo de rescate europeo, esto es, que se apruebe un sistema de preavisos y demoras que, al final, se traduzca en una relajación del pacto. Si hubiera una institución con capacidad de imponer las medidas y la disciplina que promueve Merkel, así como otras que pudieran ser necesarias en el futuro para el buen funcionamiento de la moneda única, las cosas serían distintas; pero eso implicaría dar un importante paso hacia el gobierno económico del euro, que es algo que ni la propia Alemania desea porque perdería el poder que ostenta en estos momentos dentro de la unión monetaria europea, al tiempo que podría verse obligada a aceptar imposiciones de otros países contrarias a sus intereses.

Lo más grave, sin embargo, es que Alemania, como país hegemónico del euro, ayudada por Francia, la segunda economía más importante de la unión monetaria europea, no sólo quiere imponer al resto de los países de la eurozona una política ortodoxa que a éstos no les gusta, y mucho menos por lo que implica de pérdida de soberanía ‘de facto’, sino que ambas naciones también pretenden imponer al resto una parte de su modelo económico y fiscal, y eso ya es harina de otro costal. El quid de la cuestión está en el impuesto de sociedades, que los alemanes quieren armonizarlo al alza. Los irlandeses se niegan porque dicen, con razón, que el tipo impositivo tan bajo que aplican a los beneficios empresariales les ha permitido desarrollarse tanto como lo han hecho en los últimos 25 años. Además, los problemas presupuestarios de Irlanda no se deben a que el impuesto de sociedades sea bajo, sino al error de garantizar los depósitos y la solvencia de unos bancos demasiado grandes para una economía tan pequeña; al contrario de lo que sucede en España, donde el problema es un gasto público excesivo para la capacidad real del sistema tributario español y de la economía que lo sustenta. Alemania y Francia, sin embargo, tienen modelos hacendísticos basados en impuestos altos con los que financiar gastos elevados que no aguantan la competencia fiscal de quien apuesta por la reducción de la carga impositiva para impulsar su desarrollo económico. Y como ambos países no quieren modificar sus sistemas, ni asumir los costes políticos que dicha reforma conllevaría, ahora pretenden aprovechar la oportunidad para imponer sus esquemas fiscales a los demás, lo cual constituye un doble problema. En primer lugar, porque la fiscalidad es uno de los pocos ámbitos en que aún se mantiene la regla de la unanimidad para aprobar cualquier decisión. En segundo término, porque, al final, los países hegemónicos del euro quieren imponer sus intereses a los demás y la historia de las anteriores uniones monetarias que han tenido lugar en Europa demuestra que cuando esto sucede, la unión monetaria acaba por romperse. La apuesta de Merkel, por tanto, es muy delicada.

Merkel, sin embargo, cree que puede echar un pulso al resto de países del euro con la amenaza velada de que o aceptan sus condiciones o no hay ayudas en caso de dificultades y que cada cual se las componga como pueda. La canciller alemana, sin embargo, debería medir muy bien sus fuerzas porque los países con problemas siempre pueden presionar con la amenaza de una quiebra que tendría implicaciones posiblemente ruinosas para la propia Alemania. Por ello, aunque buena parte del contenido del Pacto por la Competitividad es tan sensato como necesario, Merkel debería retirar aquellas propuestas relacionadas directamente con los intereses particulares de alemanes y franceses. Es, posiblemente, la única forma de que su propuesta salga adelante. Si Merkel quiere que los demás europeos compren sus trajes, éstos no pueden estar hechos exclusivamente a la medida de Alemania, porque las de los demás países son distintas.


Libertad Digital - Opinión

1 comentarios:

tema aparte dijo...

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