viernes, 4 de febrero de 2011

Crisis. Un modelo sindical agotado. Por Jorge Vilches

¿Por qué una decisión política tiene que pasar por el tamiz de unos "sindicatos de clase" sin representatividad real? ¿No ha sido suficiente el fracaso de la huelga general del 29-S para demostrar que carecen del mínimo apoyo social exigible?

Uno de los elementos de la Transición fue el considerar que los sindicatos tenían un papel imprescindible en las decisiones económicas del país. El país adaptaba a la nueva situación el embrión de Estado del bienestar desarrollado durante el franquismo, y asumía la fórmula de la Europa continental basada en la concertación social, en los grandes pactos nacionales entre empresarios y trabajadores con el Estado como árbitro.

Mientras en España el sindicato vertical franquista agonizaba, en el resto de Europa los sindicatos y las patronales establecían los salarios no sólo en función de la inflación, sino también de la productividad. El resultado fue la reconstrucción de una Europa destruida por la guerra sobre la base de la mejora de la competitividad, un objetivo al que aspiraban todos, tanto empleados como empleadores.

Las tasas de desempleo en 1970 comparadas con las actuales eran de risa: entre un máximo del 4,9% en Italia al 0,6% en la República Federal Alemana. La tasa española era entonces del 1,5% de la población activa. Y a pesar de que fue subiendo el paro lentamente, el prestigio de la negociación colectiva de ámbito nacional en los años setenta siguió siendo muy grande.


En consecuencia, pareció una buena idea sumar la economía española a ese modelo de concertación social. Claro que entonces, en 1978, la densidad sindical –es decir, el porcentaje de trabajadores afiliados a un sindicato– era del 56%, esto es, más de la mitad de los empleados españoles pertenecían a un sindicato. Las razones pueden ser múltiples: la inercia del obligatorio sindicalismo vertical, y la politización de la sociedad durante esos años, unido al proyecto de transformación social que atesoraban sindicatos fuertemente ideologizados.

Todo se basaba en la idea de una sociedad dividida en clases sociales, en la que el sindicato era el portavoz del proletariado, y la patronal el de la clase capitalista. La lucha de clases se desarrollaba así: los sindicatos de clase avanzando hacia la sociedad socialista, mientras los patronos resistían como podían. El derecho de propiedad y el capitalismo eran puestos en cuestión, y se negociaba, se decía entonces, para mantener "la paz social". La revolución quedaba aplazada.

La vida se hizo muy complicada, y el desempleo en España superó el 20% y, a la par, la sindicación bajó al 13% en 1986. La recuperación gracias a la Unión Europea y al Gobierno del PP entre 1996 y 2000 cambió la realidad española. Ya no estaba en cuestión ni el derecho de propiedad, ni las libertades económicas, ni siquiera el capitalismo como la fórmula económica que mejor procura el progreso individual y colectivo. Sin embargo, el modelo de concertación social ha quedado anclado en los parámetros de los años 70.

Los sindicatos UGT y CCOO se siguen presentando como los únicos representantes de la "clase trabajadora", cuando este concepto ha sido sepultado por el tiempo, la sociedad y las ciencias sociales. La representatividad de los sindicatos es muy inferior a la que tenían en 1978 porque el número de afiliados ha descendido, así como su credibilidad ante los españoles si nos fiamos de las encuestas.

En consecuencia, es muy cuestionable la legitimidad que esos dos "agentes sociales", al igual que la patronal, puedan tener para establecer los criterios del sistema de pensiones. ¿Por qué una decisión política tiene que pasar por el tamiz de unos "sindicatos de clase" sin representatividad real? ¿No ha sido suficiente el fracaso de la huelga general del 29-S para demostrar que carecen del mínimo apoyo social exigible?

Nos hemos aferrado a un modelo antiguo, muy pasado, en el que ya sólo creen los que salen en la foto tras el acuerdo, cogidos de la mano, con sueldos, contratos y jubilaciones blindadas.


Libertad Digital - Opinión

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