viernes, 4 de febrero de 2011

Lovna y el orgullo. Por Hermann Tertsch

Las torturas a presos, el aparato policial corrupto, el desprecio y la represión, todo entra dentro de la lucha por el poder.

«MI hija no sabe ya qué pensar. No entiende que miles de personas se pegan y golpean salvajemente en la televisión en sitios del centro de El Cairo que reconoce y que, cuando se pone a llorar, yo le diga que es para que vivamos en un Egipto más feliz». No entiende y pregunta, ¿pero son todos egipcios? La pequeña Lovna, a sus ocho años, que no sabe si creer a su joven padre, Hani, es uno de los muchos millones de egipcios compungidos por unas imágenes que jamás pensaron habrían de ver. Una guerra contra el enemigo íntimo nacional, que es Israel más allá de todos los Tratados de Camp David posibles, era pensable. También lo era una guerra con cualquiera de los vecinos, países fracasados y siempre celosos de la grandeza y el liderazgo histórico natural de Egipto en el mundo árabe. Pero la mera idea de un enfrentamiento civil entre egipcios era inimaginable. Egipto tiene el orgullo patriótico profundo de nación antigua que muchas creen poder improvisar o impostar y que otras han olvidado o dejado morir. Saben de sus raíces en triunfos y adversidades, conocen a sus ancestros y los honran y se sienten parte de un cuerpo continuo en su territorio y en la historia, con cuyo presente y destino mantienen un compromiso íntimo. Habrá quien sonría si se habla del Egipto de los faraones y el actual. Lo cierto es que desde hace cinco mil años apenas ha cambiado de fronteras. Es difícil explicar esto en España donde la historia se reinventa de una legislatura a otra, los hechos son opinables y la nación «negociable y negociada» por quien jura defenderla. Hay naciones que se respetan y la egipcia es una de ellas.

Es posible que el pecado de Hosni Mubarak de provocar el asalto de sus partidarios contra sus adversarios, sea el único que jamás le perdonen sus conciudadanos. Las torturas a los presos, el aparato policial corrupto y cruel, el desprecio y la represión, todo entra dentro de lo que puede considerarse la lucha por el poder que, especialmente en esta región del mundo, siempre se ha dirimido por parecidos cauces. Hasta la represión pura y dura por parte de la policía uniformada se habría incluido en el capítulo de pecados lógicos del gobernante. No así lo sucedido. Desde ayer, millones de egipcios, muchos en principio en nada hostiles a Mubarak ni defensores irredentos de la democracia, le responsabilizarán ya para siempre de la «profunda herida» en la nación que ayer lamentaba el primer ministro Ahmed Shafik. El pobre jefe del gobierno recién nombrado puede ser sincero cuando asegura que no fue él quien envió a los matones a atacar a los manifestantes pacíficos. Pero no puede ser tan iluso como para creer que detendrá a los culpables, como prometió. Algunos mandan más que él. Mubarak, llamó a manifestarse a quienes creen más segura una transición con él. Pero abrió a un tiempo las alcantarillas del régimen para lanzar a lo peor de la sociedad egipcia contra quienes osan desafiarle. El padre de Lovna, Hani, como muchos millones, pedía prudencia y paciencia antes. Decía que no valía la pena arriesgar una matanza por siete meses más de Mubarak, después de haberlo aguantado toda la vida. Pero ahora el dictador ha herido a la nación egipcia. Su orgullo estalla ante esta afrenta como ante la preocupación occidental de que una democracia pueda favorecer a los integristas. ¿Qué derecho tienen a sacrificar nuestra libertad por su tranquilidad? Cierto. Se acaban los tiempos para ese pensamiento colonial. Ellos tampoco ponen en duda la democracia en países occidentales cuando estas eligen líderes nefastos.

ABC - Opinión

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