martes, 22 de febrero de 2011

El trágico final de Gadafi

La situación en Libia confirma la tesis de que después de lo que ha pasado en Túnez y, sobre todo, en Egipto, nada podrá ser igual en el mundo árabe.

LA suerte está echada para Gadafi. Uno de los más longevos dictadores del mundo está a punto de pasar a la historia como un eslabón más de la sacudida telúrica que recorre el mundo árabe. Sus llamamientos e intimidaciones o incluso sus bombardeos no han surtido el menor efecto entre la población alzada y si Libia se hunde en una guerra civil, como ha amenazado su hijo, será por la incapacidad de asumir la realidad por parte de un sátrapa del que nunca se supo bien si estaba en sus cabales. Precisamente porque el caso de Libia representa ya un eslabón cualitativamente más importante por sus dimensiones, su petróleo y sus grandes inversiones en determinados países europeos, sería necesario que la UE haga lo posible por acelerar este desenlace. Una guerra civil podría poner en puertas de Europa un caso de autodestrucción similar al de Somalia. Conjurar los riesgos de una avalancha migratoria o de una reacción encabezada por grupos integristas es muy difícil en estos momentos, y por ello lo que más le interesa a la UE es identificar a los partidarios de la democracia y apoyarlos con todas sus fuerzas. Para un diálogo reconciliador es demasiado tarde.

La situación en Libia confirma la tesis de que después de lo que ha pasado en Túnez y, sobre todo, en Egipto nada podrá ser igual en el mundo árabe y musulmán. Cualquier gobernante de la región que piense que este es un temporal pasajero y pretenda que basta con esperar a que escampe puede encontrarse con una sorpresa desagradable en cualquier momento. Ni países ricos como Bahréin ni los sometidos al aislamiento más férreo, como Libia, están al margen de este vigoroso despertar de descontento que ha encontrado en las nuevas tecnologías cauces para organizarse y para saltar fronteras. Todos los que desde Occidente aplaudieron en su día a Gadafi o aceptaron sus excentricidades pueden comprobar a dónde ha conducido tanta complacencia. Del mismo modo, los que ahora se empeñen en preservar a gobernantes amigos aunque estos no se comprometan con verdaderas reformas democráticas podrían condenarlos a desaparecer. Decir que lo que sucede en Marruecos «forma parte del juego democrático» cuando ha habido cinco muertos en los disturbios no es hacerle un favor a la monarquía alauí, sino todo lo contrario.

ABC - Editorial

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