viernes, 4 de febrero de 2011

El futuro de Cataluña. Por Antonio Garrigues Walker

«Durante la larga época de crecimiento económico se produjeron muchos excesos que estamos empezando a corregir con una lentitud exasperante. Entre esos excesos —y de manera destacable— figura el del gasto autonómico».

LAS relaciones entre España y Cataluña se han ido empobreciendo y deteriorando de forma progresiva en los últimos tiempos. Se puede y se debe revertir ese proceso, pero no va a ser tarea fácil. Se trata de unas relaciones que siempre han sido y siempre serán complejas y cambiantes. Unas relaciones que requieren esa «larga paciencia» de la que hablaba Ortega y Gasset. Es inútil, en todo caso, tratar de simplificarlas acumulando tópicos y lugares comunes; y peligroso, muy peligroso, encararlas con dogmatismos o prejuicios de cualquier género. Es este uno de esos temas en los que los ignorantes y los fanáticos suelen tener mucho más protagonismo del que merecen. Reducir ese protagonismo al máximo sería, por lo tanto, un primer objetivo.

La democracia es el único sistema que permite convivir en desacuerdo, y el instrumento básico de esa convivencia es el diálogo honesto y civilizado, un género de diálogo que por muchas razones está en grave peligro de extinción en nuestro país y que en el tema que nos ocupa lleva sin practicarse demasiado tiempo. No es esta una actitud responsable. Un buen entendimiento entre Cataluña y España no es tema menor. Ese entendimiento va a ser estrictamente necesario, y especialmente positivo, en la evolución del modelo territorial, en el crecimiento económico, en la estabilidad política y en otros muchos aspectos. Veamos en síntesis como aproximarnos a ese objetivo.


Un primer tema. El diálogo entre España y Cataluña no puede limitarse exclusivamente a cuestiones relacionadas con el nacionalismo. La radicalización progresiva que se ha ido desarrollando como consecuencia del estatuto y otros debates no solo ha bloqueado el diálogo político. Ha logrado reducir a un mínimo y a veces secar enteramente otra serie de relaciones culturales, sociales e incluso económicas y empresariales, hasta crear una sensación de aislamiento y de distancia sumamente inconfortable y negativa. Hay que recuperar todas las relaciones en su plenitud y esta tarea corresponde a las sociedades civiles respectivas. Nuestras universidades, fundaciones y asociaciones —ya existen algunos proyectos en marcha— tienen que volver a establecer fuentes de diálogo activo que logren normalizar y enriquecer la relación entre las dos ciudadanías y que sirvan de contrapeso natural al extremismo político y al de los medios de comunicación.

Es la hora de la sociedad civil. Tenemos que ser conscientes de que vivimos en un país en el que más del 80 por ciento de la población demanda sin el menor éxito acuerdos políticos en temas esenciales, como la educación, la justicia y la superación de la crisis económica; un país en el que el estamento político es el peor valorado de todas nuestras instituciones y además el tercer factor de preocupación nacional, después del paro y la situación económica; un país envuelto en una crisis que facilita tensiones, radicalizaciones y situaciones límite; un país muchísimo más serio y responsable que el que emana de las apariencias mediáticas, pero con escasa capacidad para expresar su voluntad auténtica.

A pesar de todo lo anterior, siempre hay un margen para la esperanza. La nueva situación política en Cataluña puede ayudar a cambiar el signo de las cosas. Convergencia y Unió ha sido hasta el momento un partido político que ha aportado seriedad, rigor y pragmatismo tanto a la estabilidad política como al desarrollo económico, donde, entre otras cosas, ayudó a salvar un plan de ajuste cuyo rechazo nos hubiera colocado en una situación delicadísima. Ha demostrado, además, una alta capacidad para el encuentro y el consenso tanto con los partidos nacionales mayoritarios como con los nacionalistas, incluso durante un largo desierto en el que ha sabido mantener, con paciencia positiva, la cohesión interna y la capacidad de acción.

Tiene ahora una ocasión histórica excepcional para demostrar su grandeza de miras y también su realismo político, que no son, en absoluto, valores contradictorios, y que van a ser indispensables para definir con finura —aun aceptando una dosis inevitable de ambigüedad— su posición ideológica. No tiene que renunciar a ningún objetivo, pero debe cuidarse de entrar en debates permanentes sobre intensidades soberanistas e independentistas, que es el gran problema que tiene Cataluña con la acumulación de partidos nacionalistas, incluyendo ahora entre ellos al propio PSC. La obsesión por ser más radical que nadie en estas materias se puede convertir —hemos vivido ya la escena— en un espectáculo absurdo y tragicómico cada vez más distante y más rechazado por una ciudadanía que no tolera —aunque algunos políticos no quieran darse cuenta— ni excesos demagógicos ni oportunismos y ambiciones personales.

El debate actual sobre el modelo autonómico —a pesar de que ha comenzado con todos los excesos habituales— debería ser la ocasión para estrenar un nuevo estilo de diálogo. No podemos desaprovechar la oportunidad, y aun menos convertir este tema en un arma electoral pura y dura, porque se dañaría gravemente la convivencia en España y se retrasaría en exceso la solución de muchos problemas. Aceptemos en primer término que no estamos en condiciones políticas ni sociológicas para afrontar cambios radicales en el modelo autonómico a corto plazo, y aceptemos también que la actual crisis económica no puede condicionar, en forma alguna, decisiones políticas que afecten a la esencia y a la evolución de ese modelo. Durante la larga época de crecimiento económico se produjeron muchos excesos en todos los ámbitos y en todos los sectores, que estamos empezando a corregir con una lentitud exasperante. Entre esos excesos —y de manera destacable— figura el del gasto autonómico, pero ello no justifica en modo alguno cuestionar o condicionar la viabilidad de un modelo que ha sido y será claramente positivo para España. Necesitamos un período —por mínimo que sea— de calma y sosiego. No vamos a poder con todos los problemas al mismo tiempo.

Pero eso no implica que demos la espalda a una realidad inquietante. Existe en España —y muy especialmente en Madrid— una ola recentralizadora profunda que no se limita a grupos conservadores, y existe en Cataluña —y muy especialmente en Barcelona— una ola independentista que ha alcanzado una magnitud desconocida hace pocos años. Si no controlamos, desde ahora, el movimiento de esas olas con prudencia y habilidad, nos encontraremos súbitamente en una mar arbolada sin líderes expertos en navegación azarosa en la que, para reducir el riesgo, la norma básica será la de poner proa a las olas sin vacilación ni contemplaciones.

Mucho más útil que abrir sin pausa capítulos de agravios y deslealtades, será aceptar que todos los temas que se han puesto sobre la mesa son perfectamente debatibles y consensuables. A los modelos territoriales les sucede lo mismo que a los sistemas democráticos: son y serán siempre perfectibles. Nuestro modelo autonómico —que es una de las formas de ser federal— admite desde luego crecimientos asimétricos que respondan a las distintas sensibilidades históricas; admite, también, conciertos fiscales y otras medidas que profundicen y garanticen el autogobierno; y admite finalmente normas y controles que eviten procesos de desintegración y aseguren una solidaridad eficaz que aumente y no empobrezca los niveles de exigencia. Es una cuestión de tacto, equilibrio y sensatez política que ya hemos demostrado en otras ocasiones y en otras materias.

Cataluña merece, en cualquier caso, un amplísimo margen de confianza, una confianza sin reservas. El buen futuro de España y el de Cataluña están vinculados indisolublemente.


Antonio Garrigues Walker es Jurista.

ABC - Opinión

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