miércoles, 5 de enero de 2011

Mundo maravilloso. Por Gabriel Albiac

España se abre al 2011 en el mayor desarraigo de su historia reciente. Nadie confía aquí en nada.

EL cielo gris de todos los eneros pone en el alma la añoranza helada de los años perdidos. Nada nuevo: en esa melancolía sosegada se teje la paciencia de ir tirando, por más que uno sepa lo para casi nada que sirve cuanto hacemos. Pero está bien que cada inicio de enero sepamos engañarnos, repetirnos que todo puede ser distinto, que tal vez lo imprevisible aún nos aguarde a la vuelta de una milagrosa esquina. Y cada año inventamos la vida aventurera que no tuvimos nunca. Y en el rincón secreto que nadie revela a nadie, odiamos cuanto somos y seguimos sonriendo. ¿Qué otra cosa podría consolarnos que no fuera esta sonrisa, la distancia que pone entre cada uno y la jodida realidad que acabará tragándonos?

Vivimos al borde del precipicio. Al borde del precipicio, hemos bailado la loca danza de las postrimerías, durante una Nochevieja que tuvo algo de noche del fin del mundo. Que nuestro mundo acaba, todos como mínimo lo sospechamos. Acabó quizás ya. Como un mazazo, entre Año Nuevo y Reyes, la glacial estadística del paro cierra la fiesta. Cuatro millones de ciudadanos —sin maquillar, algo más de cuatro y medio— están literalmente en la calle. Vaya usted a hablarles a ellos de esperanza. Vaya usted a contarles historietas de futuros luminosos que habrían de traerles líderes políticos para los cuales jamás existe el tiempo de las vacas flacas.


Quien retorna de madrugada a casa, atravesando el centro de Madrid, debe cerrar los ojos para soportarlo: gentes harapientas que se incrustan en el hueco de los escaparates, encerradas en cajas de cartón para engañar al frío. Es lo bueno que tiene moverse sólo en la confortable tibieza del coche oficial y de los tres escoltas: que ningún muerto de hambre va amargarte la digestión tras la cena en salón privado de muchísimas estrellas, a lo largo de cuya sobremesa has estado arreglando el país en compañía de tus ilustres cofrades de gobierno, parlamento o lo que sea con suntuoso sueldo a costa de los simples mortales.

No es verdad que sea universal esta ruina. Lo es la crisis. Pero crisis no implica cataclismo. No necesariamente. La crisis es el síntoma de que hay que recomponer el entramado productivo: enterrar lo muerto. Y que eso es doloroso. Y que no hacerlo es mortal, sencillamente. Al cabo de dos años de iniciada la recesión, Alemania registra cifras de recuperación importantes: ha hecho un trabajo de ajuste duro, y hoy se plantea si no será mejor salirse de esta broma siniestra que fue el euro. Al cabo de dos años de negar la recesión, España se abre al 2011 en el mayor desarraigo de su historia reciente. Nadie confía aquí en nada. Menos que nada en la existencia de su puesto de trabajo dentro de unos pocos meses. Sólo algo aquí es seguro: no serán los políticos los que duerman en la calle.

Y el paseante que retorna a casa con el alma de cristal gris de todos los eneros, blindado en la dureza de los supervivientes, trata en vano de mirar hacia otro sitio, no ver a toda esa pobre gente condenada a dormir en su caja de cartón al abrigo de los escaparate. Un coche con escolta surca, vertiginoso, la Gran Vía hacia la nada. El paseante aprieta el paso y contiene el vómito. Es un mundo de verdad maravilloso.


ABC - Opinión

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