domingo, 24 de octubre de 2010

¿Y el PP, qué? Por José María Carrascal

Rajoy debe darse cuenta de que decir que el Gobierno lo está haciendo mal no basta. Eso lo sabemos todos.

QUÉ va a hacer Zapatero con su nuevo gobierno lo sabemos perfectamente: lanzar una campaña ininterrumpida para que no se hable de la crisis, mientras busca por todas partes la «pacificación» del País Vasco. Qué va a hacer Rajoy, en cambio, es una incógnita. Una cosa, sin embargo, ya sabemos: que si sigue esperando sentado a ver pasar el cadáver de su rival, puede llevarse una sorpresa, pues este rival ha hecho de la supervivencia la clave de su política, y hará cuanto sea posible, incluido adelantarle por la derecha, para seguir gobernando. Con un equipo mucho mejor que el anterior en estas lides.

Rajoy perdió la gran oportunidad de frenar a Zapatero con los presupuestos. Sabiendo que iba a sacarlos de una forma u otra, pudo ofrecerle los votos que le faltaban para que no tuviera que pedírselos al PNV. Ya sabemos que esos presupuestos no van a sacar a España de la crisis, que incluso pueden quedarse cortos a medio camino, como ha reconocido su confeccionadora, la señora Salgado. Pero al menos nos hubiéramos ahorrado un montón de dinero y evitado el riesgo de un pacto, no sólo con el PNV, sino también con una Batasuna «contrita y renovada», con todo lo que ello significa de vuelta de los nacionalistas al poder tanto en la lehendakariza como en los ayuntamientos vascos.


Rajoy debe darse cuenta de que decir que el Gobierno lo está haciendo mal no basta. Eso lo sabemos todos. Tiene que presentar una alternativa a la crisis, que no es la «blitz Krieg» mediática que se dispone a lanzar el «Marschall» Rubalcaba, sino acabar con el despilfarro que está teniendo lugar en España a todos los niveles —municipal, autonómico y nacional—, que nos impide ser productivos y competitivos. Lo ideal sería un gran pacto de Estado entre todas las fuerzas políticas, pero eso es imposible porque las más pequeñas miran sólo para sí, sin tener en cuenta el bien general. Algo que ocurre especialmente con los nacionalistas, para quienes la única nación es la suya. De ahí que el primer paso para salir de la crisis sea renunciar a todo pacto con ellos y, desde luego, a comprar sus votos para gobernar local o estatalmente. En otras palabras: necesitamos un pacto entre los dos grandes partidos. Ya sabemos que Zapatero no está por ello, es más, que está justo por lo contrario: por pactar con los nacionalistas, cuanto más extremistas, mejor. Pero estoy seguro de que en el PSOE hay gentes que sí lo están, que ven el gran peligro que corre, no ya su partido, sino España, por ese camino. Aparte de ser lo que pide la mayoría del pueblo español.

Si Rajoy no lo capitanea, corre el riesgo de encontrarse con 15 portavoces del nuevo gobierno Zapatero acusándole de ser el culpable de que no logremos la recuperación. Porque la recuperación no llegará con operaciones mediáticas.


ABC - Opinión

Rubalcaba. Por Germán Yanke

Con Rubalcaba, el presidente Rodríguez Zapatero tiene, por primera vez, un escudo.

El hecho de que todo el mundo hable de Pérez Rubalcaba, y casi de nada más, revela el éxito, al menos por el momento, de uno de los principales propósitos de la remodelación del Gobierno: el presidente Rodríguez Zapatero tiene, por primera vez, un escudo. Si fracasa la economía, si hay que rectificar hasta lo accidental y simbólico del proyecto iniciado en 2004, si se extiende el desconcierto y el desánimo en el partido, hacía falta, para empezar, una pantalla. Y ya la tiene. Hasta ahora, cualquier acierto de un socialista en cualquier confín de España, era respondido por la Oposición con alguna referencia a que el problema, de todos modos, era el presidente. Veremos lo que dura pero estos días da la impresión de que hasta los errores de Rodríguez son contestados con un sonoro: «miren a Rubalcaba».

Otra cosa es que el escudo parlante (o los quince portavoces) sirvan para resolver los problemas. Los políticos, demasiado a menudo, piensan que el mundo se reduce a su patio particular, como si un dirigente regional apaciguado y un líder de la oposición con cara de sorpresa supusiesen también el entusiasmo del ciudadano que está en la cola del paro. Dicen en Francia que Nicolas Sarkozy promueve cambios de gobierno para que, al menos de vez en cuando, los ministros puedan hablar de lo que van a hacer en vez de dar explicaciones sobre lo que un porcentaje cada vez mayor piensa que han hecho mal. En esta paradójica remodelación del Gobierno de Rodríguez Zapatero, los nuevos se comprometen a explicar lo que ya se ha hecho, como si, en vez de ministros de un nuevo proyecto adecuado a las circunstancias, fueran abogados que, mejor dotados para la retórica, apartan a sus defendidos (y al principal de ellos) de los focos y las cámaras.

Rubalcaba, para la defensa acompañada del ataque -y hay quien piensa que es la mejor- ha demostrado sus dotes. El viernes le dio por la vagancia del PP y, en pleno entusiasmo, habló de la genética del adversario para criticar el «sexismo», algo parecido a acabar con el fuego en la cocina incendiando toda la casa y que desmerece de sus sobradas habilidades. O pone por delante de una política razonable el trazo grueso con el que se consuelan los fanáticos. Pertenece todo ello a la bajeza de nuestro debate político pero el mayor riesgo, sin duda, es que ese papel lo tenga que hacer, precisamente, el ministro del Interior.


ABC - Opinión

El co-presidente. Por Ignacio Camacho

Encomendado al último eslabón del tardofelipismo, el presidente ha entonado la palinodia final de un enorme fracaso.

NI siquiera el tándem histórico de Felipe González y Alfonso Guerra admite comparación con la bicefalia que acaban de constituir Rodríguez Zapatero y Pérez Rubalcaba. Felipe nunca delegó el liderazgo, nunca renunció al número uno, y de hecho acabó liquidando a su valido tras haber prometido hacer causa común con él. Zapatero ha puesto su presente y su futuro en manos de un verdadero co-presidente cuya acumulación de poder —la policía, los servicios secretos, la coordinación ministerial y la portavocía del Gobierno— le va a permitir incluso filtrar la información de que disponga su teórico jefe. Se trata de lo más parecido a una abdicación que ha ocurrido en la política contemporánea española: un gobernante agotado, abrasado por sus errores, que entrega las llaves de su proyecto a un profesional del poder a costa de inmolarse a sí mismo como líder.

El miércoles comenzó el postzapaterismo. La copresidencia no tendría sentido si Zapatero vuelve a ser candidato porque su valor electoral está destruido. Rubalcaba queda investido de la función de decidir si será él mismo el cabeza de cartel o dará paso a una tercera persona. La misión de organizar el fin de ETA responde a la necesidad de cerrar el mandato del presidente con un legado distinto al de los cuatro millones de parados, y eventualmente proyectar sus propias aspiraciones de liderazgo. El resto de su trabajo consiste en construirle al PP un relato negativo que aminore o neutralice la ventaja que ha cobrado en los sondeos de opinión pública, y en administrar a favor de su causa el miedo que inspira su control de las cañerías secretas del Estado. Al situarlo en la verdadera cúpula del poder, Zapatero le ha otorgado la facultad de decidir sobre su propio destino. Ambos tienen seis meses, diez a lo sumo, para evaluar el éxito de esta operación terminal que medirá sus resultados en las municipales y autonómicas de mayo. Al comienzo del próximo curso como muy tarde, la socialdemocracia habrá de proponer a la sociedad española una candidatura para las generales, que son la ultima ratio de este experimento bicéfalo.

El zapaterismo ha muerto. Sólo Leire Pajín, y en cierta medida Trinidad Jiménez, permanecen como testimonio residual del liquidado pensamiento Alicia, el juvenilismo feminista de las alegres políticas ingrávidas que cayeron escombradas en el terremoto financiero de mayo. Encomendado al último eslabón del tardofelipismo, el presidente ha entonado la palinodia final de un enorme fracaso, que subraya el generalizado alivio del partido ante su maniobra de rescate a la desesperada. Pero lo que Rubalcaba va a tratar de rescatar no es el proyecto de Zapatero, ni mucho menos el rumbo de un país en quiebra social, sino la supervivencia del PSOE más allá de una experiencia fallida.


ABC - Opinión

Crisis. Ideología versus economía. Por José T. Raga

Cuando uno quiere ahorrar reduciendo la Administración Pública, tiene que hacer lo que pretenden hacer los británicos: despedir a quinientos mil empleados públicos. Pero ya sé que al presidente no se lo permite su ideología.

Apenas transcurridas cuarenta y ocho horas de la decisión del presidente del Gobierno de destituir, nombrar y reorganizar –esto último es un decir– el Gobierno, parece obligado siquiera dedicar estas líneas a lanzar algunas consideraciones que me salen al paso y, tratando de no repetir lo que otros habrán dicho, sí en cambio matizar algunos conceptos que no he visto con nitidez en las aportaciones ya realizadas.

En primer lugar, porque es lo que menos enjundia tiene, habrán visto ustedes que he huido deliberadamente del término tan común como socorrido en estos temas, como es el de crisis de Gobierno. Yo prefiero hablar de cambio, de ceses, de nombramientos, etc. porque la crisis es para el pueblo español, que somos los que sufrimos todas estas veleidades del presidente, y nuestro sufrimiento lo es en lo inmaterial –estado de ánimo, inseguridad ante el futuro, peligro para las libertades privadas y públicas, etc.– como también en lo material, pues son nuestro esfuerzo y nuestra renta, los que van a tapar todos los despropósitos que urden esa pléyade política que forma la corte del señor presidente.


Frente a nuestra crisis, el presidente salda la cuestión sacando pecho y afirmando, con la arrogancia y el fingido aplomo que le caracteriza, que éste es el Gobierno que España necesita y que viene en serio, de lo que se deduce que los que hemos tenido hasta ahora no eran los necesarios y, además, venían de broma, una broma que, de ser más ocurrente habría podido derivar en chirigota.

Por su parte, los ministros sólo con que tuvieran dos dedos de frente deberían estar felices; los que entran, porque nunca pensaron que con sus capacidades llegaran a semejante situación, y los que salen, porque se ahorran los sinsabores y además no quedan en el arroyo. Así que, de crisis, nada.

Lo que sí que se constata como crisis, y como crisis duradera, es la que viene haciéndose presente desde hace ya unos años, y a la que el presidente contempla con indiferencia, lanzando interpretaciones en unas ocasiones –para alejar la realidad de nuestros ojos– y profetizando su fin y el inicio de la recuperación a sabiendas de que engaña a propios y a extraños, pero que el asunto es ir tirando y, mientras tanto, mantener los embustes hasta las próximas elecciones, para cuyo momento a buen seguro que tendrá preparada alguna primicia, legal o ilegal, pues su hombre fuerte en el presente Gabinete –el vicepresidente Pérez Rubalcaba– tiene un vasto conocimiento, además de gran experiencia.

Pero déjenme que venga a lo que me interesa sobremanera y que supongo es también del interés de la mayor parte de los españoles. Desde luego, estoy seguro de que es de interés prioritario para aquellos españoles sobre los que más ha incidido la crisis; aquellos que perdieron el empleo, quizá todos los miembros de la familia y que, además, han perdido la casa, por no poder hacer frente a las obligaciones del crédito hipotecario y se encuentran en la calle escuchando, casi a diario, que la recuperación ya se ha iniciado.

Pues bien, ante ese panorama el señor presidente ha optado por la ideología –quizá además por una ideología sin ideas o con ideas ya abandonadas por los que dedicaron tiempo a ver y a pensar– frente a tomar en serio el problema económico y poner los remedios, aunque fueran impopulares, para salir del atolladero. Y el problema es que la economía lleva en sí misma una maldición: es extraordinariamente realista, no admite cuentos ni zarandajas, el tiempo y el euro perdidos, se han perdido para siempre, quedando la sociedad en situación de desamparo y de desesperación.

Recordaba yo, que ya tengo muchos años, precisamente a la vista del nuevo Gobierno, que de lo que Franco se dio cuenta a finales de los años cincuenta, de que la ideología por la ideología conduce a la miseria, y con gran habilidad la dejó a un lado, para hablar en serio y con gente competente de lo que interesaba a España, Zapatero aún no lo ha comprendido a finales de dos mil diez. Por eso encarga a una señora que procede de la militancia de Izquierda Unida, aunque reciclada en el PSOE, para que se ocupe del medio ambiente, sin entender que izquierda y medio ambiente son incompatibles; obsérvese, si no, el medio de que se disfruta en la antigua Unión Soviética, o compárese el medio de que se disponía en la República Federal de Alemania frente al que existía en la República Democrática vecina –la Alemania comunista.

O encarga a un señor que encabezaba la manifestación contra la reforma laboral propuesta por el Gobierno para que ponga en marcha tal reforma o engaña a los españoles diciéndoles que ha suprimido dos ministerios –Igualdad y Vivienda– pero mantiene toda la estructura ministerial de ambos ministerios, incluidas sus ministras, como Secretarías de Estado; algo así como si lo que costase dinero a los españoles fuera el título que se le otorgue y no el personal y los medios de que disponen. Cuando uno quiere ahorrar reduciendo la Administración Pública, tiene que hacer lo que pretenden hacer los británicos: despedir a quinientos mil empleados públicos. Pero ya sé que al presidente no se lo permite su ideología.

Y permitan que termine con una evidencia histórica: nunca la izquierda ha sacado a ningún país de una crisis económica, ni tampoco ha sido capaz de estimular una recuperación tras una situación de guerra o catástrofe profunda. La historia es la contraria: han hundido con el despilfarro países que eran potentes y que están en la mente de todos.


Libertad Digital - Opinión

Una España plural y funcional. Por Fernando Fernández

«La crisis económica no es en España una crisis internacional, es consecuencia de nuestros propios excesos, los inmobiliarios, fiscales, financieros y territoriales. Tenemos que devolver la solvencia y la eficiencia al Estado».

LA organización territorial del Estado ha sido, junto con la cuestión religiosa y el atraso económico, motivo de debate permanente entre españoles. Intelectuales, políticos, militares, burgueses y proletarios se han pasado medio siglo XIX y XX discutiendo las esencias de la patria. Es, como decía Ortega, un problema irresoluble, solo conllevable. Pero creo que ya va siendo hora de que los economistas aportemos también nuestro granito de arena a la discusión, porque está en juego la prosperidad común.

La Constitución de 1978, y sobre todo su interpretación posterior por el Tribunal Constitucional, el único legitimado para hacerlo, ha resultado en un Estado de las Autonomías de difícil encaje conceptual, pero que es una realidad política establecida. Su desarrollo ha coincidido con uno de los períodos más largos de crecimiento económico de la España moderna, y este hecho ha servido para legitimarlo ante los ciudadanos hasta el punto que muchos le atribuyen propiedades terapéuticas que no le corresponden. No hay ninguna evidencia empírica, ni ningún argumento doctrinal en la literatura económica, que permita concluir que un mayor grado de descentralización política o administrativa facilita el progreso y el crecimiento del bienestar. Pero en política, la concurrencia temporal es sinónimo de causalidad y son muchos los españoles que, parafraseando la pancarta clásica de la Transición, asocian de buena fe libertad, crecimiento y Estatuto de Autonomía. Puede incluso argumentarse, entiéndase como una provocación cariñosa, que ha sido precisamente cuando Madrid se ha liberado de sus obligaciones centralistas y capitalinas, cuando ha podido liberar todo su energía creadora, todo su espíritu emprendedor y ha puesto distancia considerable con sus principales rivales en el ranking de Comunidades. Como un juego del destino, la descentralización política ha resultado en concentración económica, a pesar del más que generoso sistema de transferencias corrientes y de capital que ha supuesto el Estado de las Autonomías.


El desarrollo autonómico ha seguido en nuestro país un modelo anárquico, de diferenciación-imitación, a golpe de las necesidades electorales del partido de gobierno que ha provocado un resultado no querido por nadie. Un proceso dominado por razones emocionales, por interpretaciones históricas interesadas, por elites locales, caciquiles si se permite la expresión técnica, que se han convertido en expertos buscadores de rentas, agitando presuntos agravios locales. Un proceso centrífugo imparable que, como comenta un amigo, ha llegado al ridículo. Ya no hay personaje español que no sea enterrado envuelto en su bandera autonómica, habiendo quedado reservada la bandera española para los ecuatorianos muertos en acto de servicio en Bosnia o Afganistán.

Las cosas son así, pero no pueden seguir así. Porque el sistema se ha convertido en completamente disfuncional y amenaza con llevarse por delante la libertad y prosperidad que tanto nos ha costado construir juntos. La crisis económica no es en España una crisis internacional: es consecuencia de nuestros propios excesos, los inmobiliarios, fiscales, financieros y territoriales. Tenemos que devolver la solvencia y la eficiencia al Estado. Recuperar la solvencia exige un ajuste del tamaño del Estado que la sociedad empieza a entender y asimilar. Los ciudadanos españoles sabemos, aunque no nos guste, que mantener el Estado de Bienestar exige reformarlo en profundidad. Podemos discutir del nivel adecuado de impuestos y gasto público, y eso debería ser precisamente la política presupuestaria, pero no discutimos que los números a medio plazo tienen que cuadrar. Pero no acabamos de estar cómodos con la idea de que preservar el Estado de las Autonomías exige también reformarlo en profundidad, para hacerlo viable, funcional y eficiente. Reformarlo al menos en dos direcciones: para garantizar la cohesión social, como recogía ya un documento del Consejo Económico y Social del año 2000, y para garantizar la unidad de mercado, protegida en la Constitución española, pero subordinada en la práctica al derecho a la autonomía.

La España de las Autonomías ha devenido a todos los efectos prácticos en un país federal. No estaba en el diseño original, pero es irrelevante a estas alturas, porque tampoco dejaba de estar y así han querido que fuese los sucesivos componentes del Tribunal Constitucional. También ha quedado claro que no puede ser un país confederal, porque no cabe en la Ley Fundamental del 78 y porque una amplísima mayoría social rechaza esa idea. Federalismo es incompatible con bilateralidad y supone la ordenación jerárquica de las distintas administraciones públicas. Supone también que no puede haber privilegios, prebendas ni diferencia alguna en el sistema de financiación territorial, que no puede ser a la carta de los intereses locales. Supone lealtad entre los distintos Estados federales, que renuncian explícitamente a decisiones unilaterales y se comprometen a defender y promover en su territorio también los elementos de integración, como es sin duda el castellano, un activo fortuito que nos ha caído en gracia. Y supone también que el Gobierno central, al que quizá podríamos empezar a llamar Gobierno federal, porque las palabras nunca son neutrales, responde de la soberanía nacional ante la Cámara de representación de los ciudadanos y no de los territorios.

Centrémonos pues en completar el Estado Federal en lo que es más urgente: en dotarle de instrumentos de decisión propios de un Estado Federal. Porque si no lo hacemos España dejará de ser viable. No resultará funcional y crecerá la tentación de sus partes de buscar ingenuo cobijo en Europa. Una Unión de Estados, como ha subrayado el último acuerdo de gobernanza económica alcanzado por Merkel y Sarkozy, a la que los españoles de toda región o nacionalidad le permitimos cosas que causarían furor de ser impuestas por el Gobierno central. ¿Se imaginan que Madrid y no Bruselas hubiera aprobado el ajuste fiscal que ha llevado a secar de financiación a Comunidades y Ayuntamientos? Necesitamos reglas de decisión claras y definitivas. Podríamos empezar porque la Administración central utilizara sin complejos las competencias básicas de coordinación y planificación de que dispone para exigir información y cumplimiento de los objetivos presupuestarios a todas las administraciones públicas. Seguir por la aprobación de una Ley de Coordinación entre Administraciones Públicas, que reconozca la supremacía del Gobierno federal. Y terminar convirtiendo la unidad de mercado en prioridad política, exactamente como lo hace la Unión Europea o los Estados Unidos de América, lo que tendría importantes implicaciones para la sociedad española. Pero supone sobre todo un punto de inflexión en una política que ha sacralizado lo que nos separa y castigado lo que nos une. No hay país que aguante esa deriva y no hay economía que pueda competir con esos costes de transacción. Porque se trata precisamente de que el Estado de las Autonomías no sea otra forma fallida de organización territorial.


Fernando Fernández es Profesor del IE BUSINESS SCHOOL.

ABC - Opinión

Madrid, motor de España

La Comunidad de Madrid y Esperanza Aguirre son las mejores cartas de presentación a los ciudadanos sobre la capacidad del PP en tareas de gobierno. Ése fue el principal mensaje de la Convención que el PP de Madrid ha celebrado este fin de semana y que ha supuesto un cierre de filas de los grandes líderes del partido en torno a la figura de la presidenta madrileña y una demostración de cohesión y unidad en torno al proyecto y al liderazgo nacionales que encarna Mariano Rajoy. El tono y las caras de los populares han reflejado la imagen de un partido en un buen momento, respaldado por las encuestas, que sabe a dónde va y dispone de un programa solvente para reconducir España en uno de sus peores momentos de los últimos años. Como acertadamente se ha puesto de manifiesto en la reunión, Esperanza Aguirre representa los valores de ese proyecto. Hoy ya nadie cuestiona, estadísticas en la mano, que la Comunidad de Madrid es la gran locomotora económica y social de España, y que cuenta con un eficaz equipo de trabajo representado por el vicepresidente Ignacio González. Madrid ha soportado mejor que ninguna otra región una crisis dura. Pero la región crece el doble de la media nacional y es ya la que ostenta el mayor Producto Interior Bruto (PIB) por habitante. La tasa de paro es un 3,7% inferior a la media española. También es la comunidad más competitiva del Estado, según Eurostat, y es indiscutible que su creciente proyección internacional la ha convertido en uno de los territorios más dinámicos del continente. Hasta el punto de que ha conseguido acaparar el 65% de la inversión extranjera que llega al conjunto del país. Estos datos, y algunos más, hablan de un trabajo muy positivo, con un importante componente social. Negar el gran salto adelante de Madrid en Sanidad, Educación o Dependencia es negar la realidad. Otro dato más: Familia y Asuntos Sociales ha duplicado su presupuesto en las dos últimas legislaturas.

¿La receta? Es la opuesta a la que han desarrollado las administraciones socialistas, en general, y el Gobierno de Zapatero, en particular. La dirección de Esperanza Aguirre está sustentada en cinco pilares: austeridad pública –el Presupuesto de 2011 ha sufrido un recorte del 10%–, liberalización económica, bajada de impuestos, seguridad jurídica y estabilidad institucional. Todo ello ha impulsado un marco de confianza favorable a la actividad económica y a la inversión, tanto nacional como extranjera. Con toda justicia, Rajoy elogió ayer la gestión de Aguirre e hizo hincapié en otro aspecto que sirve para valorar todavía más los resultados del Gobierno madrileño: la oposición de Zapatero y las trabas del Ejecutivo central al progreso de Madrid. La realidad demuestra que se ha querido asfixiar a Madrid, como prueba que la inversión del Estado en las comunidades creció un 40,38% en seis años, mientras que en Madrid bajó un 27,8%. A pesar de ello, el progreso de la región es la prueba de que las políticas de Aguirre no son castillos en el aire, sino que funcionan y son las mismas que también se están aplicando con éxito en Europa. Todo ello bajo la batuta de una presidenta capaz y rigurosa.


La Razón - Editorial

Sólo el PP puede hacer bueno a este Gobierno

Sólo el PP, con su cobardía o su torpeza, puede dar oxígeno a un conjunto de políticos amortizados que llegan a la poltrona con la fecha de su decapitación política fijada de antemano. Que pregunten en Génova a las bases, en lugar de a Arriola.

A cualquier observador imparcial debe parecerle excesivo el temor desatado en el PP tras la elección de los nuevos integrantes del Consejo de ministros. La ya famosa conversación entre Arenas y de Cospedal, en la que ambos mostraban su preocupación por la supuesta excelencia de algunos de los elegidos, estaría fuera de lugar en cualquier partido serio que tuviera que enfrentarse a la ruina absoluta provocada por Zapatero, un desastre nacional ante el que no cabe el menor atenuante. Sin embargo este Partido Popular, entre azorado y pusilánime, se desconcierta de buenas a primeras y confiesa su pobreza de espíritu ante unos cambios ministeriales que, en realidad, sólo van a agravar los problemas existentes hasta la llegada irremisible de las próximas elecciones generales.

Si al PP le intimidan una marxista irredenta abonada a la casa común, un sindicalista vocacional partidario del corrector líquido en materia estadística o una ignorante proteica cuyo principal aval consiste en acumular sueldos públicos a una velocidad portentosa, es que no confía demasiado en sus posibilidades o en las de sus futuros candidatos más destacados.


Ahora bien, si el partido de Mariano se empeña es capaz de hacer pasar este ramillete de indigentes, trufado con la cuota habitual del felipismo de alcantarilla, por uno de los equipos de Gobierno más solventes del panorama occidental. Sólo tiene que dejar a sus altos cargos actuar de forma tan obtusa a como lo ha hecho el alcalde de Valladolid, personaje desconocido para el gran público, que gracias a su alarde de estolidez verbal ha permitido al PSOE poner de nuevo contra las cuerdas a su rival político.

Por supuesto los socialistas no son quienes para dar lecciones de moral pública, tampoco en asuntos relativos al respeto que hombres y mujeres debemos profesarnos mutuamente, pero su habilidad para utilizar la propaganda en contra del partido rival hace que la hipocresía evidente de su conducta pase desapercibida para el gran público, que es el que hace válidos los argumentos de unos y otros en última instancia.

El gabinete con que Zapatero quiere llegar a las próximas elecciones, Rubalcaba mediante, es tan lamentable como los que viene pergeñando desde aquel infausto 14-M, hechos todos a imagen y semejanza del personaje. Sólo el PP, con su cobardía o su torpeza, puede dar oxígeno a un conjunto de políticos amortizados que llegan a la poltrona con la fecha de su decapitación política fijada de antemano. Si en Génova preguntaran a sus bases en lugar de a Arriola otro gallo les cantaría. Al PSOE también.


Libertad Digital - Editorial

El problema autonómico

Con el abuso del «hecho diferencial» y los «microestados», la organización autonómica ha degenerado en un Estado central residual.

LA crisis económica ha puesto al descubierto la insostenibilidad de la organización autonómica del Estado, al menos en las condiciones actuales. No será posible una reducción del déficit público, ni una renovación de las bases del crecimiento económico, si las administraciones regionales siguen considerándose exentas, en todo o en parte, del compromiso de austeridad que requiere la situación. También es cierto que no se puede poner a todos los gobiernos autonómicos al mismo nivel, porque los hay que están consiguiendo mantener la economía y el empleo en tasas mejores que la media. Otros siguen anclados en el discurso victimista de hace treinta años para justificar su inoperancia. Pero el derroche autonómico es efecto y no causa de los vicios del sistema. La autonomía nunca debió ser entendida como un drenaje del Estado central para satisfacer pruritos localistas. Debía ser, según su fundamentación constitucional, una forma de descentralizar competencias que hasta entonces residían en las instituciones nacionales, con precisiones singulares de la Constitución a los derechos históricos de los territorios forales. Sin embargo, entre el abuso del «hecho diferencial» y la excitación del folclore regionalista, el principio de organización autonómica ha degenerado en un Estado central residual, contra el que compiten entidades que, desde su interior, han asumido el papel de microestados. Es indudable el beneficio de la descentralización de las administraciones para el ciudadano, pero para obtenerlo no había que transformar la autonomía en coartada para el derroche en medios públicos, la duplicación de competencias o el tejido de redes clientelares.

En muchos aspectos del Estado autonómico se ha ido más lejos del modelo federal, que, por serlo, dota a las instituciones centrales de poderes de armonización y legislación básica más fuertes que los que tienen a su disposición el Gobierno y Parlamento españoles. Desde luego, nada ha sucedido por un decurso fatal de los acontecimientos, sino por políticas muy concretas que han tratado el poder autonómico como una mercancía de reparto, engordándolo hasta poner al Estado al borde su inviabilidad, como se ha visto en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán. Pero ya no es hora de más jueces, sino de políticos que asuman que hay que cambiar sustancialmente las bases del Estado autonómico.


ABC - Editorial