sábado, 10 de julio de 2010

Estatut. Del barco de Chanquete. Por Maite Nolla

Yo creo que los que se manifestarán el sábado tendrían que pedir responsabilidades a los que no les avisaron de que el Constitucional tenía todo el derecho del mundo a decidir sobre el estatuto, por más que lo hubieran votado y revotado.

Realmente, lo grave de la manifestación del sábado es lo de Montilla. Que los demás se pongan a desfilar es normal y yo diría que casi obligatorio. Entiéndanme, cuando te dan una subvención la ley te obliga a que dediques el dinero a la finalidad de la ayuda. Es más, hasta pueden revocar la subvención si se demuestra que el dinero se destina a otros fines. Así que las asociaciones, fundaciones y demás entidades presuntamente culturales si no trabajan en estos eventos, ya me dirán cuándo van a poder justificar su existencia. Y lo mismo se puede decir del resto de insumisos de coche oficial. Desde luego, es muy subjetivo agraviarse o no por una sentencia que en lo esencial y en lo que no es esencial considera que el estatuto es, como dice la señora Chacón, muy mayoritariamente constitucional. Es más complicado relacionar la dignidad de todo un pueblo con la sentencia, por el detalle sin importancia de que cuando se refieren a "pueblo", incluyen al cincuenta por ciento del censo que no fue a votar, a las personas que votaron "no" y a los que, como Chacón, votaron "sí", pero que ya les está bien la sentencia. Y eso sin entrar en la discusión de que es posible que los que tienen dignidad sean los humanos y no el pueblo entero, que en este caso es parcial o, mejor dicho rebajado. De todas formas, me parece muy bien que se manifiesten si no tienen otra cosa que hacer, aunque me da que han escogido mal día.

Pero como les decía lo que es grave es lo de Montilla. Finalmente ha decidido llevar a la calle el discurso de hace unos meses en el Senado. De aquel día se recordará el absurdo de la traducción entre andaluces, pero los que escucharon a Montilla y lograron entenderle recordarán que centró su discurso en una amenaza al Estado y en un aviso de insumisión en toda regla. Supongo que es un tópico decir que en Estados Unidos el Montilla de allí que hiciera lo que el de aquí, vestiría un bonito mono naranja y hubiera tenido que comparecer ante doce o trece grandes y pequeños jurados que le hubieran puesto de vuelta y media. El problema es hasta cuándo en España se va a tolerar que una autoridad del Estado no cumpla las leyes que nos obligan a cumplir a los demás y que estas cuestiones se queden en el limbo del debate político.

Yo creo que los que se manifestarán el sábado tendrían que pedir responsabilidades a los que no les avisaron de que el Constitucional tenía todo el derecho del mundo a decidir sobre el estatuto, por más que lo hubieran votado y revotado. De verdad, compatriotas, os engañaron. Ahora Montilla dice eso de que es la primera vez que el Tribunal Constitucional desprestigiado anula una ley aprobada en referéndum –desprestigiado y cubierto de mierda, le ha faltado decir, como la frase de Camilo José Cela referida al Cervantes–, pero todo se sabía desde el principio. Así son los políticos en Cataluña: crean el problema, lo agravan y lo mantienen vivo porque no saben hacer otra cosa.


Libertad Digital - Opinión

De heroísmo y miserias. Por Hermann Tertsch

Jamás olvidaremos la gesta heroica de Orlando Zapata, muerto después de 86 días de huelga de hambre.

Muchos se habrán olvidado, otros no quieren acordarse desde el mismo día de su muerte. Pero son millones en todo el mundo los que jamás olvidaremos la gesta heroica de Orlando Zapata, muerto el 23 de febrero después de 86 días de huelga de hambre. Han sido su fuerza y su lucha las que han salvado in extremis la vida a quien decidió emularlo, Guillermo Fariñas, que ha concluido su propia huelga de hambre de 130 días.

Juntos, estos dos cubanos, uno medio vivo, el otro ya muerto, han arrancado a la dictadura un gesto al que ésta no estaba dispuesta hace semanas. La decisión de Fariñas de seguir a Zapata por la senda de la muerte en caso de que no se sacara de la cárcel a los presos políticos más enfermos era irrevocable. Al final lo entendieron los hermanos Castro. Su muerte habría supuesto un endurecimiento del trato tanto a Cuba de Estados Unidos y de Europa. Así las cosas, la Iglesia Católica cubana, y tras ella el Vaticano, le hicieron saber al régimen comunista que podían buscar juntos una fórmula para evitar la muerte de Fariñas. Y la Iglesia logró convencer a la mafia político- militar cubana de que le interesaba soltar a un número indeterminado de estos presos, todos en prisión tras ridículos juicios farsa. De no haber estado la Iglesia en esta mediación, el régimen no habría actuado como lo ha hecho. Porque no podía permitir al agonizante Fariñas, como el gran hombre de principios y valor que es, erigirse en triunfador sobre un régimen mentiroso, corrupto y cruel. La muerte de Fariñas se habría convertido en una pesadilla para los Castro. Por la presión exterior. Y porque saben como respiran los cubanos. Había miedo a cien Fariñas y Zapatas.

Triste es que las mentiras del castrismo, tras un proceso de asueto para limpiarlas de la sal gruesa ideológica, gocen hoy de mayor credibilidad en las democracias occidentales que en Cuba. Allí todos saben de qué va la vaina. Es feliz el hecho de que decenas de presos salgan de las infames cárceles castristas. Pero quede claro que no se otorga la libertad a nadie. Serán deportados al exterior. El régimen no ha cambiado en nada. Comercia con seres humanos inocentes para buscar ventajas o evitar daños. Nada cambia en su naturaleza dictatorial ni en sus leyes. Pronto, si cree necesaria una ración de terror añadido al miedo cotidiano, puede volver a llenar las cárceles.

La presencia del ministro Moratinos, más activo como canciller de la dictadura cubana que en el cargo que le pagamos, es una muestra más de la felonía de quienes se sienten aliados de la satrapía castrista. Llega a La Habana cuando la deportación está acordada para presentarla como éxito propio. Vuelve a humillar a los disidentes y en especial a Fariñas a quien se niega a ver. Y en pleno delirio prepotente conmina a las democracias europeas a premiar al régimen por su «generosidad». Dicen que el exceso de celo de Moratinos como defensor de la dictadura despierta ya sospechas entre disidentes y políticos europeos. Aquí, la falta de dignidad, el oportunismo y el desprecio a los demócratas cubanos produce náuseas.


ABC - Opinión

Estatut. ¿Irá María Emilia a la manifa de Montilla?. Por Pablo Molina

Puesto que la popularidad de María Emilia Casas entre el resto de los españoles no va a recuperarse jamás después de esta tropelía, la única opción que le queda para acabar airosa su mandato es redimirse este sábado.

El texto final de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estatuto de Cataluña, lejos de aclarar las ambigüedades que contenía el auto preliminar, incide en ellas de forma asombrosa hasta convertirlo en un engendro ininteligible, cuya única finalidad es actuar como atenuante de las ilegalidades que el documento estatutario consagra de manera palmaria. La deposición del TC sobre el estatuto de Cataluña es exactamente igual que esas otras sentencias que periódicamente producen algunos jueces, rebajando la sanción a un agresor sexual por el hecho de que la víctima del acoso suele ir muy descocada. Sí, el nuevo estatuto es inconstitucional, pero es que la constitución española viste como una golfa y es normal que una región se sobrepase con ella en un momento de calentura jurídico-política.

Que estamos ante un enjuague político de muy bajo nivel disfrazado de acto jurídico es evidente para cualquiera que lea la sentencia y la compare con la constitución, en cuyo espíritu tiene el alto tribunal el deber de interpretar cualquier norma legal sujeta a discrepancia. El estatuto de Cataluña dinamita los principios básicos del orden constitucional otorgando carta de naturaleza a la existencia de una nueva nación, que actuará en plano de igualdad con la única que la carta magna reconoce expresamente en su artículo segundo. Esa evidencia hace innecesaria cualquier otra consideración sobre la nulidad del texto sometido a examen, pero lejos de actuar con lealtad a la función que tiene encomendada, los miembros del TC han preferido acomodarse a las necesidades políticas del presidente del gobierno, cuyo puesto en La Moncloa depende directamente del voto de los partidos impulsores del estatuto.

Si la presidenta del Tribunal Constitucional pretendía con este mejunje hacerse merecedora del agradecimiento eterno del nacionalismo nororiental, ya está viendo que los sentimientos de sus dirigentes van en sentido contrario, heridos por la incomprensión de la esposa de un jurista que, a diferencia de ella, sí es partidario "de la fuerza normativa de los hechos".

Puesto que la popularidad de María Emilia Casas entre el resto de los españoles no va a recuperarse jamás después de esta tropelía, la única opción que le queda para acabar airosa su mandato es redimirse este sábado, participando en la manifestación convocada por el Francesc Maciá de Iznájar en contra de la tibieza del tribunal que preside. Que le ayude a portar la pancarta. Prometemos no extraer de esa imagen ninguna "eficacia jurídica interpretativa".


Libertad Digital - Opinión

Octopussy. Por Ignacio Camacho

El pulpo, que venga el pulpo a dilucidar a cara o cruz las aburridas disyuntivas de la gobernación de la patria.

EL pulpo Paul en la apertura de los telediarios. Conexión directa con el acuario de Oberhausen para retransmitir en vivo la predicción del oráculo. El presidente del Gobierno, la vicepresidenta y varios ministros entregados a sosas gracias sobre el octópodo; la flor más granada de la socialdemocracia española seducida por una parodia del pensamiento mágico, no muy distinta de los vaticinios mitológicos de las culturas premodernas. Cábalas nacionales en torno a un mejillón dentro de una cajita, probablemente manipulado por los responsables de la broma, acaso los únicos listos de esta simpática superchería, de este peculiar casinillo en versión germánica. ¿La sentencia del Estatuto catalán? Ufff, novecientos farragosos folios. ¿Los votos particulares? Tediosísima prosa leguleya. ¿El decreto de reforma de las cajas de ahorros? Monótona dispositividad para iniciados, que sólo comentan los que no la han leído. El pulpo, que venga el pulpo a dilucidar a cara o cruz las aburridas disyuntivas de la gobernación de la patria. No mucho más criterio muestran los bípedos responsables de aclararlas. Y si se equivoca el molusco, siempre queda la posibilidad de cocinarlo «a feira».

Al menos el pulpo muestra una sintética clarividencia sobre las identidades nacionales que no aparece en la prolija literatura del Tribunal Constitucional, cuyos magistrados discrepan a fondo con extensa argumentación discursiva sobre la simbología y la esencia. A Paul le ponen delante dos mejillones identificados por banderas, y se va derechito al que le parece más apetecible. La cabalística del pronóstico atribuye a cada enseña la propiedad de representar a una nación y a su correspondiente equipo de fútbol, y el animal no entra en disquisiciones identitarias ni se detiene en la efectividad jurídica de los preámbulos. Estatuto mediante, quizá en alguna próxima Copa del Mundo le puedan dar a elegir una cajita envuelta en la cuatribarrada, y las responsabilidades que se las pidan a los cráneos privilegiados que le han dado vía libre a las selecciones catalanas. A ver quién y cómo le explica a Paul el intríngulis de los prefacios, las «nacionalidades» y el Artículo Segundo.

Entregado como está el país entero a esta pasión esotérica y supersticiosa, quizá podría aquilatarse su eficacia sometiendo las candentes cuestiones de Estado al augurio de la hechicería política. Un mejillón representando al Constitucional y otro al Estatuto, y a ver cuál se comía el cefalópodo. ¿Primitivo, irracional, descabellado? Más o menos como la decisión preconcebida de aquilatar una sentencia a los prejuicios del statu quoy a los hechos consumados. Con toda seguridad, el pulpo no tardaría en decidirse cuatro años.


ABC - Opinión

Desterrados, no liberados

Aunque desde hace tiempo ha perdido toda credibilidad, la dictadura castrista es especialista en maquillar la realidad hasta distorsionarla en su propio beneficio. Evidentemente es un motivo de alegría que Guillermo Fariñas haya dejado su huelga de hambre al saber que habrá 52 presos políticos menos –pertenecientes al «Grupo de los 75»– en las cárceles cubanas, pero esta mal llamada liberación no es tal, es un destierro como oportunamente señaló el disidente cubano Oswaldo Paya. El «gesto» del régimen le delata: es una excarcelación con condiciones, puesto que no podrán vivir libremente en la isla y tendrán que exiliarse involuntariamente a otro país si quieren salir de la cárcel. El ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, ha visto con muy buenos ojos esta componenda, tanto que se ha convertido en un cómplice de los intereses de la dictadura castrista, ya que ha transigido con que los presos excarcelados que vengan a España lo hagan con un estatuto cubano de inmigrantes y no como lo que son: asilados políticos. De esta forma, también tiene un argumento para convencer a la UE de que ya no existe ninguna razón para que se mantenga la política de «posición común» hacia Cuba, que condiciona las relaciones de la Unión Europea con la dictadura castrista a los avances democráticos y en materia de derechos humanos que se produzcan en la isla. Sin embargo, nuestros socios comunitarios son más prudentes y valoran estas excarcelaciones con más cautela. Rápidamente, la Alta Representante para la Política Exterior de la Unión Europea (UE), Catherine Ashton, recordó que la decisión de anular la «posición común» tendría que ser refrendada unánimemente por los 27 y, en estos momentos, no está tan claro que todos los países se conformen con este primer «gesto» si no se emprenden reformas de más calado. En ese sentido cabe recordar que, según los datos de Amnistía Internacional, aún quedan 53 presos de conciencia encarcelados en Cuba de cuyo futuro nada se sabe.

A nadie se le escapa que el anuncio de la excarcelación de los 52 presos políticos y la decisión de Guillermo Fariñas de abandonar su huelga de hambre le da un balón de oxígeno a la dictadura castrista. Lo necesitaba. Desde la muerte de Orlando Zapata, que llevó hasta el final la huelga de hambre, el régimen sabía que estaba contra las cuerdas. Su descrédito internacional aumentó cuantitativa y cualitativamente. Ya no valían las coartadas de un discurso revolucionario y antiimperialista que se diluía mientras emergía con más virulencia que nunca la auténtica naturaleza de la dictadura: inclemente con los disidentes y con un nulo respeto por los derechos humanos. La comunidad internacional lo sabía, pero el fallecimiento de Zapata les abrió aún más los ojos mientras Castro se quedaba sin argumentos.

Lo que sucederá a partir de ahora es una incógnita. Habrá que esperar a que la dictadura cubana cumpla su palabra y envíe al exilio a los 52 excarcelados. Sería el primer paso de los muchos que quedan para que sea una realidad palpable un proceso profundo de reformas que culmine con la democratización de la isla, aunque el inmovilismo que ha caracterizado a la dictadura castrista no invite al optimismo.


La Razón - Editorial

El Constitucional como cooperador necesario

Esta politizada sentencia difuminará los límites de actuación de la casta política catalana; habituada a vulnerar leyes y sentencias mucho más taxativas, qué no hará con una sentencia "interpretativa" que llega al extremo de alterar el lenguaje.

Las constituciones en un principio se redactaron para reconocer los derechos de los individuos y miembros de una comunidad política. En el siglo XIX la mayoría de ellas ni siquiera suponían obligaciones jurídicas vinculantes para los poderes públicos porque se asumía que, escritos o no, los derechos de los individuos sólo podían ser respetados en un estado de derecho.

Sin embargo, la creciente intromisión de los poderes públicos y las cada vez más variadas artimañas destinadas a violentar esos derechos hicieron recomendable no sólo dejar constancia expresa e indubitada de cuáles eran esos derechos ciudadanos, sino, en algunas partes, encargar su protección y vigilancia a un tribunal especialmente constituido para ello. La función de un tribunal constitucional debería ser, por consiguiente, conceder amparo ante la violación de esos derechos, ya sea de hecho o de derecho, por parte de los poderes públicos.

En España, sin embargo, hace demasiado tiempo que nuestro Tribunal Constitucional ha hecho dejación de sus funciones. No es de extrañar: un órgano que debía proteger a los ciudadanos de los políticos ha sido copado por cargos electos por los políticos. Se ha pervertido una institución jurídica y se ha terminado transformando en un apéndice político que, como consecuencia, genera sentencias igualmente políticas.


El caso del Estatut no es el primero, pero sí probablemente el más grave por su dilatado proceso de "deliberación" y, sobre todo, por lo escandaloso de la resolución jurídica y lo desastrosas de sus consecuencias futuras. El Constitucional tardó cuatro años en aprobar una sentencia sobre una ley que a todas luces resultaba incompatible con nuestra Carta Magna. Sólo por este simple hecho, ya cabía anticipar que se estaba cocinando una sentencia de tipo político, en la que las amenazas de la De la Vega a la presidenta del tribunal sirvieran para anular las poderosas razones de tipo jurídico que constataban esta incompatibilidad.

Al final, una vez desvelada la sentencia, el resultado ha sido todavía más escandaloso de lo que cabía prever. Como bien han apuntado los magistrados del Constitucional, Vicente Conde y Jorge Rodríguez Zapata, la sentencia sólo es capaz de aceptar la constitucionalidad del Estatut mutando el significado y el espíritu de ese Estatut. Es decir, la sentencia reconoce y argumenta por qué el Estatut es inconstitucional, pero como políticamente se ve obligado a buscarle un encaje en nuestro ordenamiento, modifica el significado de su articulado hasta hacerle decir lo contrario de lo que realmente dice.

Por ejemplo, el artículo 6.2 del Estatut contiene el "deber de conocer el catalán"; el Constitucional interpreta que se trata de un "deber individualizado y exigible", pero sólo "en el ámbito específico de la educación y de las relaciones de sujeción especial a la Administración catalana con sus funcionarios", si bien al mismo tiempo considera que "el castellano no puede dejar de ser también lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza". El deber, pues, queda diluido e irreconocible. ¿Por qué razón, entonces, el Constitucional no ha anulado simple y llanamente ese precepto? La respuesta debería resultar evidente a todo el mundo: por hipotecas políticas.

Pero la función del Constitucional no es ni puede ser la de redactar estatutos u otras leyes orgánicas, sino juzgar si éstas, tal cual han sido publicadas en los respectivos boletines oficiales, contradicen o no la Constitución. Como dice Vicente Conde:
Salvar la constitucionalidad de una Ley recurrida, negando lo que la misma dice, sobre la base de hacerla decir lo que no dice, más que un error, supone, a mi juicio, simultáneamente un modo de abdicación de la estricta función jurisdiccional y de ejercicio de una potestad constitucional que al Tribunal no le corresponde.
Pero no se trata, sólo, de que el Constitucional se extralimite en sus competencias por conveniencias e intereses meramente políticos (salvar a Zapatero de un descrédito todavía mayor). El problema de fondo es que con esta técnica se subvierte la propia Constitución, pues ésta se vuelve en la práctica incapaz de lograr su cometido: que prevalezcan los derechos de los individuos frente a las injerencias de los poderes públicos.

La defensa efectiva de los ciudadanos catalanes (y españoles) estará subordinada al más que previsible colapso que sufrirá el Constitucional ante la avalancha de peticiones de nuevas interpretaciones de leyes y de situaciones de desprotección que se sucederán a esta sentencia política. Pero además, esta enmarañada sentencia difuminará los límites de actuación de la casta política catalana; habituada a vulnerar leyes y sentencias con un mensaje mucho más taxativo, qué no hará con una sentencia "interpretativa" que llega al extremo de trastocar la lógica misma del lenguaje.

A la postre, pues, los políticos consiguen lo que querían: una Constitución y un Estatuto que no suponga un freno a sus ataques a las libertades individuales. Aquí, el politizado Constitucional ha cumplido perfectamente su papel de cooperador necesario en la demolición del estado de derecho.


Libertad Digital - Editorial

Los peligros del «Estatuto bis»

La cuestión política principal es saber si esta sentencia da coartadas al Gobierno para poner en marcha un plan B que dé al Ejecutivo de Cataluña lo que esta resolución impide o condiciona.

Es cierto que la sentencia sobre el Estatuto catalán que el Tribunal Constitucional dio ayer a conocer representa un golpe a la columna vertebral del texto original y, políticamente, no deja de ser una desautorización a una norma que el Gobierno de Rodríguez Zapatero no se ha cansado de tildar de «plenamente constitucional»; sin embargo, también lo es que abonará nuevos conflictos, al pretender un equilibrismo ilusorio entre la Constitución y un texto estatutario cuya inconstitucionalidad es mucho mayor que la declarada por el TC. Los magistrados de la mayoría han aprobado una sentencia que realmente ejecuta un mecanismo de sustitución del legislador y no un juicio jurisdiccional. En efecto, el Estatuto vigente en Cataluña ya no es el aprobado y publicado oficialmente, sino el que la mayoría del TC ha reconstruido interpretativamente para rechazar en parte un recurso de inconstitucionalidad que, si no hubiera mediado esa interpretación, habría sido estimado más ampliamente. Este ejercicio abusivo de la «sentencia interpretativa de rechazo» es lo que ha fracturado internamente al TC, hasta el extremo de ser el objeto de la primera crítica que realizan cuatro magistrados discrepantes —Rodríguez Arribas, Conde Martín de Hijas, Rodríguez Zapata y Delgado Barrio— porque entienden que el Tribunal ha asumido funciones de legislador encubierto. Si la constitucionalidad de una ley depende de la confrontación de su texto con la Constitución, la mayoría del TC ha optado por contrastar el Estatuto con un elenco de interpretaciones propias, elaboradas a partir de una reescritura de los preceptos impugnados. Es más, queriendo salvar artículos cuya formulación era inconstitucional, llegan a cambiar el sentido de las proposiciones, para hacer que un «en todo caso» signifique un «en su caso», o que «la lengua vehicular» quiera decir «una lengua vehicular».

Desde la perspectiva del recurrente, el Partido Popular, esta sentencia es, en buena medida, una emboscada a sus argumentos de impugnación, porque son rechazados por la interpretación sobrevenida que realiza el TC, no porque el Estatuto se ajustara a la Constitución. El resultado de este diabólico método de enjuiciamiento interpretativo es una sentencia contradictoria, que establece límites razonables a los estatutos de autonomía, pero renuncia a extraer todas las consecuencias de su planteamiento, que en este caso habrían sido muchas más declaraciones de inconstitucionalidad que las recogidas en el fallo.

En efecto, la sentencia parte de que no hay más nación que la española y que esta es única e indivisible. Igualmente, declara que «los Estatutos de Autonomía son normas subordinadas a la Constitución» y que la Constitución «no admite igual ni superior». No puede haber, por tanto, competencia a la norma constitucional procedente de una norma estatutaria, ni legitimidad superior o equivalente a la soberanía nacional que reside en el pueblo español. Asimismo, recuerda el TC que los Estatutos de Autonomía son leyes orgánicas y que, en tal condición, están subordinados a la Constitución y deben respetar la reserva de materias a otras leyes orgánicas. Tales principios se expresan con claridad, ciertamente, pero el TC ha optado por intentar la conciliación de normas antagónicas a base de poner en el texto estatutario proposiciones interpretativas que ni son propias de un tribunal de Derecho ni se corresponden con la función protectora que le incumbe. En este momento, el Estatuto de Cataluña es un foco de inseguridad jurídica y una fuente de conflictos.

También es cierto que la sentencia aborda las grandes claves del proyecto soberanista que animaba el Estatuto de 2006 y las reconvierte en buenistas declaraciones de principios que deberán esperar a la concreción que resulte de la aprobación de leyes estatales. Este resultado se consigue no pocas veces desfigurando los preceptos analizados, pero dejándolos incomprensiblemente vigentes. La cuestión política principal a partir de la publicación de la sentencia es saber si da coartadas al Gobierno para poner en marcha un plan B que dé al Ejecutivo de Cataluña lo que esta resolución impide o condiciona. Si existiera lealtad constitucional, los gobiernos central y catalán sabrían que el Estatuto ha sido reconducido interpretativamente a un estatuto autonómico común, con serias restricciones a cualquier veleidad soberanista. Pero como no va a ser el TC el que se encargue de aplicar su propia doctrina, sino ambos gobiernos, es previsible que estos urdan una réplica interpretativa a la decisión del TC para crear atajos que lleven a un «Estatuto bis». Sin embargo, si la vía va a ser un conjunto de leyes estatales, que es lo que sugiere el TC, entonces la solución acabará con el «hecho diferencial» catalán, porque lo que se reconozca a Cataluña se reconocerá a todas las comunidades autónomas, y el efecto disgregador será generalizado. A pesar de la sentencia —con sus luces y sus sospechosas sombras—, el Estatuto catalán, tal y como fue aprobado, es un juguete roto en manos de gobernantes irresponsables.


ABC - Editorial