domingo, 4 de julio de 2010

Ventanas. Internet machaca a los huelguistas. Por Antonio José Chinchetru

Internet puso a los dirigentes sindicales frente a los ciudadanos y estos les dieron hasta en el carné de identidad. Será interesante ver cuándo se atreven a someterse a otro chat.

Permítame, estimado lector, que comience este artículo con una expresión castiza. Los internautas han dado a los huelguistas hasta en el carné de identidad. El secretario general de Comisiones Obreras, Ignacio Fernández Toxo, y el unas horas después "capo" de los sindicalistas del Metro de Madrid, Vicente Rodríguez, aceptaron participar en sendos chats con los lectores de un destacado periódico y hablar de la huelga salvaje en el suburbano. El resultado no pudo ser peor para ambos.

Suponemos que acostumbrados a la suavidad con la que se suele tratar a los representantes sindicales en los medios de comunicación, no debían de imaginar que el enfado de los ciudadanos es monumental. Mientras en las televisiones pululan periodistas que en las tertulias siguen tratando de justificar el castigo colectivo al que los sindicatos han sometido a los ciudadanos madrileños por tener a Esperanza Aguirre de presidenta, los internautas se erigieron como portavoces de la sociedad española. La mayor parte de las preguntas a las que tuvieron que hacer frente Toxo y Rodríguez, aquel que amenazaba con "reventar Madrid", demostraban lo evidente. Quienes viven o trabajan en la capital de España se sienten víctimas de una extorsión sindical.


Ambos sindicalistas usaron el tono habitual en ellos. Se autoerigían en representantes de unos trabajadores que no les consideran como tales y trataban de demonizar a todos aquellos que no les dan la razón. Sin embargo, por una vez estaban realmente expuestos a la opinión pública. No eran unos periodistas más o menos complacientes los que les interrogaban. Los que preguntaban y también acusaban eran ciudadanos normales que no se sentían atados por esa corrección política que lleva a considerar a los sindicatos como unos "agentes sociales" a los que se debe tratar con sumo cuidado y hasta cariño.

Gracias a internet, a estos chats, por una vez los sindicalistas han escuchado lo que no suelen querer oír. Lo que en ellos se les dijo es lo mismo que se comenta en las colas de la compra, las paradas de autobús, las conversaciones de bar o los diálogos de las salas de estar de numerosos hogares españoles. Y eso no es otra cosa que los sindicatos no representan a los trabajadores ni se preocupan por ellos.

A través de la red, decenas de internautas les dijeron a la cara lo que opinan millones de españoles. Les recordaron a los sindicalistas que no es aceptable una huelga salvaje que trastoca la vida de la mayor parte de los madrileños al tiempo que no hacen nada contra un Gobierno responsable de una tasa de paro escandalosa. Internet permitió que los sindicalistas tuvieran que aguantar que se les reprochara el papel de los "liberados" y la violencia de los piquetes. En definitiva, una par de chats bastaron para demostrar que los españoles están cansados de los mal llamados "representantes de los trabajadores".

Internet puso a los dirigentes sindicales frente a los ciudadanos y estos les dieron hasta en el carné de identidad. Será interesante ver cuándo se atreven a someterse a otro chat.


Libertad Digital - Opinión

Por el mar corren las liebres. Por José María Carrascal

Que el Gobierno intente burlar al Estado para congraciarse con los nacionalistas asombra y asusta.

QUE los nacionalistas traten de burlar al Estado es casi normal. Que lo intente el Gobierno para congraciarse con ellos, asombra y asusta. Pero es lo que intenta Zapatero, según El País, dispuesto a modificar la Ley Orgánica del Poder Judicial para permitir a las Autonomías tener su propio Consejo General del Poder Judicial, tachado por el Tribunal Constitucional del Estatut. Pese a que el propio Zapatero ha dicho que la sentencia «ponía fin al proceso de ampliación de la descentralización política». Pero lo que dice Zapatero no vale arriba de 24 horas. También su vicepresidenta primera ha dicho que la subida del IVA apenas tendría repercusión en los ciudadanos, después de decir la segunda que supondría recaudar 5.150 millones de euros más. ¿De dónde van a sacarlos? Porque el IVA sale del bolsillo de los españoles. Miente la una o miente la otra. Posiblemente, las dos, pues ni se recaudará tanto ni será tan liviano a los ciudadanos. Este gobierno está instalado en el engaño y la ocultación. Cada vez que uno de sus miembros abre la boca, miente, sin importarle contradecir a la realidad o a sí mismo, como acaba de ocurrir al presidente.

Lo más indignante es que nos toman por idiotas, incapaces de distinguir lo negro de lo blanco, el día de la noche. Claro que muy listos no debemos de ser cuando les hemos aguantado seis años. Pero hay diferencia entre la ingenuidad y la estupidez. Diferencia que se ha sobrepasado conforme la crisis avanzaba y apoderaba del país como una inmensa marea de chapapote. Porque a los españoles puede engañársenos, dada nuestra tendencia a dejar todo para mañana y no ocuparnos jamás de él. Pero al resto del mundo, no. ¿Cómo queremos que las agencias de calificación no rebajen la nota de España? ¿Cómo vamos a pagar una deuda cada vez mayor y más cara? ¿No se dan cuenta nuestros gobernantes de que al engañar a su pueblo, se están engañando a sí mismos, al tiempo que cavan la sepultura de todos? ¿Qué pretenden con prolongar la ficción de que las cosas están encauzadas con las medidas que han tomado, si al mismo tiempo se descalifican negando lo obvio y proclamando lo inviable? ¿No advierten nuestras vicepresidentas de que no pueden anunciar al mismo tiempo un aumento considerable de la recaudación fiscal y una incidencia mínima de la fiscalidad? ¿No se percata el presidente de que no puede aceptar la sentencia del TC y disparar un torpedo contra ella?

No sé si los niños cantan todavía aquello de «Vamos a contar mentiras/En el mar corren las liebres/y en el monte, las sardinas/tra,la,la». Sólo temo que, a este paso, no queden liebres ni sardinas en España.


ABC - Opinión

A España se le atraganta Cataluña. ¿Culpable? Rodríguez. Por Federico Quevedo

Cuando a la muerte del dictador los padres de la patria y autores de la Constitución se plantearon el nuevo modelo de Estado, llegaron a la conclusión de que frente al exceso de centralismo vivido en la dictadura, había que contraponer un modelo similar al federalismo existente en otros países como Estados Unidos, donde lo que prima es el acercamiento de la Administración a los ciudadanos por la vía de la descentralización política. El modelo casaba a la perfección con la idea de Estado liberal que fundamentó aquel proceso: un Estado abierto, plural, diverso y próximo al ciudadano, pero que en ningún caso se alejaba del principio esencial de unidad de la nación española. Se buscaba, en definitiva, la mayor participación de los ciudadanos en la vida política por la vía del acercamiento de ésta a la sociedad, al tiempo que se pretendía garantizar un mejor y más accesible servicio por parte de la burocracia administrativa. Esa idea descentralizadora se completó con un paso más que los constituyentes dieron en el caso de las llamadas comunidades históricas, fundamentalmente Cataluña y el País Vasco, a las que por una razón sentimental se dotó de algo más de autogobierno que al resto –aunque luego se fueron igualando todas las autonomías-, aun sabiendo que al abrir esa puerta se corría el riesgo de que el nacionalismo nunca estuviera satisfecho, como así ha ocurrido.

La ‘cesión’ a la presión nacionalista se completó con una ley electoral que ha permitido que partidos realmente minoritarios en términos de representación nacional tengan, sin embargo, una presencia en el Parlamento que supera con mucho la que en justicia les toca, otorgándoles un papel moderador de la política nacional que no les pertenece en la medida que su anhelo nunca es el interés general, sino el particular que les caracteriza. Con todo, los constituyentes, conscientes del riesgo, siguieron adelante confiados en que la firmeza de principios de los partidos nacionales llamados a gobernar España –el PSOE por la izquierda y la UCD, primero, y el PP, después, por el centro-derecha- nunca les llevaría a traicionar la Constitución y el espíritu unitario que la impregna. Hasta que llegó Rodríguez. Seguramente los padres de nuestra Carta Magna nunca pudieron imaginar que alguna vez este país pudiera estar gobernado por un hombre sin principios y absolutamente dispuesto a todo por el poder, pero así ha sido. Lo cierto es que durante toda la Transición y los distintos gobiernos que la han protagonizado, la unidad de la Nación ha sido de las pocas cosas que ha logrado importantes consensos, de tal manera que nunca se ha llevado a cabo reformas que afectaran al modelo territorial sin el concurso de las dos principales fuerzas políticas, fueran estas reformas estatutarias o legislativas.

«Tal era su entrega a la ofensiva nacionalista, que los primeros borradores del Estatuto implicaban, en la práctica, la separación definitiva de Cataluña de España.»

Pero al final de la última legislatura del PP las cosas empezaron a cambiar. El proceso de traición al espíritu constitucional se puso en marcha con el Pacto del Tinell, avalado por Rodríguez, todavía en la oposición, y se completó a partir de 2004, aunque todavía las dos principales fuerzas políticas llegaron a un último acuerdo en esta materia: parar el Plan Ibarretxe, pero no por convicción de Rodríguez, sino porque no le convenía a sus planes que el País Vasco se adelantara a Cataluña. Superado ese escollo, Rodríguez –el Rodríguez que dijo aquello de que respaldaría el Estatuto que saliera del Parlamento de Cataluña- abrió la puerta al proceso secesionista catalán, impulsado por un Partido Socialista que, traicionando su propia idea de España, en aquella comunidad se hizo más nacionalista que el propio nacionalismo –algo que, por cierto, ya hizo en otras fechas de infausto recuerdo hace un siglo-. De hecho, tal era su entrega a la ofensiva nacionalista, que los primeros borradores del Estatuto implicaban, en la práctica, la separación definitiva de Cataluña de España. Consciente de que ni su propio partido aceptaría semejante reto, se propuso rebajar el tono de la reivindicación y, dejando de lado a los socios de su partido en el Tripartido, pactó con Artur Mas, en aquella famosa noche en que ambos se fumaron un cartón de Marlboro, un nuevo Estatuto más dulcificado pero que, en la práctica, era tan inconstitucional y tan provocador como lo que proponía ERC con palabras más gruesas.

El Estatuto se aprobó en las Cortes –pese a que muchos socialistas votaron tapándose la nariz- y en un referéndum que puso de manifiesto el escaso interés de la sociedad catalana por el asunto. Entonces no solo el PP, sino también otras instituciones, recurrieron ante el TC una norma que claramente suponía una reforma encubierta de la Constitución sin los trámites obligados para llevarla a cabo. Lo primero que hay que decir es que tanto el PP, como el resto de los recurrentes, cumplen una doble obligación moral, la de responder a la demanda de una parte muy importante de la sociedad española, y la de hacer valer la ley y el Estado de Derecho, razón por la que no puede ser censurable su actitud salvo que se haga desde una posición sectaria y, como bien dijo el jueves la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, fascista. Y es que, independientemente de lo ofendidos que se sientan algunos, cuando a un partido político o un grupo de personas se les pretende negar el derecho a discrepar, eso se llama fascismo, lo miren por donde lo miren. Y el caso es que, finalmente, después de una eternidad, el TC le ha venido a dar la razón al PP: había motivo para presentar el recurso, y eso es probablemente lo que más les ha incordiado. La sentencia, para que voy a negárselo a ustedes, deja mucho que desear, porque abre muchas puertas a que Cataluña mantenga una relación con España diferente a la del resto de Comunidades Autónomas, pero al menos anula los capítulos más secesionistas del Estatuto.

Si todo esto se quedara así, y se emplazara a un debate posterior, cuando en este país las aguas bajen más tranquilas, ya no esté Rodríguez en el poder y se pueda entonces hablar de una reforma de la Constitución que sirva para blindar al propio Estado de estas ofensivas nacionalistas, podríamos decir que bien está lo que, probablemente, bien acabe. Pero no es así. Lejos de dejar reposar la sentencia –a la espera de conocer la parte interpretativa de la misma-, el presidente Rodríguez se ha mostrado dispuesto a ir más allá y, como le pide Montilla, desarrollar la parte anulada del Estatuto por la puerta de atrás, es decir, mediante leyes que vulneren claramente la doctrina del Tribunal Constitucional. De nuevo nos encontramos en manos de un irresponsable que, dispuesto a todo por mantenerse en el poder, quiere hacer saltar por los aires el Pacto Constitucional y el modelo de Estado. Miren, cuando algunos advertimos de que este tipo de aventuras son peligrosas porque rompen la unidad de la Nación, no lo decimos por decir, ni pretendemos con ellos que esa ruptura se vaya a visualizar en un mapa distinto del territorio nacional. No, miren, esa ruptura se produce cuando resulta que un ciudadano español no puede hablar en su idioma natal en Cataluña, ni rotular en su tienda en castellano, ni ver una película de cine doblada al español. Y el único responsable de que el Estado haya dado un paso atrás y haya cedido en sus funciones de defensa de la legalidad y los derechos fundamentales de los ciudadanos en aquella región, se llama José Luis Rodríguez Zapatero.


El Confidencial - Opinión

Huelga. El cinismo de CCOO. Por Emilio J. González

Quien no respeta los servicios mínimos incumple la ley y quien incumple la ley debe ser castigado por ello. Es así cómo funcionan las cosas en un estado de derecho, por mucho que esto no les guste a los sindicatos.

Si uno escucha lo que dicen los sindicatos y no tiene en cuenta otras cosas, o simplemente no se para treinta segundos a pensar en lo que se dice, pensaría que los huelguistas del metro de Madrid y los sindicatos que les han arrastrado a una huelga tan salvaje como política son unas hermanitas de la caridad. Nada más lejos de la realidad. Quienes convocaron el paro, quienes decidieron incumplir los servicios mínimos, sabían muy bien lo que hacían y lo que pretendían, que no era otra cosa que desgastar al Gobierno de Esperanza Aguirre. No merecen ninguna disculpa por ello.

Lo primero que han hecho estos angelitos ha sido tachar a Aguirre de "hitleriana" y "fascista", unos adjetivos injustos para con la presidenta de la Comunidad de Madrid que, por lo visto, solo la izquierda española está legitimada para utilizar, porque cuando los ha empleado la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, en referencia al presidente de la Generalitat, José Montilla, por su actitud dictatorial en relación con el Estatut de Cataluña y la sentencia del Tribunal Constitucional, estos ‘paladines’ de la libertad se le han echado encima cargados de ira. Valiente ejercicio de cinismo.

El ‘pecado’ de Aguirre ha consistido, ni más ni menos, que en aplicar en la Comunidad de Madrid lo que el Gobierno de Zapatero ha aprobado para toda España, que no es otra cosa que la rebaja salarial del 5% a los empleados públicos, frente a la cual nuestros sindicatos subvencionados han preferido mirar hacia otra parte en lugar de convocarle a ZP la huelga que le han preparado a Aguirre. Dicen los sindicatos que el presidente del Gobierno ha dejado fuera del recorte salarial a los empleados de las empresas públicas. Eso es simplemente porque teme la reacción de los sindicatos, pero si hay que reducir el déficit público, hay que hacerlo con todas las consecuencias, sin andarse con chiquitas y sin excepciones de naturaleza política. Esta ha sido la forma de actuar de Aguirre, que tiene lo que a ZP y a muchos otros políticos españoles les falta, por la cual se ha ganado las iras de unos sindicatos que no representan a los parias de la Tierra, a los desposeídos, sino a las castas privilegiadas.

De casta privilegiada es, precisamente, como se puede definir a los conductores del metro de Madrid, los que decidieron incumplir los servicios mínimos decretados por la Comunidad y tomar como rehenes para sus intereses políticos a los ciudadanos. Porque mientras la mitad de los españoles no llega a los 12.000 euros al año, según los datos de la Agencia Tributaria, y el 75% no pasa de los 30.000 euros, ellos superan este nivel con holgura y, encima, tienen garantizado el puesto de trabajo de por vida. Por defender a estos ‘señoritos’ es por lo que los sindicatos han montado la que han montado, mientras millones y millones de españoles no tienen ni trabajo ni empleo. Ante ese drama social, CCOO y UGT callan. Vaya cinismo.

Dicen los de CCOO que la Comunidad de Madrid dictó unos servicios mínimos ilegales a sabiendas de que lo son. ¿Ilegales? Si no me falla la memoria, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid dijo que unos servicios mínimos del 50% en el transporte público se ajustaban a la legalidad. Entonces, ¿de qué están hablando? Pues de lo de siempre, de querer imponer a todo el mundo su santa voluntad, digan lo que digan los demás, sin importarles ni un pimiento los derechos de las personas, entre ellos el de no querer hacer huelga, derecho que vulneran una y otra vez esos mal llamados piquetes informativos. Quien no respeta los servicios mínimos, por tanto, incumple la ley, y quien incumple la ley debe ser castigado por ello. Es así cómo funcionan las cosas en un estado de derecho, por mucho que esto no les guste a los sindicatos. Por este mismo motivo, no se debe readmitir a aquellos trabajadores que incumplieron o forzaron el incumplimiento de los servicios mínimos. Es más, el Gobierno de Esperanza Aguirre, y todo el Partido Popular, deben mantenerse firmes en esa postura porque, de no hacerlo, en el futuro tendrán que soportar más huelgas políticas que sólo buscan alejarles del poder porque quienes las convoquen sabrán perfectamente que, hagan lo que hagan, no tendrán después responsabilidad alguna ni se verán obligados a asumir las consecuencias de sus actos. Donde impera la libertad, conductas como las que están manifestando los sindicatos estos días en Madrid son inadmisibles. Aquí también deberían serlo.


Libertad Digital - Opinión

La desnacionalización. Por Ignacio Camacho

El difuso proyecto político de ZP se ha basado desde el principio en la descreencia del concepto de nación española.

AUNQUE ha sido la crisis económica el factor determinante del desplome de Zapatero en la opinión pública, desnudando ante la mayoría de los ciudadanos españoles y los dirigentes extranjeros su incompetencia como gobernante y su frívola temeridad política, el doble mandato zapaterista contiene un elemento mucho más pernicioso que su manifiesta incapacidad para hacer frente a una profunda quiebra social y financiera: la desvertebración del Estado que tenía la responsabilidad de dirigir como primer ministro. El pésimo manejo de la recesión sólo demuestra al fin y al cabo su falta de preparación para ejercer la responsabilidad de Gobierno, una clamorosa ineptitud que cuestiona los filtros de selección de la vida pública española; la desnacionalización de España, sin embargo, constituye una estrategia de grave inconsciencia que ha comprometido, por intereses tácticos de corto vuelo, la urdimbre que sostenía la cohesión de nuestra sociedad democrática.

El Estatuto catalán es la pieza clave de esa intención disgregadora, afortunadamente embridada por el Tribunal Constitucional en una sentencia que al menos fija doctrina sobre unos mínimos infranqueables que el presidente permitió rebasar para establecer una alianza de intereses con los grupos soberanistas. Su difuso proyecto político se ha basado desde el principio en la descreencia del concepto de nación española, que todavía siendo jefe de la oposición consideró «discutido y discutible». Una vez en el poder aplicó ese relativismo suicida hasta unos términos nihilistas que suponían de hecho la transformación del modelo constitucional en un vago territorialismo confederativo, aflojando de forma decidida —mediante una oleada de reformas estatutarias regionales— los pernos que sujetaban desde 1978 el equilibrio del Estado de las autonomías. Para ello no tuvo reparos en mentir y engañar a unos y a otros, incluyendo a los propios nacionalistas, sorteando los obstáculos que él mismo levantaba con fintas improvisadas que han ido cuarteando las reglas y compromisos de la convivencia colectiva. Todavía esta semana, enfrentado a la realidad de un veredicto que pone freno a parte de su deriva fragmentadora, se ha permitido decir que el Estatuto es «básicamente» constitucional —como si un presidente pudiese conformarse con eso— y que da por cumplido el impreciso objetivo que le llevó a abrir la demencial carrera de soberanismo a la carta.

No parece, empero, que la exigencia del nacionalismo catalán se conforme ahora con el recorte del impulso al que dio alas la irresponsable dejación de las funciones presidenciales. Los primeros indicios apuntan a que, lejos de cerrar la desconstitucionalización encubierta, Zapatero se dispone a entregar, para mantenerse a flote, nuevas concesiones que avancen en esa inquietante deriva sin freno.


ABC - Opinión

Alejamiento peligroso

De la encuesta que hoy publica LA RAZÓN en torno a los efectos que ha tenido en la opinión pública el fallo del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán se desprende un preocupante divorcio de percepción entre los catalanes y el resto de los españoles. Es comprensible, y a nadie debería extreñar, que existan diferencias de sensibilidad y que la emotividad se exprese a veces de manera opuesta. Pero lo que se deja traslucir a propósito del Estatuto va más allá y ningún político o gobernante responsable debería archivarlo a beneficio de inventario y, menos aún, aprovecharlo para sacar tajada partidista. La encuesta tiene especial interés cuando plantea una pregunta clave: ¿a quién perjudica más la sentencia, a Zapatero o a Rajoy? Las respuestas son muy nítidas: la mayoría de los españoles estima que el más perjudicado es el presidente del Gobierno, que se erigió en el gran impulsor del Estatuto, mientras que en Cataluña se considera que el peor parado es el líder del PP, aunque el TC le haya dado en parte la razón y, sobre todo, haya avalado su decisión de recurrir. Más allá de la valoración ad hóminem, lo que subyace a estas respuestas es que el Estatuto catalán se ha vendido como un pulso entre el PP y el PSOE, en vez de lo que fue: una respuesta que los socialistas ofrecieron a las demandas nacionalistas para garantizarse el poder tanto en Madrid como en Barcelona. Las alianzas tejidas en torno a la reforma son las mismas que han permitido a Zapatero estos seis años de gobierno y a Montilla, los últimos cuatro. En vez de abordarse con el espíritu de consenso que configuró el mapa autonómico hace treinta años, con el apoyo de los dos grandes partidos nacionales, el nuevo Estatuto se planteó como un trágala al centro derecha, sobrepasando las costuras del traje constitucional. Esta polarización premeditada y alimentada por intereses partidistas ha hecho mella en la sociedad catalana, hasta el punto de que hoy, cuatro años después de abierto el proceso, el distanciamiento con el resto es mucho más acusado, más agrio y más visceral. Así lo atestigua, por ejemplo, el hecho de que la gran mayoría de los españoles encuestados esté conforme con el actual desarrolo autonómico, mientras que una mayoría catalana reclame más soberanía. Todo ello nos lleva a redoblar el llamamiento a la prudencia y a la responsabilidad que venimos haciendo desde que se publicó el fallo del Tribunal Constitucional. Salvo los que se aferran dogmáticamente a sus errores, como el PSOE, todas las demás fuerzas políticas coinciden en que esta reforma estatutaria ha sido una experiencia nefasta para la convivencia, negativa para la salud del Estado y desestabilizadora para Cataluña. En contra de lo que prometió Zapatero, que acusaba a Aznar de envenenar la convivencia con los nacionalismos, hoy existe más crispación, más suspicacias y más incomprensión mutua que entonces. Pero llegado a este punto, se debe exigir a los socialistas, como gobernantes en ambas orillas, que actúen con sentido de Estado, no azuzen más a una sociedad catalana necesitada de otras políticas para salir de la crisis, y retomen el camino del consenso constitucional con el PP, que nunca debieron abandonar por cordones sanitarios y pactos de exclusión.

La Razón - Editorial

Un semestre europeo a la altura de Zapatero

A pesar de que desde el Gobierno se ha calificado de sobresaliente la gestión de Zapatero en su semestre presidencial, su imagen ha sido la de un político mediocre, superado por las circunstancias e incapaz de proponer una idea válida sobre economía.

José Luis Rodríguez Zapatero recogió el pasado mes de enero el testigo de la presidencia rotatoria de la Unión Europea, entregado por el ministro de Asuntos Exteriores de Suecia. Sobrecogido por la magnitud del desastre de su gestión económica y con la vista puesta en las elecciones autonómicas y locales del año próximo, Zapatero entendió que era la ocasión propicia para compensar sus errores domésticos ofreciendo a los españoles la imagen de un político respetado en Europa y al mando de sus instituciones.

Nada más lejos de la realidad. Sólo comenzar su turno presidencial, quedó sobradamente evidenciado el escaso peso de Zapatero en los esquemas de toma de decisiones de la Unión Europea, especialmente en lo que respecta a la lucha contra la crisis económica. El ninguneo de Zapatero se veía agudizado por la existencia de un cargo permanente desempeñando las mismas funciones que el presidente de turno, pero no es ya que las opiniones de Zapatero para combatir la crisis, el objetivo fundamental de la UE, no le hayan importado a nadie fuera de nuestras fronteras, sino que ni siquiera el contenido más liviano de su voluntariosa agenda europea ha tenido el más mínimo resultado.


Sin ir más lejos, mientras los presidentes rotatorio y permanente competían para llevarse a su país la cumbre UE-EEUU, Obama decidía que tenía cosas más importantes que hacer en su país, de forma que los réditos en imagen pública que hubiera producido una foto de suya con Zapatero en Madrid desaparecieron por voluntad del presidente norteamericano.

Tras este primer sofoco, y a la vista de que las decisiones importantes en materia económica –algunas de la trascendencia del rescate de Grecia– se tomaban sin contar no ya con su opinión, sino tan siquiera con su presencia simbólica, Zapatero se puso su uniforme de feminista para intentar que la UE validara dos ideas de Bibiana Aído relativas a la violencia doméstica: la creación de un observatorio europeo sobre la violencia contra las mujeres y la aprobación de una orden europea de protección para las mujeres maltratadas. Nuevamente sus propuestas fueron rechazadas con el recado piadoso de que ya existen suficientes "observatorios" europeos y, en cuanto a la parte legislativa, la unificación de la normativa en materia de apoyo a estas víctimas cuenta con el obstáculo insalvable de las diferencias técnicas y jurídicas entre las normas internas de todos los estados miembros.

A pesar de que los miembros del gobierno han calificado de sobresaliente la gestión de Zapatero en su semestre presidencial, con un voluntarioso Moratinos calculando que los objetivos previstos se habían cumplido al cien por cien, la imagen que el presidente del Gobierno ha ofrecido a Europa y al resto del mundo ha sido la de un político mediocre, superado por las circunstancias e incapaz de proponer una idea válida para solucionar los graves problemas que padece la economía internacional.

En la escena doméstica, el fracaso de Zapatero no supone ninguna sorpresa porque, tras seis años dirigiendo el país, todos los españoles conocen sobradamente la capacidad del personaje. Para su desgracia, y gracias a este semestre en la presidencia europea, ahora también lo saben en toda la UE.


Libertad Digital - Editorial

Sindicatos fallidos

UGT y CC.OO. deberían reflexionar sobre la desafección notoria de un sector muy amplio de las clases trabajadoras hacia sus teóricos representantes.

DE acuerdo con la Constitución, los sindicatos son un elemento básico del Estado social y democrático de derecho en tanto que contribuyen a la defensa de los intereses que le son propios. Así pues, se trata de una institución esencial para encauzar las reivindicaciones legítimas de los trabajadores en una sociedad dinámica y desarrollada. Aquí y ahora, la opinión pública exige a los sindicatos que cumplan de forma adecuada sus funciones, sin someterse a las conveniencias de los partidos más o menos afines. Por ello, muchos ciudadanos muestran perplejidad e indignación ante la desviación intolerable con respecto a estas reglas básicas por parte de UGT y CC.OO. En efecto, lo mismo que un sector de la clase política se distancia de las preocupaciones de los ciudadanos, es fácil percibir que algunos dirigentes sindicales dan prioridad al interés particular de la organización sobre la defensa objetiva de los trabajadores.

Unos y otros han sido cómplices de Rodríguez Zapatero durante demasiado tiempo, contribuyendo a una política económica errática que ha disparado el paro hasta niveles inaceptables. En las negociaciones sobre la imprescindible reforma del mercado laboral, Cándido Méndez e Ignacio Fernández Toxo han mostrado actitudes inflexibles, propias de ideologías trasnochadas y de una concepción de sindicato como gestor de privilegios ya consolidados. Cuando el Ejecutivo —forzado por la situación de emergencia— aprueba el decreto ley de reforma, los líderes sindicales mueven ficha con sospechosa lentitud mediante la convocatoria de una huelga general a medio plazo.
Por ahora, las amenazas de romper la paz social solo se concretan en la huelga salvaje desarrollada en el Metro de Madrid que se dirige políticamente contra un gobierno del PP. Así las cosas, UGT y CC.OO. deberían reflexionar sobre la desafección notoria de un sector muy amplio de las clases trabajadoras hacia sus teóricos representantes. Así lo ponen de manifiesto la asistencia muy reducida a las manifestaciones que convocan, el fracaso sin paliativos de la huelga en el sector público o las críticas en voz alta a la función de los «liberados» sindicales, cada vez más alejados del ámbito diario en que desarrollan su labor muchos millones de trabajadores y, por supuesto, de los parados que carecen de expectativas a corto plazo. Los sindicatos no son correo de transmisión de los partidos políticos ni agentes de unos intereses parciales, sino organizaciones con una larga trayectoria histórica que deberían estar a la altura de las circunstancias para contribuir a encauzar esta grave crisis económica.


ABC - Editorial