domingo, 20 de junio de 2010

Causas. Por Jon Juaristi

La valerosa denuncia del sectarismo de la izquierda por parte de algunos disidentes socialistas se resiente de una visión maniquea del pasado.

ME conmueven las críticas de dos socialistas que estimo —Joaquín Leguina y Cristina Alberdi— a la manipulación sectaria de la guerra civil por la izquierda y sus farándulas. Leguina y Alberdi me hacen pensar —salvando las distancias, por supuesto— en don Julián Besteiro y su aislamiento en el seno del PSOE desde 1934 en adelante. Es curioso que a Besteiro nadie de su partido se haya propuesto reivindicarlo después de las tentativas ya lejanas de Andrés Saborit y Rodolfo Llopis. Tácitamente, la abundante literatura del exilio inspirada por la musa del arrepentimiento le dio la razón, pero el clima revanchista del zapaterismo ha inmunizado a los socialistas contra cualquier moral de la historia, si no contra la historia misma. A Leguina y a Alberdi, por desgracia, no cabe augurarles mayor influencia que Besteiro en las filas de sus correligionarios.

Con todo, hay algo que me distancia de los socialistas críticos, además del socialismo, y es su necesidad de poner a salvo la esencia democrática de la Segunda República, como si la Segunda República hubiera tenido una esencia que trascendiera a las actuaciones concretas de los españoles de entonces. Reconozco que Cristina Alberdi ha llegado bastante lejos al afirmar, esta semana, que, en vísperas de la sublevación militar, la República tenía ya muy poco de democrática. Y es que, en efecto, si la democracia se mide por la voluntad de integrar al adversario en el sistema político, todos avanzaron en dirección contraria desde el 14 de abril de 1931.

El pasado viernes, Jorge Martínez Reverte, en El País, ha publicado lo que podría considerarse una pieza canónica de la crítica asimétrica. Tras afirmar que no existe diferencia alguna entre las víctimas de Paracuellos y de Badajoz, sostiene que se debe partir de la premisa de que ninguno fue muerto con justicia, «por mucho que de los asesinos… unos fueran golpistas odiosos y otros fueran odiosos defensores (aunque nos pese a algunos) de una causa justa». Ahora bien, ¿a qué «causa justa» se refiere? En ninguno de los bandos se combatió por una sola causa. Los requetés lucharon por el Trono y el Altar; los falangistas, por la Revolución Nacional Sindicalista; los militares franquistas, por la mera supremacía del Ejército; los anarquistas, por el Comunismo Libertario; el POUM, por la Revolución Socialista; los nacionalistas vascos por la Independencia de Euzkadi(que así se escribía entonces) y los nacionalistas catalanes, concedamos que por una República Federal, como cuando se sublevaron contra la República realmente existente en 1934. Los comunistas, desde luego, por los intereses de Stalin, y los socialistas por objetivos diversos, según siguieran a Largo Caballero, a Prieto o a Negrín. Las causas fueron múltiples, y el bando de la «causa justa» de Martínez Reverte emprendió varias guerras civiles intestinas porque no había acuerdo acerca de cuál fuera aquélla. La catástrofe de 1936 fue el resultado lógico del antagonismo mutuo de las muchas causas desde los orígenes mismos de la Segunda República. Y si alguien —Besteiro, por ejemplo— trató de hacer algo por la integración democrática, se dio de bruces con el hecho de que los suyos no la querían. Como les pasa ahora a Leguina y a Alberdi.


ABC - Opinión

Otra España romántica. Por M. Martín Ferrand

El españolismo vuelve a ser materia para la confrontación en la España arruinada por Zapatero.

EN el supuesto de que España sea una realidad viviente, y no un conjunto de diecisiete fantasmagorías enhebradas las unas con las otras por el hilo de la Historia, debemos reconocer que su estado de salud es delicado y frágil. El primero de los síntomas es el enfurruñamiento constante, fundado o caprichoso, de los españoles. Algo nos pasa que no nos deja estar contentos. Algo, por supuesto, de mayor envergadura que José Luis Rodríguez Zapatero y de más grandes raíces que las de las crisis económica y social que nos afligen. El cuado clínico de tan respetable y voluminoso enfermo tiene más componentes del XIX que del XXI y, al margen del folclore y el casticismo —dos juegos peligrosos—, se parece bastante al de la España que retrató Próspero Mérimée que, ya lo decía Azorín, es tan verdadera como la de Francisco de Quevedo y Lope de Vega. Una frase mordaz y destructiva tiene aquí el valor de toda una obra y, con distintas actitudes, todos andamos a la espera de que caiga el telón.

Estoy pensando en María Emilia Casas, presidenta del Tribunal Constitucional y, posiblemente, la española que ve llegar el verano con mayor inquietud y angustia. Del mismo modo que la muerte de Fernando VII le dio grandeza y brío al Romanticismo español, la de Franco propició otro rebrote del fenómeno. Entonces fue la Carmen de Mérimée el símbolo y la seña del momento y hoy bien podría serlo, dicho sea con todo respeto, la María Emilia del Constitucional. El españolismo, unos a favor y otros en contra, fue la esencia de la España romántica y vuelve a ser materia para la confrontación en la España arruinada por Zapatero.


Para mañana está convocado un nuevo pleno de los diez magistrados del Alto Tribunal que tiene en sus manos el futuro del Estatuto de Cataluña y, por ende, el de un cierto sosiego en esta absurda pugna entre las partes y el todo en la que hemos instalado el centro y pivote de la realidad nacional. La sentencia parece inminente y ojalá lo sea. Por mala que fuere será menos nociva y desintegradora que un Estatuten vigor, generador y sostén de normas inciertas y gran motor de la inestabilidad del Estado. Algo especialmente indeseable en tiempos de tribulación en los que las prioridades debieran ser la transformación razonable de las estructuras administrativas del Estado, el alivio del paro, la reducción del déficit, la corrección del sistema financiero y el establecimiento de dos pilares fundamentales y hoy evanescentes: la educación exigente y rigurosa de los jóvenes y el funcionamiento cabal de la Justicia. Lo que nos queda por saber es si don José subirá al cadalso...

ABC - Opinión

La dura realidad. Por José Ramón Alonso

Si Zapatero confiesa en la intimidad de su despacho que lo peor está por llegar, sólo queda deducir que la realidad de España es complicada.

José Luis Rodríguez Zapatero se desnudó en el Congreso ante la pregunta de la diputada de UPyD Rosa Díez sobre la incertidumbre que ha generado la gestión de la crisis realizada por el Gobierno y su repercusión en el crédito de España en el exterior. El presidente, ante el asombro de los presentes, soltó una frase que se explica por sí misma: «El crédito de España es muy alto en el mundo. Es fruto de lo que hemos hecho todos durante 30 años; aunque seguramente el que menos ha hecho es este Gobierno, estoy dispuesto a admitirlo». Le traicionó el subconsciente y despertó del letargo en el que lleva sumido desde hace dos años. Dos años en los que no ha querido ver la crisis que ahora asfixia al país.

El despertar del Gobierno al mundo real se ha plasmado de forma clara esta semana. El primero en dejar aflorar el subconsciente ha sido el ministro de Fomento José Blanco, que confesó el domingo pasado que la economía española está tutelada. Mientras tanto Financial Times o Frankfurter Allgemeine Zeitung, deslizaban en sus páginas que España necesitará recurrir al fondo de rescate europeo. Dudas que aumentaron con el comentario hecho sin querer/queriendo por la canciller alemana, Angela Merkel: «España puede activar la ayuda si la necesita».

Desde dentro también hay voces que nos recuerdan la realidad. Francisco González, presidente del BBVA, ha dicho de forma muy clara: «Los mercados han retirado la confianza en España». Por si fuera poco y de cara a levantar el ánimo, el presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, desnudaba un poco más a Zapatero desvelando que le confesó que los ajustes «duros están por llegar».

Si desde Europa nos señalan con el dedo, si dirigentes de las principales entidades españolas hablan de problemas, si Zapatero confiesa en la intimidad de su despacho que lo peor está por llegar, sólo queda deducir que la realidad de España es complicada. Realidad a la que hemos llegado de la mano de un presidente sonámbulo que no ha querido ver lo que ocurría. Por suerte, parece que acaba de despertarse, y ha asumido que somos una economía tutelada por Europa, con cuyas directrices ha diseñado los ajustes para frenar el golpe con los decretos de recorte de gasto y de reforma laboral. Para que el despertar de Zapatero sea completo, sólo resta que asuma que él es parte del problema, y escuche el clamor que pide elecciones y cambio de Gobierno.


ABC - Opinión

Sabio consejero. Por Alfonso Ussía

Tengo que reconocer que, por esta vez, Zapatero me ha descolocado. Se cuenta del conde de Lowester. El conde casó con lady Margaret Cranshaw. Tuvo dos hijos con ella. Abandonó a lady Margaret y a sus dos hijos cuando se lió con Iris Potmowller, cajera de «Mark & Spencer» del establecimiento de Knithbridge. El conde, para engatusar a Iris, adquiría todos los días media docena de calzoncillos y otra media de calcetines. Con Iris compartió un hijo. Tanto Iris como el hijo pasaron a un segundo o tercer plano cuando el conde se enamoró con locura de Rose Padmington, una naturalista que había renunciado al amor en beneficio de los salmones. Su libro «Los cabrones de los nipones nos están dejando sin salmones» fue tan polémico como exitoso.

El conde consiguió que Rose también tuviera ojos para él, y convenció a Rose de que dejara durante un tiempo a los salmones y se dedicara al amor. De ese amor nació una hija. Cuando la niña aguardaba con ilusión la llegada de su padre para celebrar su fiesta de cumpleaños, lo que llegó fue una carta. El conde se había casado con Ainoa Igueldomendi, una española de San Sebastián, campeona de remo. No le dio tiempo a tener un hijo con Ainoa, porque el conde experimentó un patatús cardiovascular del que no pudo escapar con vida. Pero en su agonía, reunió en torno a su lecho de muerte a lady Margaret y sus hijos Ferdinand y Williams. A Iris Potmowller y su hijo Mark. A Rose Padmington y su hija Elleonora, y finalmente a Ainoa Igueldomendi, que renunció a remar en Orio al conocer el estado de gravedad de su conde. Y cuando los tenía a todos reunidos, con la voz apagada y la mirada bañada en lágrimas, les dio un último consejo. «Mujeres mías, hijos míos: ante todo, sed fieles en el matrimonio». Y expiró.

Dos días atrás, Zapatero se encontró por vez primera con su colega británico, David Cameron. Se trataba de una de esas reuniones a las que, por cortesía, los dirigentes europeos invitan a nuestro presidente por aquello de su presidencia europea con carácter semestral. «Ahí viene el gamberrete», acostumbra a cuchichear Ángela Merkel a Sarkozy cuando Zapatero ingresa en el salón de reuniones. Pero Zapatero, de cuando en cuando, sorprende y descoloca, y esa capacidad hay que reconocérsela con cierta dosis de admiración. Así que estaba estrechando la mano de David Cameron, cuando Zapatero, por medio de su intérprete, le dijo al Primer Ministro británico: «David, lleva a cabo cuanto antes las necesarias reformas económicas». Cameron, que es hombre de mundo, no pudo evitar emitir un sonido gutural más cercano al «¿Iejjj?» que al «glub glub». Y Zapatero le regaló un guiño a la ministra Salgado como diciéndole: «La mejor defensa es un ataque, chirri».

Y en efecto. David Cameron necesitó de algunos minutos para recomponer su ánimo. Esperaba de Zapatero cualquier cosa menos un consejo para atajar la crisis económica. La recomendación del conde de Lowester a sus mujeres e hijos en la antesala de la muerte es la síntesis de la prudencia y la coherencia comparada con el consejo de Zapatero a David Cameron. Y eso es lo que tiene. Que es inasequible al desaliento. Como contando chistes a los amiguetes en las barras de los bares de León, entre tapas y cañitas.


La Razón - Opinión

¿Podemos pagar nuestras deudas?. Por José María Carrascal

España ha sido siempre una buena pagadora, en todas las épocas. Pero en aquellos tiempos había Gobierno.

«SI debes un millón, tienes un problema. Si debes mil millones, el problema es de quien te los prestó», reza la máxima clásica en el mercado crediticio. ¿Cuánto debe España? Sinceramente, no lo sé, pues las cifras bailan como caballitos del tiovivo. «El endeudamiento público y privado supera el 340 por cien de nuestro PIB», o sea que debemos tres veces y medio más de lo que producimos anualmente, apuntaba en estas páginas Lorenzo Bernardo de Quirós, quien estimaba en 600.000 millones de euros lo que España necesita este año para atender a sus obligaciones, aunque no me quedó claro si en ellos se incluyen los 400.000 millones de deuda privada a renovar. En cualquier caso, una barbaridad, que explica el nerviosismo de los extranjeros poseedores de esa deuda y su endose en tromba a las medidas de Zapatero, aunque advirtiendo que el ajuste debe continuar. Nuestro problema ha pasado a ser el suyo.

¿Vamos a poder pagarles? España ha sido siempre una buena pagadora, con todos los regímenes y en todas las épocas. A Stalin se le pagó incluso en oro el material bélico que vendió a la República y Franco echó mano de lo poco que había para pagar a Hitler. Otro tanto ocurrió con la Transición, que resultó mucho más cara de lo que creemos, aunque no hubo que pagarla en sangre, que era lo importante.

El problema es que en aquellos tiempos había Gobierno, había hombres con sentido de Estado independientemente de su ideología, había país, había nación, había, en fin, España. Hoy, en cambio, ese país se ha convertido en una colección de países; esa nación, en 17 nacionalidades y al frente tenemos una pandilla —muchedumbre más bien— que sólo piensa en las próximas elecciones, es decir, en mantenerse en el poder los que lo detentan y en alcanzarlo los que están fuera. Su único horizonte es ese. Así no hay forma de hacer política ni economía ni planes ni nada. Si Zapatero ha hecho un reajuste es porque se lo han impuesto desde fuera y si los nacionalistas catalanes le ayudan a pasarlo no es por el bien de España, como dicen, sino para volver a gobernar en Cataluña (más de lo que ya gobiernan, cabría decir), y tener en Madrid un gobierno totalmente sumiso. Mientras en el resto del Estado, lo que predomina es el viejo «Yo agarro lo que puedo, y el que venga detrás que arree».

Esto es lo que hay, señoras y señores, en un país desactivado, desorientado, desmoralizado y endeudado hasta las cejas, nunca mejor usada la expresión, donde los optimistas se preguntan ¿cómo ha podido ocurrirnos esto?, los pesimistas ¿En qué va a parar esto? y los acreedores, ¿Van a poder pagarnos?


ABC - Opinión

Paz, piedad, perdón

El problema no son los muertos, sino los vivos que han puesto en almoneda ideológica los despojos del pasado

Entre las banderas que la izquierda radical enarbola como seña de identidad y aglutinadora de emociones figura de manera destacada la de la Guerra Civil. No se trata de una mera evocación nostálgica, de una reivindicación ideológica o de una revisión histórica, actitudes todas ellas perfectamente legítimas y sobre las que nada habría que objetar.

Lo censurable de esta mirada hacia atrás con ira es que se nutre de un odio revanchista como no había existido en estos treinta años de democracia, de un bronco deseo de ajustar cuentas y de un cainismo «guerracivilista» que la Transición democrática ya había superado con un gran esfuerzo de generosidad y reconciliación.

Montajes ideológicos como el de Garzón a propósito de las fosas de Lorca y de otros asesinados durante la contienda o el vídeo publicado días atrás por varios artistas en el que dramatizan determinados casos y desprecian la Ley de Aministía de 1977 son dos ejemplos claros de esa corriente vindicativa.


Pero el origen de todo ello ha sido la llamada Ley de Memoria Histórica que ha promulgado el Gobierno socialista con muy poca fortuna, escasa eficacia y ningún sentido de Estado. Nadie en sus cabales puede oponerse a que los descendientes de las víctimas de la Guerra Civil rescaten los restos de sus familiares para darles digna sepultura.

Sorprende que no se haya hecho mucho antes y que los poderes públicos no hayan ayudado a las familias en este doloroso trance. Desde estas mismas páginas hemos criticado la citada ley precisamente porque no prestaba el apoyo necesario a quienes deseaban cerrar sus dolorosas heridas. Pero una cosa es restituir la dignidad de las víctimas y otra bien diferente desenterrar a los muertos para arrojarlos al bando contrario.

Una cosa es reverdecer la memoria de los inocentes y otra bien distinta sacar tajada política de aquel sufrimiento 70 años después. La izquierda radical es muy libre de identificarse con aquella izquierda republicana de checa y paredón que asesinó a decenas de miles de inocentes, pero no tiene ninguna autoridad moral para identificar a la derecha democrática de hoy con los asesinos de Lorca y de las decenas de miles de víctimas igualmente inocentes.

Lo más inquietante, sin embargo, no es el ruido que hacen estos nostálgicos de la trinchera, sino las complicidades con las que cuentan, entre ellas la del Gobierno y la de ciertos sectores del PSOE. Nada bueno para la convivencia puede salir de este baile de muertos, que la inmensa mayoría de los españoles ya dieron por cerrado tras la muerte de Franco en uno de los capítulos más ejemplares y modélicos de la historia de la nación.

Si algún cabo quedó suelto entonces fue el de enterrar con dignidad a los muertos arrumbados en las cunetas del miedo y rendir homenaje a todas las víctimas, fueran del bando que fueran. Los muertos, todos los muertos inocentes, no tienen más dueño ideológico que el de la paz, la piedad y el perdón, como anticipó Azaña.

Todos merecen el homenaje de la España democrática que se ha levantado sobre la memoria de sus huesos y de sus sufrimientos. No, los muertos no son ningún problema para los españoles de hoy: lo son algunos vivos que han puesto en almoneda los despojos del pasado.


La Razón - Editorial

El presidente duplicado. Por Ignacio Camacho

El presidente analógico es un reformista de corte liberal, y el original era un socialdemócrata proteccionista.

COMO el protagonista de «El hombre duplicado» de Saramago, el presidente del Gobierno ha debido de ver en algún sitio a un político idéntico a él mismo. El presidente analógico es un reformista de corte liberal, expeditivo y pragmático, y el original era, o parecía ser, un socialdemócrata proteccionista aficionado a alardear de sus prejuicios ideológicos. En teoría, se trata de dos identidades incompatibles, diametrales, inconciliables, pero la posibilidad de alcanzar un desdoblamiento bipolar ha seducido a un Zapatero fascinado por la idea de perpetuarse a sí mismo a través de una personalidad distinta. La mitología griega ya abordó esta aporía existencial a través de la figura de dos caras de Jano, dios multifuncional de las puertas, los comienzos y los finales; una deidad ambigua en la que Camus encontró el símbolo de la partición moral de su personaje de «La caída»: un ser atormentado entre los lastres del pasado y las incógnitas del futuro. Exactamente como nuestro primer ministro, disociado ahora en dualidades contrapuestas forzadas por los avatares de la política.

A diferencia de Tertuliano, el confuso antihéroe de Saramago, Zapatero no busca las claves de su naturaleza en el espejo de su sosias ni trata de descubrir cuál de los dos es el impostor; persigue la perpetuación de su papel a través de una metamorfosis desdoblada. La absorción de una nueva identidad que suplanta la antigua como un disfraz de conveniencia no le causa trastorno ni incertidumbre porque una y otra forman parte de un carácter esencialmente adaptativo. El presidente es un político camaleónico que se define a sí mismo en relación con la temperatura ambiental, sociológica; su única cualidad persistente, su característica dominante, es la simbiosis con un poder en el que se mantiene incrustado mediante un intenso sentido de la supervivencia que anula cualquier atisbo de conflicto en la impostura. Ausente de reglas, asume los cambios con una facilidad esponjosa y los reviste de la misma intensidad retórica; según las circunstancias, puede defender sin remordimientos una idea y su contraria, y plantearse sin mayor compromiso una enmienda a la totalidad de su propia gestión. Es lo que lleva un mes haciendo con tanta naturalidad y desparpajo que se diría que jamás ha planteado nada distinto.

El presidente duplicado se ha asumido en su nuevo ser sin angustia, seguro, lejano de cualquier crisis de índole personal como la que afligía a la criatura saramaguista. En la política convencional, esta clase de reconversiones requieren el leve trámite de unas elecciones con un nuevo programa. Zapatero ni se lo plantea; simplemente se redibuja a sí mismo con plena desenvoltura, convencido de que los ciudadanos carecen de memoria como él de principios.


ABC - Opinión

El bueno, el feo y Eguiguren

Si el PSOE está realmente en contra de las insistentes declaraciones a favor de Batasuna de uno de sus presidentes regionales lo tiene muy fácil para que los españoles le creamos: no tiene más que expulsarlo del partido.

Como si de una película de serie B se tratara, asistimos a las declaraciones contradictorias de miembros destacados de un mismo partido político, con Eguiguren, López y Rubalcaba de trío protagonista, cada uno de los cuales no hace otra cosa que representar el papel que le ha sido asignado en el guión. Lo grave, en el caso que nos ocupa, es que esta obra barata trata sobre un tema tan trascendental para los españoles como la lucha contra el terrorismo.

Jesús Eguiguren, presidente del PSE, insiste sin recato en que el Gobierno debe legalizar de nuevo a Batasuna, sin que el hecho de que se trate de una organización terrorista, calificada como tal por los principales organismos internacionales incluida la Unión Europea, parezca importarle demasiado. De sobra sabe el maltratador que hay mecanismos sutiles de orden jurídico para devolver a los miembros de Batasuna a las instituciones. No sería la primera vez que se intenta ni, con Zapatero, será la última.


Ante esta ofensiva política puesta en marcha por el máximo representante del partido del Gobierno en las Vascongadas, que rebate de plano las leyes españolas vigentes y las sentencias de nuestros tribunales, la respuesta de los socialistas es una tibia desautorización que, en boca de Rubalcaba y dada la trayectoria del personaje, hay que entender como la confirmación de que ese es precisamente el camino que el PSOE se ha fijado como estrategia.

Mayor Oreja insistía ayer desde los micrófonos de esRadio en que no debemos fiarnos de la aparente firmeza constitucional del Ejecutivo, que es exactamente lo mismo que ha venido sosteniendo en los últimos meses, a pesar de que por resaltar esa evidencia recibiera severas críticas incluso desde su propio partido. La reciente andanada de Eguiguren declarándose abiertamente a favor de legalizar al brazo político de los terroristas es la confirmación de que unos mentían, los de siempre, y el ex ministro de Interior y actual portavoz de los populares europeos decía la verdad.

Si el PSOE está realmente en contra de las insistentes declaraciones a favor de Batasuna de uno de sus presidentes regionales lo tiene muy fácil para que los españoles le creamos: no tiene más que expulsarlo del partido como acertadamente ha exigido la secretaria general del Partido Popular. En ese momento comenzaremos a barajar la posibilidad de que tal vez el PSOE no tenga intención de humillarnos otra vez ante los terroristas de la ETA. Mientras tanto toda precaución es poca, sobre todo si uno de los personajes de la trama es alguien como Rubalcaba.


Libertad Digital - Editorial

Ahora le toca al tren

Rodríguez Zapatero se enfrenta otra vez a la indignación de muchos ciudadanos que sufrirán en su vida cotidiana las consecuencias de una política errática y sin sentido.

LA crisis económica que Rodríguez Zapatero se empeñaba en negar obliga a reducir los servicios públicos y a incumplir una y otra vez las promesas electorales del PSOE. Ahora le toca el turno al transporte ferroviario, a pesar de que es un elemento fundamental para vertebrar el territorio español en el plano social y económico. Hoy informa ABC sobre los planes de recorte que estudia el Ministerio de Fomento y que podrían afectar a más de la mitad de España, incluidas 24 capitales de provincia. El «tijeretazo» que planea ADIF parte de un análisis realizado con criterios estrictos de rentabilidad económica y aprovechamiento de infraestructuras al margen de las «alegrías» políticas que tango gustan al presidente del Gobierno. El departamento que dirige José Blanco estudia también la viabilidad de las nuevas líneas de AVE, creando incluso problemas a los intereses del PSOE en algunas comunidades autónomas. Así lo manifiesta de forma rotunda el regionalista Miguel Ángel Revilla sobre el gobierno de coalición en Cantabria. Lo peor de todo es que los ciudadanos (en Asturias, Cantabria, Murcia, Alicante y Almería) pueden ver defraudadas sus legítimas expectativas porque el aplazamiento «sine die» de las grandes obras públicas equivale en la práctica a una paralización del proyecto.

En la realidad del día a día, nada menos que 1,7 millones de viajeros podrían verse afectados por los planes de suprimir líneas actualmente en funcionamiento. Es lógico que se pretenda racionalizar la prestación de servicios y, tal como están las cosas, es evidente que las subvenciones públicas no pueden suplir todas las carencias. Sin embargo, el Gobierno tiene el deber de tratar de forma igualitaria a todos los ciudadanos, sea cual sea su lugar de residencia, y de impulsar el desarrollo socioeconómico de determinadas zonas para las cuales el tren supone un elemento dinamizador de máxima relevancia. Habrá que analizar con detalle la continuidad de servicios que no alcanzan un umbral mínimo de aprovechamiento, pero es imprescindible también impedir que siempre pierdan los mismos y que algunas zonas rurales se vean relegadas una vez más en favor de regiones más poderosas y con mayores réditos electorales para el PSOE. Así las cosas, Rodríguez Zapatero se enfrenta otra vez a la indignación de muchos ciudadanos que sufrirán en su vida cotidiana las consecuencias de una política errática y sin sentido a cargo de un Ejecutivo superado por las circunstancias y dispuesto a meter la tijera donde sea.

ABC - Editorial