martes, 25 de mayo de 2010

El despertador. Por Ignacio Camacho

LAS virtudes que no se practican con convicción acaban dejando al descubierto el cartón de la impostura.

Así, cuando la austeridad no es una costumbre política sino una imposición sobrevenida por las circunstancias acaba por mostrar la paradoja de una sociedad opulenta que, como decía Galbraith, tiende a confundir el lujo con las necesidades. Si una Administración pública puede apretarse el cinturón del gasto ante una emergencia, cabe preguntarse las razones por las que lo llevaba tan holgadamente desabrochado. La única respuesta posible no deja en buen lugar a una clase dirigente acostumbrada al despilfarro como método natural de gobernanza, y que sólo ha sentido la necesidad de ahorrar cuando ha sonado el fastidioso despertador de la amenaza de quiebra.

Sobresaltado por la alarma de su propio exceso, Zapatero parece haber descubierto de repente que el Estado tenía un agujero sin fondo por donde se escapaba el déficit que su Gobierno propiciaba. Para taparlo está echando mano de ocurrencias casi desesperadas, fórmulas extremas que, como la de congelar el crédito a los ayuntamientos, pueden ocasionar consecuencias imprevisibles y dar la razón a Milton Friedman, pope del neoliberalismo, cuando proclamaba que las soluciones de los gobiernos suelen ser tan malas como los problemas que tratan de resolver. Las instituciones españolas han derrochado tanto y con tan desahogada opulencia que ahora no saben frenar su tren de gasto sin recurrir a medidas radicales que ponen en solfa su anterior desmesura. Cuando una autonomía como Castilla-La Mancha aplica un recorte drástico de su organigrama y pasa de 93 empresas públicas a 40 merece sin duda una felicitación, pero acto seguido hay que preguntar a sus responsables para qué servía el medio centenar de organismos suprimidos, aparte de para colocar redes clientelares de empleos de confianza.

El Gobierno, que según su presidente no da bandazos, acaba de darse cuenta -a la fuerza ahorcan- de que su propia economía era insostenible, aunque le cuesta asimilar la necesidad imperativa de adelgazar porque ello implica admitir un fracaso. El modo en que reparte tijeretazos a ciegas revela un pavoroso descontrol de la estructura del gasto. No son bandazos sino auténticos tumbos pendulares los que está dando en esta abrupta enmienda a la totalidad contra sí mismo, recién aterrizado en la dolorosa realidad que negaban sus fantasías proteccionistas. Al asomarse al abismo de la insolvencia financiera le ha entrado un vértigo de balances sin cuadrar que los ciudadanos ya conocían en sus cuentas empresariales y familiares. Cuando despidió a Solbes le reprochó que le dijese que no había dinero para hacer política. Ha sido el último en enterarse de que, en efecto, no lo había; al menos para esa política. Aquí nunca parece haberse planteado nadie que, con crisis o sin ella, gobernar bien es sobre todo gobernar barato.


ABC - Opinión

Cajas. Los políticos tratan de conservar su cortijo. Por Juan Ramón Rallo

Es preferible que los españoles paguemos aún más impuestos a que en pública y libre subasta se liquiden estos cortijos de nuestros politicastros que son las cajas de ahorro. Quizá a usted no le parezca racional, pero desde luego a ellos sí.

Otra de tantas mentiras que nos contó Zapatero (y van...) fue que teníamos "el sistema financiero más sólido del mundo". No hacía falta ser un lince para saber que tal afirmación era una ridiculez: si nuestro país acababa de padecer la mayor burbuja inmobiliaria que el mundo haya conocido en la última década y más de dos tercios de todo el crédito de las cajas de ahorro se concentraba directamente en ese negocio que tenía que desinflarse en un 40%, a buen seguro íbamos a asistir a un reguero de quiebras, reestructuraciones y rescates públicos de nuestras entidades.

De momento han caído en desgracia Caja Castilla-La Mancha, Cajasur y la Caja de Ahorros del Mediterráneo. PSOE y PP ya pueden culparse mutuamente de ser unos corruptos y unos pésimos gestores, echando de refilón algo de basura sobre la Iglesia. Al fin y al cabo, todos tienen ya algún pufo en su haber cuyo coste, por supuesto, volverán a cargar sobre los hombros del conjunto de los ciudadanos a través de ese instrumento llamado FROB.


No entraré en el típico debate sobre si es preferible dejar quebrar a los bancos antes que rescatarlos con fondos públicos. Ya expuse mi opinión sobre las opciones que había teníamos para reestructurar el pasivo de estas entidades sin inyectar un solo euro del contribuyente. Pero sí quiero comentar que existe algo de antinatural en este proceso amañado y orquestado entre los jefes de los politiquillos que copaban las cajas para seguir copándolas una vez quebradas.

Si nuestros mercados financieros tuvieran algo de libres, cabría esperar que las fusiones o las adquisiciones se plantearan y se realizaran no sólo entre cajas, sino también entre cajas y bancos, nacionales y extranjeros, e incluso entre cajas y grandes inversores. Sólo hace falta observar el proceso de reestructuración estadounidense para darse cuenta de las enormes diferencias con respecto al que está teniendo lugar en nuestro país. Allí, pese al notable intervencionismo de la administración Bush, el banco comercial JP Morgan adquirió al banco de inversión Bear Stearns y a la caja de ahorros Washington Mutual; el banco comercial Bank of America compró al banco de inversión Merrill Lynch; y el banco comercial Wells Fargo se hizo con el también banco comercial Wachovia después de sobrepujar al banco comercial Citigroup. Y a su vez, el multimillonario inversor Warren Buffett acudió presto a adquirir acciones del banco de inversión Goldman Sachs y del banco comercial Wells Fargo cuando consideró que sus precios eran lo suficientemente atractivos.

Semejante dinamismo es inconcebible en nuestras cajas y lo es por una simple razón: los políticos nacionales, autonómicos y locales desean conservar su chiringuito. ¿Qué sería de ellos y de sus lacayos si estas entidades se privatizaran y se vendieran al mejor postor a cambio de asumir todos o una gran parte de sus pasivos? Pues que con toda seguridad saldrían de sus consejos de administración. Así, es preferible que los españoles paguemos un sobrecoste en impuestos a que en pública y libre subasta se liquiden estos cortijos de nuestros politicastros. Quizá a usted no le parezca racional, pero desde luego tiene toda la lógica del mundo desde su perspectiva.

Y, por cierto, vuelvo a insistir con mi tema: si esta crisis es culpa de la desregulación financiera estadounidense y de la avaricia típica del capitalismo, ¿por qué estas entidades controladas por políticos y que no habían invertido en productos financieros complejos de ningún tipo sino en el muy tradicional negocio del ladrillo son las primeras que quiebran en España? Si los sabios políticos son quienes han de redactar las normas que de una vez por todas terminen con los ciclos económicos, ¿cómo es posible que ellos sean los primeros en quebrar los bancos que quieren regular? Pues porque no se trata ni de la desregulación ni de la avaricia, sino de este perverso sistema donde unos bancos ilíquidos gozan del privilegio de refinanciarse permanentemente en ese monopolio de la emisión del dinero fiduciario que es el banco central. Eso es lo que deberían regular –o desregular, como pedía Hayek cuando hablaba de desnacionalizar el dinero– y lo que por supuesto nunca liberarán. Si ya les cuesta con las cajas, no hablemos ya del dinero.


Libertad Digtal - Opinión

De viejos y esperpentos. Por Hermann Tertsch

ESPECIALISTAS aseguran que el presidente del Gobierno ha envejecido mucho.

Lamento decir que me hubiera gustado que ese proceso hubiera sido más precipitado. Porque el daño que inflige a este país ha adquirido una velocidad que ni su encanecimiento ni el deterioro general físico que pueda sufrir nuestro Gran Timonel pueden aguantar. Hay sin duda formas rápidas de llegar a la decrepitud. Pero me temo que la ahora descubierta no nos salve ya de la decrepitud general. Para evitar hundir a este país en la crisis más grave desde la guerra civil se le tendría que haber caído el pelo a Rodríguez Zapatero el 15 de marzo del 2004. Antes del entierro de 192 compatriotas e inmigrantes. Hoy es demasiado tarde. En todo caso le deseo buena salud y una vejez tranquila, aunque sus responsabilidades en las tragedias diarias de tantos millones de españoles estén claras. Aunque el daño generado a un país como el nuestro que llevaba treinta años resurgiendo en libertad y prosperidad es inenarrable. Que tenga una buena vejez, nadie le persiga ni ejercite venganza por sus actos, ofensas y daños a tantos españoles y pueda plácidamente concluir su vida con su Sonsoles y sus hijas góticas. Estoy seguro de que los españoles con la conciencia tranquila porque jamás le votaron controlan sus instintos básicos. Y no recurrirán a recursos de la chusma tan bien utilizada por esta maldición de presidente en estos años de su campaña de odio. Le deseo por tanto buena salud y una seguridad que probablemente les falte a muchísimos españoles durante muchos años por su culpa. Porque pintan bastos.

Dice el Fondo Monetario Internacional, después de habernos hecho una visita, que lo llevamos crudo. Cuando crezcamos algo -ya veremos cuándo lo haremos realmente-, no creceremos para crear empleo. Durante mucho tiempo. Cuando probablemente con cinco millones y medio de parados nos instalemos en ese limbo que es el crecimiento entre el cero y el dos -que no vale para nadie y para nada porque no se creará empleo y los espantados inversores tendrán el dinero muy lejos de este país-, veremos cómo se ponen las calles. Porque aquí todo el mundo habla de economía, los más ingenuos se creen que la cosa cambiará pronto, pero pocos hablan del problema de la seguridad que se nos echa encima.

Porque la economía sana -destrozada hoy aquí en España- es premisa para la seguridad. Como la seguridad -también la seguridad jurídica que este Gobierno ha hundido- es premisa para que funcione la economía. Y como aquí no funciona ni una ni otra, el dinero decide tomar las de Villadiego. Y si no se genera riqueza se produce miseria. No pidan patriotismo al dinero porque es infantil hacerlo. El dinero hoy hace lo que le da la gana hasta en China. Y nos hemos convertido en un país inhóspito para quienes no quieren problemas. No le pidan patriotismo ni siquiera al dinero del presidente del Congreso. Capaz es de llevarse la hípica de Toledo a Wiesbaden. Hay que imaginarse a José Bono y al Pocero, señor de Seseña, en aquella ciudad alemana con tanta tradición hípica. Con sus señoras con sombreros propios de Ascot. Equivocándose de cubiertos, supongo.

Mientras el FMI publicaba su demoledor informe sobre el estado de nuestras cosas, aquí, ayer, el señor de Iznajar, presidente de la Generalidad de Cataluña, otro que dudará con los cubiertos, se gastaba el dinero de los españoles en ese hazmerreír de amenazarnos en cinco idiomas en el Senado en Madrid. Dice Montilla que si no obedece el Tribunal Constitucional a sus deseos nacionalistas y socialistas o viceversa, puede haber conflicto entre España y Cataluña. ¿Cómo que entre España y Cataluña? ¿Como entre Córdoba e Iznajar? ¿Como entre Tordesillas y Valladolid? Ya está bien de bromas. El FMI nos está diciendo que este país puede ser pronto un país fracasado. Un país fuera del entorno del bienestar. Y los analfabetos en cinco idiomas nos amenazan con cargo a nuestro dinero. Ustedes sabrán hasta cuándo seguimos con esta broma de mal gusto. Con este esperpento del viejo prematuro.


ABC - Opinión

Decreto de Feijóo. Promesas rotas. Por Cristina Losada

En España, la derecha más tradicional ha sido, casi siempre, regionalista. O sea, gran partidaria de lo plural y diverso, y posmoderna antes de la Modernidad. Feijóo continúa avanzando hacia atrás.

Núñez Feijóo ha presentado, al fin, la criaturita. Es una criatura mutilada, que lleva por nombre decreto de plurilingüismo. Con ella en brazos, el presidente de la Xunta puede presumir de no haber dejado con cabeza a ninguno de los títeres que salieron en el guiñol de la promesa electoral. Si se había propuesto desmentirse a sí mismo, lo ha logrado con creces. Sólo los caballeros de antaño y los feroces radicales se aferran a la palabra dada. Y Feijóo, que no es nada de eso, ha querido demostrarlo llevándose la contraria. ¿Dijo consultas a los padres para elegir el idioma de las asignaturas? Pues ahora queda una y de milagro.

Al igual que Zapatero en lo suyo, el sucesor de Manuel Fraga pide amparo en las circunstancias. Un informe del Consello Consultivo de Galicia sostiene que preguntar a los padres por la opción lingüística que prefieren para sus hijos es una ilegalidad de tomo y lomo. La tal ilegalidad se viene perpetrando en varios países, pero el organismo que preside la hermana de Cándido Conde-Pumpido tiene una idea de la ley diferente a la que rige en esas democracias asentadas. Es más, su idea diverge incluso de la doctrina del Constitucional. Pero Feijóo se ha agarrado al pasmoso dictamen para su "donde dije digo, digo diego". Y una de dos, o su gobierno, por pura ineptitud, ha sido incapaz de preparar un decreto viable a lo largo de un año, o pretende posponer sine die el cumplimiento de sus compromisos.


El escaqueo de Feijóo no es novedad, pues ya durante la larga gestación de ese decreto, fue retrocediendo. No se ha ahorrado con ello ni protestas callejeras ni airados manifiestos acusándole de exterminar la lengua gallega. Pero había que ajustar lo prometido al lecho de Procusto identitario, que es donde descansa el poder en las autonomías. No en vano el PP de Galicia, como dijo una vez el mentado, lleva la identidad galleguista en los genes. Y es que, en España, la derecha más tradicional ha sido, casi siempre, regionalista. O sea, gran partidaria de lo plural y diverso, y posmoderna antes de la Modernidad. Feijóo continúa avanzando hacia atrás.

Libertad Digital - Opinión

El farfollo y la nación india. Por Tomás Cuesta

SI quedaban dudas sobre la verdadera utilidad del Senado, el esperpento de ayer confirma que la Cámara Alta se ha convertido en un pesebre con piscina y solarium, el club social donde deponen los múltiples virreyes, chulos de taifa y agregados que disponen de asiento, derecho o turno de réplica en la institución, tan remozada como obsoleta, inútil y prescindible en sus funciones.

Pretendido parlamento de representación territorial adaptado a la España artificial, se abrió al presidente de la Generalitat catalana, quien se erigió en el «Sitting Bull» de la Nación India, el jefe nativo de una piel de toro a subasta entre navajos, pies negros, arapahoes y los últimos mohicanos. A todos ellos se dirigió Montilla y a cada uno en su lengua. Sólo le faltó tocarse con las plumas típicas de cada tribu: chapela, boina, barretina y el paraguas gallego. Cuando lo único que se pretende es no hacer el ridículo puede llegar a hacerse historia, pero cuando lo que se quiere es hacer historia, se acaba siempre por hacer el ridículo, que es lo que le pasó a Montilla, chapoteando en lenguas ininteligibles hasta para los traductores formados en las ikastolas, escolas y colegios de tres décadas de desastre educativo nacional. Lo de menos era el guión, una turbia y torpe maniobra para derribar el Tribunal Constitucional y aposentar el absurdo jurídico de que la soberanía nacional es divisible, que una parte puede decidir por el todo y que la nación es un conjunto de naciones cuyo pasado es una entelequia y cuyo futuro depende de los caudillos forales.

Más que por el gasto, que también, el entremés senatorial resulta ofensivo para el común por la obscenidad plástica con la que muestra el absurdo desempeño de tan ilustres señorías. La visita de Montilla, sus reuniones, la comparecencia de Leire Pajín, la número tres del PSOE, ahí es nada, cual ariete de la lógica filosófica a favor de la remoción del TC, y todo el ceremonial que implica abrir y cerrar el Senado, airear pasillos, disponer comedores, habilitar reservados y recomponer despachos es el reflejo leve y decorativo de una mar gruesa, de fondo, agravada por la crisis. Al margen de la sentencia del Estatut, éste se aplica con toda su crudeza y en toda su extensión, sin prevenciones que valgan, entre la anuencia de CiU y la pasividad del PP, con lo que los lamentos de Montilla deberían tener menos crédito que el propietario de un puesto de trile en las Ramblas. Es el victimismo de siempre, aunque el presidente de la Generalitat ni sepa a qué está jugando ni a quién beneficia, lo mismo que Pajín, cuyas extensiones, dicho sea de paso, llegan ya hasta la plaza de Sant Jaume.

Al ciudadano medio, al hombre atribulado, al tipo perplejo se le deben agitar las entrañas ante la contemplación de un sarao tan poco consistente a los efectos de capear el temporal. En medio de la tormenta, las disquisiciones sobre el encaje de Cataluña en España suenan a reflujo del esófago y no acrecientan la confianza ni del electorado, ni de los contribuyentes, ni de los mercados en la economía española. Todo lo contrario, el temor al colapso se torna certeza si quienes deberían empuñar las tijeras tocan el violín y se mantienen fieles a sus gustos de estadistas multilingües de amplio despliegue diplomático. Son las Autonosuyas. Don Antonio Ozores, que nos dejó hace unos pocos días, hizo del farfollo una lengua universal, un recurso humorístico que era una herramienta tan sutil como demoledora para la crítica política, una jerga surrealista incomprensible que remataba con un «he dicho» en medio de un rostro de solemnidad que le hizo inmortal. Antonio Ozores era un pedazo de actor y el humor es una cosa muy seria como para que la memez de ayer en el Senado merezca llamarse el día del farfollo, aunque eso pareciera, siendo benévolos, lo que hablaba Montilla en su alocución a las tribus. Más bien le cuadra lo de las flechas y las plumas. Jau, Montilla.


ABC - Opinión

Senado. Ataúlfo, Montilla, Recaredo y Wamba. Por José García Domínguez

ZP y Montilla no padecieron la menor angustia por la renovación del TC mientras les asistió la certeza de que María Emilia aliñaría una sentencia a su gusto. Sin embargo, al trascender que el cambalache no estaba bien atado, se desató el pánico escénico.

Obrado el milagro de Pentecostés en el Senado, al punto de que José Montilla zahirió allí con idéntica saña a Pompeu Fabra y a Nebrija, sólo nos restaba asistir a otro prodigio no menos portentoso, el de la conversión de ese rudo políglota a los principios del parlamentarismo constitucional. Pero, como dicen los periodistas deportivos cuando pierde el equipo de casa, no pudo ser. Y es que el president, al modo del vulgo, tiene interiorizado en el cerebelo que la democracia no es nada más que la dictadura de la mayoría; algo así como un sucedáneo de la monarquía electiva visigoda de Ataúlfo, Recaredo y Wamba, apenas con la única peculiaridad de que la espada del déspota se subasta en pública almoneda cada cuatro años.

De ahí que a don José no le quepa en la cabeza –ya de por sí angosta– el extravagante principio ilustrado de la independencia judicial. Una tara ideológica, ésa del Muy Honorable, que no acarrearía trascendencia mayor si no la compartiese con su igual, Zapatero. Consecuentes, uno y otro no padecieron la menor angustia por la renovación del Constitucional mientras les asistió la certeza de que María Emilia & Cía. aliñarían una sentencia a su gusto. Sin embargo, al trascender que el cambalache no estaba atado y bien atado, se desató el pánico escénico entre su grey, la catalanista. Procedía, entonces, cambiar ipso facto, sin mayor demora, ya mismo, al árbitro, a los linieres, a los recogepelotas y hasta al utillero de las almohadillas; en medio del partido, naturalmente.

Y en tal empeño anda ahora mismo ese par de dos; prestos ambos a educar a los supremos magistrados de la nación en el mismo principio de obediencia que rige para ujieres, mayordomos, marmotas y propios en general. Por lo demás, es ése, el de la renovación súbita, asunto que igual interesa a Montilla con tal de dilatar por todos los medios el veredicto final del Tribunal; al menos, hasta que hayan pasado las elecciones domésticas en Cataluña. Ya se ha dicho aquí más de una vez: a estas alturas del fiasco estatutario, la única sentencia que le sirve al PSC es la no sentencia, cualquier otro pronunciamiento devendría fatal para ellos. Ansían, pues, ganar tiempo. Para seguir perdiéndolo.


Libertad Digital - Opinión

El PSOE, al compás de Montilla

TRAS la intervención del presidente de la Generalidad de Cataluña, José Montilla, ante el Senado, en la que renovó la tradicional amenaza que se cierne sobre las relaciones entre Cataluña y España, el PSOE ha anunciado que apoya la renovación del Tribunal Constitucional y acepta los dos candidatos que habían propuesto las Comunidades Autónomas gobernadas por el Partido Popular hace más de un año.

Al final se demuestra que el veto socialista a Francisco Hernando, ex presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, y a Enrique López, ex vocal y portavoz de este órgano de gobierno de los jueces, era la causa del bloqueo a la renovación del TC. Donde los socialistas veían obstáculos insalvables para aceptar a Hernando y a López, ahora sólo hay prisas para alcanzar un acuerdo. Entre ambos extremos no ha habido más novedad que la presión del tripartito catalán en su estrategia de deslegitimación del TC, cuyo objetivo es impedir la revisión constitucional del nuevo Estatuto de Cataluña. Como este resultado es imposible, porque la Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, la pretensión del tripartito es forzar un cambio de reglas en el funcionamiento del TC y, además, una renovación que cambie la actual correlación de fuerzas en el seno de esta institución.

Es evidente que el TC ha contribuido decisivamente a esta polémica sobre su funcionamiento en relación con el Estatuto catalán, pero para el tripartito presidido por Montilla, el problema no es el mal estado de este tribunal, sino la certeza de que la mayoría de sus magistrados están de acuerdo en que, con mayor o menor amplitud, el Estatuto tiene preceptos inconstitucionales. El debate interno se centra en cuánta inconstitucionalidad debe declararse. Por tanto, una primera conclusión permite afirmar que el Partido Popular acertó plenamente al interponer el recurso de inconstitucionalidad que tanto está costando al TC resolver. Y la segunda conclusión es que el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero ha introducido el Estado de las Autonomías en una discordia irresponsable, con un cambio del modelo constitucional que no ha pasado por los trámites que prevé la Constitución para su reforma.

El PSOE ha acreditado carecer de criterio propio ante la grave situación que atraviesa el TC. Su actitud oscila entre la tradicional trasferencia de culpas al PP y el seguidismo al tripartito catalán -sintomático de su debilidad política-, eludiendo comportarse como corresponde al partido gobernante, es decir, defendiendo las instituciones y actuando sin oportunismo. La súbita aceptación de la renovación del TC tiene toda la apariencia de una nueva trampa al PP.


ABC - Editorial

El Estatut, la otra gran chapuza de Zapatero. Por Antonio Casado

El apadrinamiento del Estatut, en el que no faltaron las gestiones por debajo de la mesa (recuérdese el clandestino viaje de Artur Mas a Moncloa en el verano de 2005), fue una de las dos obras predilectas de Zapatero. La otra fue el intento de acabar con ETA por la vía del diálogo. Pinchó en la segunda y va camino de pinchar en la primera.

Desde que Maragall alzó la bandera de la reforma estatutaria (2003) jaleado por Zapatero (en el Gobierno central a partir de abril de 2004), hasta que el presidente de la Generalitat, José Montilla, dijo ayer mismo en el Senado que “está en riesgo la relación de Cataluña con España”, los acontecimientos han ido conspirando para que el desenlace sea el segundo gran pinchazo del zapaterismo. Con sentencia del Tribunal Constitucional antes de las elecciones o sin ella, con Tribunal renovado o sin renovar, la chapuza está garantizada.

El último despropósito es la inesperada prisa del Gobierno por sustituir a los cuatro magistrados que agotaron su mandato en diciembre de 2007, con la descarada intención de desactivar la ofensiva de Montilla -en nombre del frente catalanista- contra el Tribunal Constitucional en su actual composición. De paso, que los trámites para renovarlo frenen el séptimo intento de conseguir un fallo que de todos modos sería parcialmente hostil. Última derivada: impedir, como sea, que haya sentencia antes de las elecciones catalanas del otoño.


El imperio de la ley

El PP no puede oponerse a la renovación pero pedirá que se amplíe a cinco magistrados. Es decir, los cuatro que debe nombrar el Senado más la plaza vacante por fallecimiento de Roberto García Calvo, que corresponde al Congreso. El detalle no es menor porque, según las cuotas de reparto entre PSOE y PP, la renovación de sólo los cuatro caducados generaría una mayoría progresista. Si se amplía a la sustitución por fallecimiento las cosas volverían a dejar las cosas como ahora, con ligera ventaja conservadora. Esa es la clave, habida cuenta de que el PP se malicia, con razón, que los socialistas tratan de forzar en favor de sus intereses una nueva relación de fuerzas.

Por eso los dirigentes del PP te cuentan que, naturalmente, no se oponen a la renovación propuesta ayer por el vicepresidente del Gobierno, Manuel Chaves, en el Senado, pero que no están dispuestos a consentir que el PSOE quiera fabricarse una mayoría a su medida para lograr una sentencia ad hoc. O sea, que no va a ser fácil conseguir un nuevo Tribunal Constitucional antes de las elecciones catalanas, pero el intento puede convertirse en una nueva excusa para seguir retrasando la sentencia sobre la encaje del Estatut en la Constitución.

Entretanto, sigue activada esa bomba de relojería que consiste en contraponer la voluntad popular al imperio de la ley que animó nuestro foro de ayer. Personalmente entiendo las razones políticas del catalanismo ofendido porque una ley aprobada por las Cortes Generales y ratificada en referéndum popular pueda ser parcialmente abolida por el Tribunal Constitucional. Pero creo por encima de todo en el imperio de la ley, que es el antídoto de la arbitrariedad. También entiendo que el Tribunal actúa en nombre de la ley de leyes como único órgano legitimado para ejercer el control de constitucionalidad. Asunto distinto es que los dos grandes partidos políticos hayan contribuido a su desprestigio con su irresponsable incapacidad para haber renovado el Tribunal cuando tocaba. Hace nada menos que dos años y cinco meses.


El Confidencial - Opinión

Ni podemos ni debemos permitírnoslo

El poder que se ha autoarrogado la clase política que dice representarnos es intolerable y constituye el primer causante de la ruina económica, moral e institucional de la España actual.

Emulando a los violinistas del Titanic que con el barco semihundido y la cubierta inclinada sobre el mar seguían tocando para transmitir en vano al pasaje que no había peligro, la casta política permanece ajena al drama económico que aflige a millones de familias españolas. Hace tiempo que su serenata del “aquí no pasa nada” dejó de surtir efecto. Hoy la primera y casi única preocupación de los ciudadanos es la crisis, que se traduce en un desempleo monstruoso y en una falta de expectativas entre los sectores mejor preparados y más productivos del país, los únicos que pueden liderar la salida de este agujero negro en el que nos ha sumido la intervención monetaria primero y el desbocado gasto público después.

Pero la política tiene sus propios tiempos y, especialmente, sus propios y sacrosantos intereses. Se empeñan en hacérnoslo saber a diario desde que se produjo el descalabro. Cuando la sociedad vio de lejos las negras nubes de la recesión empezó a ahorrar. Sus políticos hicieron exactamente lo contrario, se lanzaron sobre la caja y, cuando ya no quedaba nada en ella, pidieron prestadas ingentes cantidades de dinero fuera de España para atender sus cuantiosos gastos corrientes. Llegado el momento de la verdad, que es el que estamos viviendo en estas semanas de pasión, lejos de despertarse y mirar de frente a la realidad, perseveran en su actitud asocial e inmoral de gastar a manos llenas mientras el país se hunde literalmente delante de sus narices.

La indigna farsa que José Montilla ha protagonizado en el Senado es el enésimo ejemplo de una clase, la compuesta por el medio millón de políticos de todos los partidos, que ha perdido el norte, que ha colocado sus fines como únicos a cumplimentar enteramente, al tiempo que consumaba el divorcio definitivo con la sociedad civil que le permite vivir a cuerpo de rey. España no puede permitirse el lujo de tener tanto y tan bien remunerado político, no puede atender sus onerosos caprichos, que, cuando no van dirigidos al pastoreo de votos, van directos a autosatisfacer la demanda de la propia casta, o a azuzar las nocivas cuestiones identitarias que tanto daño y tan caras han salido al país durante los últimos 30 años.

Durante las vacas gordas ese mal pasaba desapercibido en medio de la fiesta de dinero barato y expansión sin límite. Hoy ya no es así y, como esos tiempos no pueden volver porque todo era mentira, seguirá siendo así por mucho tiempo. El poder que se ha autoarrogado la clase política que dice representarnos es intolerable y constituye el primer causante de la ruina económica, moral e institucional de la España actual. Ha llegado el momento de que dentro se haga un profundo examen de conciencia como el que el consejero madrileño Francisco Granados ha invitado a hacer a la Cámara Alta.

Con la que está cayendo no podemos permitirnos el despropósito de que el presidente de una comunidad autónoma monte un show políglota a mayor gloria de no se sabe bien qué pluralidad lingüística violentada por el inexistente centralismo. No podemos permitirnos el lujo de tener al ministro de Trabajo perdiendo el tiempo mientras hay casi cinco millones de personas en la cola del paro. No podemos, en definitiva, asistir impasibles a los desentonados acordes de una casta de ungidos mientras el barco se va a pique.


Libertad Digital - Opinión

Lo social, lo político y lo educativo. Por Xavier Pericay

Como sin duda recordarán, hubo una vez una propuesta de «Pacto social y político por la educación».

Una propuesta formal, escrita. O sea, un documento con ese título. Que el título fuera ese y no otro -que no fuera, por ejemplo, un escueto «Pacto por la educación», sin adjetivo alguno- permite suponer que el Ministerio del ramo, autor del texto, concedía al acuerdo una doble dimensión y se proponía realzarla desde el principio. Por lo demás, la lectura del preámbulo del documento no hacía sino insistir en el carácter complementario de esa dicotomía o, lo que es lo mismo, en la imperiosa necesidad de aunar lo social y lo político para que el pacto llegara a buen puerto. Y hasta aludía, preventivamente, a la «especial responsabilidad» de quienes conforman el segundo de los ámbitos, en la medida en que representan al conjunto de los ciudadanos. En fin, que, así las cosas, la partida parecía jugarse a todo o nada.

Pues no. Al final, ni fue todo, ni parece que vaya a ser nada. Cuando menos a juzgar por el rechazo que cosechó el documento entre gran parte de las fuerzas políticas no comprometidas con la acción de gobierno, y por la forma como el ministro Gabilondo ha ido administrando, desde aquel mismo momento, ese rechazo. En efecto, nada más confirmarse la negativa del Partido Popular a suscribir el pacto -lo que, en el fondo, e hicieran lo que hicieran el resto de los partidos, equivalía a dar por enterrada la iniciativa-, al titular del ramo le faltó tiempo para asegurar que los objetivos y las medidas previstos en el documento seguían siendo válidos. Y que él, por supuesto, se proponía cumplirlos y aplicarlas. Pero es que, a los pocos días, Gabilondo fue más allá. Tan allá, que no sólo se desplazó hasta Bruselas para presidir el Consejo de Ministros de Educación, sino que aprovechó el viaje para declarar que piensa hacer todo lo posible por lograr un «gran acuerdo social».

Por supuesto. De lo contrario, es decir, de haber renunciado a su objetivo, a estas alturas estaríamos hablando, en buena lógica, del ex ministro Ángel Gabilondo. Recuérdese que su llegada al Ministerio de Educación tenía una sola encomienda: la consecución del tan ansiado pacto educativo. Recuérdese también que esa encomienda aparecía siempre enaltecida por el convencimiento de que el pacto en cuestión era de los grandes, de los que hacen época, o sea, un pacto de Estado. Así lo manifestaba el propio interesado en sus intervenciones públicas, y así quedó reflejado, sin ir más lejos, en el documento ministerial ya citado («Para realizar este trabajo conjunto es imprescindible que se alcance un gran «Pacto Social y Político por la Educación»», podía leerse en el preámbulo). Pues bien, ante la evidencia del fracaso -y en este punto, y por más que en cualquier negociación intervengan muchas partes, el fracaso mayor corresponderá siempre a quien se propuso lograr lo que no ha logrado- y dado que la palabra dimisión no suele figurar casi nunca en el vademécum de los políticos, al ministro no le ha quedado más remedio que ejecutar una suerte de pirueta verbal consistente en sustituir el «gran pacto social y político» por un «gran acuerdo social» -pirueta que ya había ensayado, por cierto, en una entrevista publicada hace más de dos meses. En definitiva: todo indica que Gabilondo ha renunciado a la dimensión política de su proyecto para poder continuar flotando -¡oh, paradoja!- en las aguas de la política española.

Ahora bien, ¿tiene sentido un pacto educativo como el que sigue proponiendo el ministro? ¿O un gran acuerdo social, para ser fiel a sus palabras? Lo dudo. Ante todo, porque no creo que pueda separarse lo social de lo político. Cualquiera que conozca un poco el paño sabe que tanto los sindicatos de maestros y profesores como las asociaciones de padres de alumnos, es decir, dos de los sectores pertenecientes al ámbito social con mayor peso en el campo educativo, están, por lo general, politizados. Al menos en lo que respecta a sus cargos directivos o de representación. Las coincidencias ideológicas entre algunos de esos colectivos y determinados partidos políticos -especialmente los dos grandes- son más que evidentes. Y de esas coincidencias ideológicas se derivan, como es natural, comunidades de intereses, cuando no estrategias compartidas. Por otro lado, en la financiación de esas entidades sociales -o, como mínimo, de parte de las actividades que organizan- suelen intervenir esos mismos partidos a través de los presupuestos de las instituciones nacionales, autonómicas o locales en las que gobiernan. Así las cosas, pretender deslindar lo social y lo político como si se tratara de compartimentos estancos y no existiera una clara penetración del segundo en lo que debería ser, en rigor, el terreno del primero, resulta tan ilusorio como falaz.

Pero es que, además, una simple ojeada a los contenidos del «Pacto social y político por la educación», por una parte, y a los argumentos aducidos por el Partido Popular para no suscribirlo, por otra, sirve para confirmar hasta qué punto un acuerdo como el que se persigue -esto es, un gran pacto educativo, que comprometa en un solo proyecto al conjunto de la sociedad española o, al menos, a una inmensa mayoría de sus miembros- no puede ser sino político. Es cierto, y sería absurdo olvidarlo, que todo concierto entre las partes comporta necesariamente un grado más o menos elevado de renuncias. Y que esas renuncias deben asumirse, en lo posible, de forma equitativa. Así, cuando uno repasa las medidas contenidas en el documento ministerial, encuentra indicios inequívocos de ese esfuerzo. Por ejemplo, en la división del cuarto curso de Secundaria en dos opciones, una orientada al Bachillerato y otra a la Formación Profesional. O en la reforma en profundidad de la propia Formación Profesional, de modo que tanto el tránsito interno entre niveles formativos como el externo en relación con el Bachillerato sean factibles y eficaces. En uno y otro caso se trata de un cambio notorio con respecto al sistema vigente. Pero no de un cambio suficiente para que el Partido Popular y los sectores por él representados puedan sumarse al pacto.

Y es que la propuesta del Ministerio no incluye, aparte de otros aspectos educativos, casi ninguna de las medidas capaces de preservar la libertad y la igualdad de todos los españoles. No incluye, por ejemplo, la libertad de elección de centro. Ni la garantía de que el castellano vaya a ser impartido como asignatura y usado como lengua vehicular de la enseñanza en el conjunto del país. Ni el establecimiento de unas enseñanzas comunes en todo el territorio. Ni la puesta en marcha de unos sistemas de evaluación al final de cada ciclo educativo que permitan saber, a ciencia cierta, el nivel del alumnado Comunidad por Comunidad y centro por centro. En realidad, no incluye nada que pueda agrupar a los españoles en torno a un proyecto compartido. O, si lo prefieren, nada que pueda contrariar de algún modo a los nacionalismos periféricos.

Dicho lo cual, el ministro tiene todo el derecho a seguir soñando despierto, faltaría más. Aunque, eso sí, no estaría de más que se dejara de grandezas y subterfugios verbales. El sucedáneo de pacto al que aspira es tan político como el que no ha llegado a cuajar. Y, sobra añadirlo, mucho menos representativo.


ABC - Opinión