lunes, 13 de diciembre de 2010

Jack, el controlador. Por Félix Madero

Merecemos un Gobierno que no nos mienta, por supuesto. Y que piense un poco, también.

SI Jack el destripador viviera, ¿sería controlador aéreo? Me lo pregunto paseando por Londres, cerca de las calles en las que terminó con la vida de cinco pobres mujeres vecinas del barrio más mísero y violento de la época, el East End. Scotland Yard no resolvió el enigma, y a día de hoy no sabemos quién fue el destripador. En 1888 el East End era un laberinto de calles sucias y oscuras donde vivían miles de almas cuya existencia era inapreciable para el resto de londinenses. Era un mundo aparte, y eso que estaba muy cerca de la actual City. A toro pasado, la literatura vertida sobre los crímenes de Whitechapel salva al asesino y le otorga un don: sus crímenes obligaron a reconocer que Londres y sus autoridades tenían un problema. O sea, que fue el destripador el que puso en evidencia a unos gobernantes que nunca se ocuparon de una zona en la que raro era el día en que no moría un niño de hambre, un alcohólico en la cuneta, un viejo abandonado o una prostituta enferma.

Hasta aquí, lector, la licencia que me tomo con una historia que me ha llevado a mi país. Valga el relato para decir que tengo al colectivo de los controladores por gentes que, ni por asomo, tienen que ver con el monstruo londinense, por favor, quién puede pensar eso. Cierto que no tengo la mejor opinión de ellos, en realidad un escalón por debajo de la que tengo del Gobierno. El de Zapatero ha tenido suerte de encontrárselos en su camino: sus protestas han estado tan mal pensadas y ejecutadas que los españoles han reparado en los que controlan los aviones en el cielo y no en los que deberían controlar a los controladores. Pero eso está cambiando.

Como el mismo Jack el destripador, que mataba para satisfacer a la bestia que llevaba dentro, los controladores han parado España para llamar la atención de su situación: no somos esclavos, dicen. Y les creemos, por supuesto que les creemos. El asesino hizo que las autoridades repararan en el barrio más desdichado de Londres; los controladores, por si faltaran pruebas, han puesto frente a la opinión pública al Gobierno más diletante de la democracia. Y puede que el más mentiroso. Ya veremos en qué acaba la acusación de delito de sedición. Lo veremos cuando a la Fiscalía le venga en gana y termine la investigación para que intervengan los jueces.

El daño enorme, en realidad imperdonable, de los controladores tiene cada día que pasa y de forma palmaria a un primer perjudicado: el Gobierno, y con él un grupo de ministros aficionados —¿por qué seguimos pagando el sueldo del de Industria y Turismo?—, que han dejado bien expresado lo que son capaces de dar. Merecemos un Gobierno que no nos mienta, por supuesto. Y que piense un poco, también. Por cierto a Jack nunca lo descubrieron. Era malo, pero listo.


ABC - Opinión

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