miércoles, 29 de diciembre de 2010

Conllevancia. Por Ignacio Camacho

La catastrófica etapa del tripartito zapaterista ha dejado en Cataluña una herencia envenenada de desequilibrio.

LA única duda posible sobre el pacto fiscal catalán que pretende Artur Mas es si lo va a obtener de Zapatero o de Rajoy. Lograrlo lo va a lograr sí o sí, que diría José María del Nido —Del Niu según el flamante diputado Laporta—, en esta legislatura o más probablemente en la otra, porque a día de hoy no hay modo razonable de gobernar España sin el concurso de los nacionalistas y porque más vale que éstos sean los pragmáticos de CiU que los trasnochados aventureristas de ERC. Si las próximas elecciones no arrojan mayoría absoluta será inevitable que el ganador pacte con la minoría catalana, pero incluso si sale un triunfador hegemónico habrá de afrontar reformas de tal calibre que no le que quedará más remedio que buscar en Cataluña el mayor consenso posible. Mas, que procede de la escuela posibilista de Pujol, se ha asegurado un escenario basculante al dejar abierto el entendimiento provisional con los socialistas mientras espera la previsible llegada del PP. Y como tiene tarea prioritaria en recomponer el desastre del tripartito no parece urgido por las prisas; ha nombrado consejero de Hacienda a uno de los mejores economistas españoles y se dispone a pescar con palangre, que es una pesca selectiva de peces gordos.

La catastrófica etapa de Maragall y Montilla, es decir, el delirio identitario auspiciado por Zapatero, ha dejado en Cataluña una herencia envenenada presidida por un Estatuto soberanista y acompañada por un desafortunado clima de desafección política. El próximo presidente del Gobierno tendrá que partir de esa realidad para reconstruir el difícil anclaje de Cataluña en España, que es la verdadera clave de la llamada «cuestión nacional» —en el País Vasco no hay tanto un problema de soberanía como uno de terrorismo—, y tratar de estabilizar siquiera para otros 25 años la orteguiana conllevancia catalana, seriamente quebrada en los siete años de desequilibrada improvisación zapaterista. O se establece un período de mutua confianza responsable o el catalanismo transversal convergerá en una estrategia de «resistencia nacional» que puede poner en peligrosa tensión la cohesión española.

El nuevo gobierno convergente de Mas aparenta ser un interlocutor solvente más allá de sus concesiones retóricas a la melancolía del soberanismo. Es mucho más fiable que el tripartito; representa en conjunto a una burguesía moderada que encarna la tradición liberal que siempre ha modernizado España, y convendría no empujarlo con la confrontación hacia posiciones de máxima exigencia nacionalista en las que siempre puede enfeudarse con comodidad ideológica y política. Por su parte, el nuevo Honorable ha de comprender que Cataluña necesita reinventar el pujolismo para cerrar grietas con su sentido de la responsabilidad de Estado. La «transición catalana» que demanda tiene que empezar por la propia recomposición del «seny» perdido.


ABC - Opinión

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