sábado, 9 de octubre de 2010

El ciudadano Vargas Llosa. Por M. Martín Ferrand

A Vargas Llosa hay que subirle al pedestal de las admiraciones por su exquisita cortesía.

DICE Mario Vargas Llosa, como abrumado por la concesión del Premio Nobel, que se trata de «un reconocimiento a la lengua en la que escribo». Es una elegante manera de sacudirse el peso de la púrpura y de compartir la gloria con los demás. Son incontables los majaderos que escriben en español con gran torpeza y, más todavía, si incluimos en la lista a quienes lo hacen en castellano. Pero no es del escritor de quien quiero hablar en esta columnilla. Desde que le conocí en La ciudad y los perrosno he dejado de leerle por ver si se producía el milagro del contagio en el uso magistral de la prosa; pero son muchos, mejor cualificados que yo, quienes en estas horas glosan su dimensión literaria y hasta la rara circunstancia de que la Academia Sueca le haya acogido en su regazo después de haberle cerrado el paso a Jorge Luis Borges, la otra gran pluma americana sin marxismo en el tintero.

Además de un inmenso escritor, Vargas Llosa es un ejemplo de ciudadanía y, tal y como están los tiempos, no debiera desaprovecharse la ocasión para presentárselo como modelo a la juventud de dos continentes. Cuando la ética es un concepto de escaso sentido y los valores tradicionales, libertad incluida, son puestos en cuestión; cuando se clama por los derechos, que es lo que se estila, los deberes adquieren la dimensión de lo escaso y el gran encanto de este peruano universal que nos honró al adquirir la nacionalidad española reside en que es un muestrario vivo de esos deberes y como deben cumplirse.

El nuevo Nobel y ya veterano Príncipe de Asturias supo, cuando las circunstancias lo exigían, traspasar su compromiso ideológico a la acción política y, con sacrificio y riesgo, optó a la presidencia del Perú. No son muchos quienes han lucido esa capacidad de renuncia y resultan todavía más escasos quienes, en la cotidianidad y con la máxima sencillez, dan muestras de lo que los clásicos llamaban buena educación y es el compendio reverencial del respeto a los demás. Aunque nunca hubiera escrito una línea, a Vargas Llosa hay que subirle al pedestal de las admiraciones por su exquisita cortesía, algo que no es anacrónico, ni mucho menos; pero que nos resulta raro por infrecuente, porque la áspera zafiedad ha ocupado su sitio en los gestos de la convivencia. La delicada compostura del escritor es la encarnación modélica y actual del antañón hidalgo. Personajes como él, tan geniales como cabales, justifican y retribuyen en más del ciento por uno el esfuerzo y la inversión que hizo España en la mal llamada América colonial. Propongo que su fotografía ilustre el concepto ciudadano en las futuras enciclopedias.


ABC - Opinión

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