jueves, 5 de agosto de 2010

Síndrome de abstinencia. Por Ignacio Camacho

La nostalgia de la vieja Marbella ha generado un bucle melancólico de ansiedad por reconstruir la imagen del paraíso.

EN la Marbella de Hohenlohe, mucho antes de que Gil convirtiese la ciudad en una siniestra «banana republic», los verdaderos ricos y las auténticas bellezas se paseaban en traje de baño sin que nadie se dignase dirigirles una mirada. El glamour consistía exactamente en eso: en la naturalidad con que Onassis podía atracar en Banús —atracar el yate; los atracos luego los perpetraron los concejales— y tomarse un helado en el muelle sin que lo molestara un papparazzoni le saliese a recibir un comité de próceres locales y autonómicos como escapados de una película de Berlanga. El turismo de élite se sentía allí en un confortable biotopo construido a la medida de su privacidad y sus silencios; un lugar donde el éxito o la fama eran parte del paisaje y del clima como el sol o las buganvillas, y donde cualquier celebridad planetaria contaba con la complicidad de una indiferencia espontánea que no necesitaba la protección de ejércitos de guardaespaldas especializados en el blindaje de anonimatos.

La nostalgia de aquel tiempo liminar en que la marca marbellí se promocionaba sola a través de susurros en un mundo de lujo discreto ha generado un bucle melancólico acrecentado por la ansiedad de reconstruir la imagen del paraíso que los mangantes más horteras de la modernidad convirtieron en una cleptocracia. El marketing político e industrial suspira hoy por iconos que proyecten reflejos realmente universales en un mundo en el que cualquier mediocre semifamoso anuncia en twitter el momento exacto en que se dispone a ir a mear. Todo el alboroto organizado, con notables ribetes de paletismo, en torno a la visita de Michelle Obama obedece a esa necesidad compulsiva de crear valor añadido mediante técnicas de branding, una cierta obsesión de supervivencia competitiva a la que se suma el afán de rentabilidad electoral de una clase dirigente obcecada con el rédito populista. En la expectativa aldeana de esa recepción desmedida, cuya indiscreta ostentación ha tenido que corregir la Casa Blanca, se manifiesta una mezcla de síndrome de abstinencia de momentos estelares y de afán de protagonismo político. La estancia de la familia presidencial americana —que acaso debería por su propio bien alejarse de ciertos tics de nuevos ricos— constituye sin duda el mejor y más importante impulso publicitario que podía soñar la Marbella honrada y acogedora cuyo merecido prestigio arrasó el latrocinio gilista, pero el exceso de alboroto ha revelado una desazón pueblerina magnificada por la urgencia histórica de una ciudad que se echa de menos a sí misma. Nada tiene de cuestionable el aprovechamiento de una oportunidad legítima; sin embargo, esta agitación exagerada de gestualidad propagandística ha dejado una sensación inevitable de sobreactuación que no es sino la involuntaria confesión de una preocupante decadencia.

>ABC - Opinión

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