martes, 20 de julio de 2010

Canción de amor en una habitación sin vistas. Por Federico Quevedo

Hace ya unos cuantos años el poeta cubano Armando Valladares me dijo que lo peor de su estancia en la cárcel, la peor de las torturas, peor aún que las palizas y las descargas eléctricas con las que minaban su moral un día tras otro, era no ver la luz del sol, no saber siquiera si era de día o de noche, no respirar el aire fresco de la mañana ni sentir que más allá de las cuatro paredes de su celda de castigo había algo más. Era tal su anhelo de lo exterior, se llenaba tanto de vida cuando alguna vez le permitían salir al patio de la prisión después de meses de encierro, que en castigo la siguiente salida se alargaba cada vez más, hasta que llegó un punto en el que pensó que nunca más volvería a sentir caer una gota de lluvia sobre su rostro. El jueves por la noche tuve la ocasión de conocer a Julio César Gálvez y compartir con él un rato de tertulia en La Linterna de Juan Pablo Colmenarejo. Gálvez acababa de aterrizar, como quien dice, en Madrid, después de haber sido desterrado de su tierra natal gracias a los oficios de la Iglesia cubana y del cardenal Jaime Ortega. Lo primero que me dijo, después de presentarnos, fue que todavía tenía una intensa sensación de ahogo, no por el calor -que también podría ser-, sino por algo más profundo como es ver y sentir el exterior, eso que en las cárceles de Cuba les está prohibido a los presos de conciencia.

A Julio César Gálvez lo condenaron en 2003 a 15 años de prisión en lo que se llamó la Primavera Negra de Cuba, que dio con los huesos en la cárcel de 75 periodistas, esos a los que el actor Willy Toledo llama “terroristas”, pero cuyo único delito fue, en el caso de Gálvez, denunciar una corrupción que casi acaba con la vida de un buen número de vecinos de un edificio al borde del hundimiento en el centro de La Habana. Pero ser un periodista independiente en Cuba tiene esas consecuencias: te encierran y te torturan. Gálvez fue llevado a una prisión en la que la comida le hacía vomitar y en la que tenía por compañeros de celda ratas y cucarachas que le subían por encima durante la noche y le mordían hambrientas. Pero seguramente a personajes como Willy Toledo y a esa izquierda radical y extrema que condesciende con la dictadura cubana cuando no la apoya y la defiende, eso le parecería un castigo menor teniendo en cuenta el alcance de sus delitos. Pero para ustedes, lectores de este diario libre, y para mí, Julio César Gálvez es un héroe al que sin embargo nuestro Gobierno trata como una molesta mosca cojonera, manteniéndolo en un limbo jurídico inexplicable, y ofreciéndole por toda deferencia una modestísima habitación sin vistas en un hostal, donde sin embargo él, su mujer y su hijo escriben desde que pisaron el suelo de la madre patria España una bellísima canción de amor a su país y a quienes les han acogido entre sus brazos en su fatal destierro.

Julio César Gálvez no es libre. No lo es porque la cruel dictadura de los hermanos Castro no le ha amnistiado ni le ha liberado de su condena, simplemente lo ha expulsado, junto a otros presos de conciencia, para lavar la imagen del régimen y para evitar que una nueva muerte, la de Fariñas, le pusiera al mundo entero en contra. Esa ha sido la única razón por la que los hermanos Castro han ‘cedido’ a la exigencia humanitaria de la Iglesia, pero han utilizado al ministro Moratinos y al Gobierno de España de comparsa de una auténtica farsa en la que se presenta como liberación lo que realmente es un exilio forzoso como refugiados políticos, precisamente la figura que el Gobierno de España se niega a reconocer a estos exiliados para no molestar al régimen de La Habana. Pero sólo cabe hacerse una pregunta, cuya respuesta es bien fácil, para conocer de verdad cual es la condición de Julio César Gálvez y sus compañeros: ¿podrían volver mañana, si quisieran, a Cuba y vivir allí libres? Gálvez me contaba el jueves por la noche que minutos antes de subirse al avión que les traería a España, un funcionario del Ministerio del Interior cubano se dirigió a él con estas palabras: “Sabes que nunca más podrás volver a Cuba. Tu mujer y tu hijo sí, pero tú no”.

Hoy, Julio César Gálvez y sus compañeros viven en una dolorosa anomalía. No son inmigrantes, pero tampoco se les reconoce el estatus de refugiados políticos. No están aquí por voluntad propia, pero tampoco pueden volver a su país natal porque, de conseguirlo, volverían a ser hechos prisioneros y condenados de nuevo a sabe Dios que torturas e, incluso, la muerte. Su única esperanza es que su testimonio, su presencia, contribuya a incrementar la presión internacional sobre el régimen cruel y tirano de los hermanos Castro para acabar con la dictadura y llevar la paz y la libertad a la isla, y con ellas poder volver a pisar las calles de La Habana. Y ese testimonio, esa presencia, se hacen imprescindibles en un país como el nuestro, donde el Gobierno y su ministro de Exteriores han tenido una actitud vergonzosa y vergonzante hacia la dictadura cubana. Rodríguez, el hombre del talante y de los derechos civiles, se ha ciscado encima de esos derechos y de ese talante cuando de la dictadura cubana se ha tratado, y ha contribuido a fortalecer el régimen de los hermanos Castro dándole cobertura y, por qué no decirlo, dólares. Toda nuestra política exterior es un cúmulo de despropósitos, pero el papel de España respecto a Cuba es algo más, es complicidad con un régimen cruel y con los delitos que en nombre de ese régimen se están cometiendo en aquella isla.


El Confidencial - Opinión

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