lunes, 1 de marzo de 2010

John Cobra o por qué las TVs parecen casas de putas . Por Federico Quevedo

Perdonen los lectores la sinceridad del título de este post, incluso la crudeza si me apuran, pero seguro que buena parte de ustedes, al menos los que buenamente compartan unos mínimos principios morales en el comportamiento humano, estará de acuerdo conmigo. La televisión en España, y principalmente en las cadenas privadas –y en esto no se salva ninguna de las analógicas-, deja mucho que desear en lo que a su programación se refiere.

Más allá de que la programación sea mejor o peor, lo que realmente escandaliza es que se hayan convertido en reclamo para cierta clase de personajes cuyo comportamiento raya en lo inmoral, lo obsceno y, en muchos casos, lo delictivo y, lo que es peor, encima se presente ante el espectador a este tipo de personajes como héroes de nuestros días, como ejemplos a seguir. El último caso de lo bajo que puede llegar a caer una televisión lo hemos visto con el ya famoso John Cobra, un tipejo espeluznante cuyo comportamiento avergonzaría al más osado, un personaje violento y malencarado, grosero, y que en ningún caso puede servir de ejemplo para nadie y al que, sin embargo, Telecinco no ha dudado en ofrecer un cuantioso contrato para que aparezca en sus programas y atraer a la audiencia.


No sé si al final ambas partes han llegado o no a un acuerdo, pero me da igual, porque si no es Telecinco, será Antena 3 la que le ofrezca un lugar en su parrilla, porque al final de lo que se trata es de luchar por la audiencia, y en esa guerra de las ondas vale todo, aunque bajo ese paraguas se incluyan personajes como éste, o como el tal Antonio Puerta, de quien se dice que ya está estudiando ofertas para trabajar en televisión, o su propia novia, a la que el profesor Jesús Neira libró de una monumental paliza jugándose la vida a manos del primero, pero que sin embargo no ha dudado en ir de pantalla en pantalla atacando no a su agresor, sino a su salvador.

Las televisiones se han convertido en escenarios en los que en lugar de ensalzar el comportamiento loable de quien es capaz de jugarse la vida por salvar a una mujer de una paliza, se presenta como ejemplarizante el comportamiento del agresor y la propia víctima que justifica la agresión. Y esto en un país donde la violencia de género es un gravísimo problema diario y en el que las televisiones, haciendo bueno su compromiso de servicio al interés general, deberían contribuir a erradicar en lugar de fomentar.

Lo tremendo de todo esto es que nuestras televisiones se han convertido en espacios que albergan la más absoluta inmoralidad. Porque, miren, se puede estar de acuerdo o no con determinados programas, con su línea editorial, pero el hecho de que Buenafuente sea un señor de izquierdas no empequeñece en absoluto la calidad de su programa en la búsqueda del entretenimiento sin necesidad de acudir al morbo, al sexo o a la violencia de manera recurrente. Yo no veo El Intermedio, porque a esa hora habitualmente no tengo tiempo para ver la televisión, pero al margen de algunas polémicas que no vienen ahora al caso, se trata de un programa de humor que con mayor o menor acierto intenta entretener al personal creo que sin sobrepasar ciertos límites. ¿Y qué adolescente español no ve cada noche El Hormiguero?

He puesto, a conciencia, programas de dos cadenas vinculadas a una línea editorial de izquierdas, pero lo mismo cabe decir de la programación que se hace en televisiones más próximas al centro-derecha. Si es posible hacer una programación de calidad, y que esa programación tenga éxito, ¿por qué Telecinco y Antena 3 se empeñan en ofrecer tanta inmundicia como ofrecen todas las semanas? Es verdad que las televisiones tienen la función de entretener, pero en la medida que se dirigen a millones de personas, también tienen la obligación de formar.

La muerte de la televisión como servicio público

Eso no significa, en ningún caso, defender una idea mojigata de la televisión, sino simplemente contribuir a eliminar de las parrillas, de los prime times, la chabacanería, la obscenidad, la grosería, lo sexualmente explícito y lo violento… Se trata de no permitir que una televisión pague dinero a un delincuente para obtener una primicia o contratarle como parte de su programación. No es de recibo que, ahora en tiempos de crisis, personas cuyo único mérito es haber echado un polvo oportuno en un momento oportuno, o tener unas grandes tetas, o participar en un programa en el que no se aporta valor alguno más allá del constante griterío, el insulto, la descalificación y la competencia desleal como norma de conducta, alcancen un tren de vida y lo muestren a las cámaras como ejemplo gracias a esas televisiones que han perdido por completo el sentido de servicio público del que son depositarias.

La función de entretener tiene unos límites, o debería tenerlos, y las propias cadenas son conscientes de que es posible cumplir sin sobrepasarlos, y la prueba de ello es que las parrillas están plagadas de programas, unos más frívolos, otros menos, pero en los que se muestra un respeto razonable a la audiencia y a los propios protagonistas de esos espacios.

Y este es el extremo que deberían vigilar los poderes públicos. El caso de John Cobra vuelve a poner sobre la mesa la necesidad de que desde el Parlamento se inste a la elaboración de un código de regulación –si no es posible la autorregulación- de determinados contenidos y temáticas. Los límites están muy claros: los ponen las leyes. Eso quiere decir que no debería permitirse que una televisión utilice para ganar audiencia el mal ejemplo de alguien a quien la propia sociedad, a través de su sistema judicial, ha condenado, salvo que de un modo claro y contundente esa persona se haya mostrado arrepentido por su comportamiento.

Pero, ¿a que no se le ocurriría a ninguna cadena contratar a De Juana como contertulio de Sálvame Deluxe o como quiera que se llame el otro programa del mismo estilo en Antena 3? No, porque saben que si lo hicieran la sociedad, a través del resto de los medios de comunicación, se lo reprocharía e, incluso, correrían el riesgo de perder audiencia. ¿Por qué no pasa lo mismo si una televisión contrata a Antonio Puerta o a éste tal Cobra, que son personajes repudiables por su comportamiento social? ¿Por qué no se pueden poner unos límites a comportamientos claramente perniciosos como modelo para la sociedad, como el de algunas estrellas televisivas que lo son sólo por haberse acostado con tal o cual señora bajo una manta que les escondía del ojo de una cámara del Gran Hermano?

No se trata de cuestionar el comportamiento sexual de nadie, sino de que alguien pueda llegar a servir de ejemplo sólo por su comportamiento sexual, como tampoco se trata de juzgar la vida que pueda llevar una mujer como Belén Esteban, sino de evitar que un modo de vida ajeno al del común de la sociedad, basado en la venta permanente de la intimidad propia y ajena, sea presentado ante las cámaras como un ejemplo en el que todos deben fijarse. Como tampoco es de recibo que para ganar audiencia las televisiones fabriquen series juveniles donde el único objetivo de sus protagonistas sea echar la mayor cantidad de polvos posible con cuantas más, o con cuantos más, mejor.

Series como Física o Química tienen mucha responsabilidad en la deformación de los jóvenes, y que nadie vea esto como una defensa del puritanismo, porque esto no es un alegato contra los contenidos para adultos en televisión, sino contra una falsa visión de la realidad, contra la transmisión de una idea amoral de la convivencia en la que desnudar el cuerpo y el alma simplemente tiene un precio, y la única diferencia entre quienes a cambio de ese precio están dispuestos a prostituirse en la televisión y quienes lo hacen en un bar de carretera, es que seguramente las segundas tienen un plus de dignidad del que carecen los primeros. Y la única diferencia entre quienes chulean a las segundas y quienes programan a los primeros, es que estos últimos lo hacen, por desgracia, al amparo de la Ley.


El Confidencial - Opinión

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