viernes, 5 de febrero de 2010

Deuteronomio. Por Ignacio Camacho

EL Desayuno de Oración lo fundaron los integristas luteranos para rezar por la crisis de la Gran Depresión, como si Dios protegiese a los banqueros. A la misma hora en que Zapatero citaba, probablemente sin haberlo leído, un versículo social del Deuteronomio -la segunda ley de Moisés, el último libro de la Torá- que insta a pagar el jornal justo a los obreros, en Madrid se desplomaba la Bolsa con un ruido jeremíaco, un espanto de siete plagas, y se propagaba el pánico a otro crack de proporciones veterotestamentarias. La atmósfera socioeconómica española había amanecido bajo un nublado sombrío, en parte debido a la inestable vulnerabilidad de un Gobierno cataléptico zarandeado hasta por la prensa socialdemócrata. Los vaivenes de la política social y el índice estratosférico de paro han sumido al país en un estado de abatimiento y melancolía y han espantado a los inversores, gente prosaica y desconfiada que descree de las preces y prefiere poner a salvo su dinero antes de que el presidente, imbuido de oportunista devoción bíblica, se lo reparta a los pobres que él mismo ha creado.

En ese cuadro de hecatombe financiera y alarma social, de peligrosa crisis de confianza, el discurso espiritualista del presidente en la capital del Imperio resaltó como una nueva impostura, un escapismo escénico rodeado de protocolo planetario, aunque por una vez supiese resistir la tentación de soltar una parida. Su presencia en la plegaria de Washington ofrecía al respecto numerosas oportunidades que logró eludir transitando por el desfiladero de la levedad, mal menor ante la posibilidad verosímil de una majadería elocuente o de un agrandado ataque de adanismo. Zapatero no resultó profundo porque eso sería un oxímoron casi tan palmario como el de la oración laica, una flagrante contradictio in terminis, pero al menos consiguió salir indemne de la trampa que se había tendido a sí mismo, disfrazado de teólogo de la liberación ante un auditorio más bien fundamentalista. No desentonó. Habló para agradar a la concurrencia y omitió hipócrita o respetuosamente su condición de agnóstico. Lo mejor que se puede decir es que en un escenario propicio para meter la pata se atuvo a una cierta discreción y humildad, dos virtudes que no suelen adornar sus intervenciones públicas. La fama catastrófica de este hombre es tal que ya la opinión pública se conforma con que no haga el ridículo.

Pero en el núcleo argumental derrapó por donde suele. En su afán de defender el proteccionismo se arrimó a los libros sagrados para usar su mensaje de justicia social como escudo de sus propias políticas de subsidio, que identificó torticeramente con el obligatorio «jornal» deuteronómico. Sucede que en la España del récord de desempleo lo que faltan son jornales porque para recibirlos hay que trabajar primero. Y que a Moisés, en todo caso, le cubría el déficit la Divina Providencia.


ABC - Opinión

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