domingo, 13 de diciembre de 2009

Gibraltar inglés. Por Arturo Pérez Reverte

Los guardias civiles son inocentes como criaturas. Tanto golpe de tricornio y bigotazo clásico, y luego salen pardillos vestidos de verde. A quién se le ocurre pedir instrucciones concretas al Gobierno español sobre cómo actuar en aguas próximas a Gibraltar, donde la Marina Real británica lleva tiempo acosándolos cuando sus Heineken se acercan a menos de tres millas del pedrusco, pese a que la colonia no tiene aguas jurisdiccionales. Cada vez que una lancha picolina anda por allí persiguiendo a narcotraficantes y demás gentuza, los de la Navy salen en plan flamenco a decirle que o ahueca el ala o se monta un desparrame, mientras la embajada británica denuncia «inaceptable violación de soberanía». Para más choteo, la marina de Su Graciosa usa boyas con la bandera española en sus prácticas de tiro, a fin de motivarse. Cada vez, nuestros sufridos guardias, «para evitar males mayores y siguiendo instrucciones», no tienen otra que dar media vuelta y enseñar la popa. Y claro. Como el papel es poco gallardo, algunas asociaciones profesionales de Picolandia piden que esas instrucciones se den de forma clara, para saber a qué atenerse. Porque hasta ahora, la única recibida de sus mandos es la de «seguir patrullando por las mismas aguas, pero evitar conflictos mayores». O sea, largarse de allí cada vez que los ingleses lo exijan. Que es cuando a éstos les sale del pitorro.

La verdad. No he hablado últimamente con el ministro Moratinos, ni con el ministro Pérez Rubalcaba. Ni últimamente, ni en mi puta vida. Pero eso no es obstáculo, u óbice, para que desde esta página me sienta cualificado –como cualquiera de ustedes– para despejar la incógnita que atormenta a nuestros picolinos náuticos. ¿Cuándo el ministerio español de Exteriores va a dar un puñetazo en la mesa?, preguntan. Y la respuesta es elemental, querido Watson. Nunca. Suponer a un ministro español dando puñetazos en una mesa inglesa, o somalí, requiere imaginación excesiva. Las instrucciones a la Guardia Civil puedo darlas yo mismo: obedecer toda intimación británica y no buscarle problemas al Gobierno, a riesgo de que los guardias chulitos acaben destinados forzosos en Bermeo, o por allí. Porque si insisten, y los detienen los ingleses, y se les ocurre resistirse a la detención, para qué le voy a contar, cabo Sánchez. Sujétese la teresiana. La instrucción, que ya regía en pleno esplendor cuando gobernaba el Pepé –a ése también se la endiñaban bien–, vale para todo incidente imaginable: desde ametrallamiento de bandera, a copita y puro de la Navy con las zódiacs de los narcos, pasando por submarinos nucleares con tubo de escape chungo y paradas navales con banda de música y majorettes. Por el mismo precio también incluye la opción de desembarco de los Royal Marines de maniobras en las playas de La Línea, como ocurrió hace unos años, y la sodomización sistemática de los agentes del servicio marítimo de la Guardia Civil o de Vigilancia Aduanera a quienes la marina inglesa, al mirarlos con prismáticos, encuentre atractivos. Todo sea por evitar conflictos mayores.

Y ahora, una vez claras las instrucciones –luego no digan que no son concretas–, una sugerencia: podríamos dejarnos ya de mascaradas. De teatro estúpido que ofende la inteligencia del personal, guardias civiles incluidos. Gibraltar no va a ser devuelto a España jamás, y ninguno de los gobiernos pasados, presentes ni futuros de este país miserable, con el Estado sometido a demolición sistemática y los ciudadanos en absoluta indefensión, está capacitado para sostener reivindicación ninguna, ni en Gibraltar ni en Móstoles. Y no es ya que los gibraltareños abominen de ser españoles. En esta España incierta y analfabeta, desgobernada desde hace siglos por sinvergüenzas que han hecho de ella su puerco negocio, lo que desearíamos algunos es ser gibraltareños, o franceses, o ingleses. Lo que sea, con tal de escapar de esta trampa. Huir de tanta impotencia, tanta ineptitud, tanta demagogia, tanto oportunismo y tanta mierda. Largarnos a cualquier sitio normal, donde no se te caiga la cara de vergüenza cuando ves el telediario. Lejos de esta sociedad apática, acrítica, suicida, históricamente enferma.

>Podrían dejarse de cuentos chinos. Reconocer que España es el payaso de Europa, y que Gibraltar pertenece a quienes desde hace tres siglos lo defienden con eficacia, en buena parte porque nadie ha sabido disputárselo. Y porque la Costa del Sol, donde los gibraltareños y sus compadres británicos tienen las casas, el dinero y los negocios, se nutre de la colonia; y sin ésta esa tierra sería un escenario más, como tantos, de paro y miseria. Así que declaremos Gibraltar inglés de una maldita vez. Acabemos con este sainete imbécil, asumiendo los hechos. La Historia demuestra que la razón es de quien tiene el coraje de sostenerla. Nunca de las ratas cobardes, escondidas en su albañal mientras otros tiran de la cadena.


XL Semanal

Ni Policía ni televisión. Por M. Martín Ferrand

HERMANN Tertsch, brillante frecuentador de estas páginas, ha sufrido dos agresiones que invitan a meditar sobre la endeblez de nuestras estructuras sociales y políticas. Una, la más tremenda, fue de naturaleza física. Un canalla le pateó por la espalda mientras, en un pub, consumía la última copa del día, la que nos sirve a muchos para aliviar el examen de conciencia que conviene al final de una jornada. Ese es un asunto meramente policial y el hecho de que una semana después del atentado, producido en un lugar cerrado y con testigos, no conozcamos la identidad del agresor demuestra la escasez funcional del Ministerio del Interior, entregado a los grandes asuntos de la seguridad del Estado en olvido de la protección a los ciudadanos.

La segunda de las agresiones padecidas por Tertsch, la primera en el tiempo, me parece de mayor gravedad y es sintomática del impresentable modelo audiovisual, publico y privado, que padecemos. Un programa pretendidamente humorístico de La Sexta, «El intermedio», manipuló unas imágenes del periodista en el transcurso del informativo que presenta y dirige en Telemadrid y, aunque sea difícil verle la gracia al montaje, le tildó de asesino múltiple. Le presentó como un malvado dispuesto a llevarse por delante a un largo muestrario de gentes indeseables. Eso es muy alarmante porque, en diferencia con la patada que le rompió unas costillas, la grosería difamatoria, la bellaquería calumniosa, está a la orden del día en las televisiones que se dicen respetables y, para parecerlo, presentan en el vértice de sus pirámides de poder a personajes de generalizado respeto.

Tertsch podría ser una provocación constante para la olvidada polémica periodística. Su transformación personal y profesional acreditan una cierta indigestión en las lecturas del errático André Gluksmann, del confuso Mijail Bulgakov o de otros especimenes intelectuales del corte de Adam Michnik. Esos son elementos para un debate enriquecedor, de los que tanta falta hacen y no suministran los medios audiovisuales. Pero lo de la patada, que clama al Purgatorio, o lo del agravio de La Sexta, que clama al Cielo, son muestras de un Estado que no funciona y de una Nación que ha alcanzado un nivel de envilecimiento insufrible y repugnante. La libertad conlleva responsabilidad y, como dijo George Bernard Shaw, que no era de derechas, por eso la teme la mayoría.


ABC - Opinión

Gimnasia peronista. Por Ignacio Camacho

UNOS sindicalistas que no se manifestasen serían como un escritor que no escribiese, un bailarín que no bailara... o un trabajador que no trabajase. Un contrasentido, una incoherencia, un oxímoron. Las manifestaciones son la gimnasia del sindicalismo, el ejercicio que sacude su pereza, desengrasa su cintura, estira sus músculos y oxigena sus arterias. Unos sindicatos que no se movilizan sienten la misma malograda frustración que una cofradía que no procesiona. Sin agitación callejera se abotargan, se entumecen en rutinas burocráticas que anestesian su combatividad, liman su fiereza y cuestionan su razón de ser. El sindicalismo negociador acaba perdiendo crédito, prestigio e influencia si no se vivifica a sí mismo con alguna demostración de fuerza.

El problema surge cuando los aparatos sindicales se acomodan, como ha sucedido en España, en la burocracia apoltronada de una estructura de poder, acolchada por subvenciones y blindada de complicidad institucional. Cuando en medio de una aguda crisis social los liberados sindicales y los delegados de los comités son inmunes a los despidos que diezman las empresas mientras el Gobierno mima a sus dirigentes y se pliega a sus exigencias. Cuando los trabajadores que sienten la amenaza del paro y los desempleados que ya la sufren comienzan a mirar a las centrales con el recelo de una casta. Entonces urge encontrar un enemigo, urdir una retórica, concebir una confrontación con la que justificar el aparataje, simular combatividad y ahuyentar la apariencia de conformismo. Para eso siempre están ahí los empresarios, como un abstracto ideograma de antagonismo, adversarios eternos y ontológicos de la clase trabajadora.

Los odiosos empresarios, los «panzudos patrones» que decía Atahualpa Yupanqui, resultan el objetivo ideal para orquestar una movilización rutinaria, una demagogia facilona, una esquemática representación maniquea del bien y el mal. Aunque hayan cerrado 140.000 empresas, aunque la recesión sacuda el tejido productivo con oleadas de quiebras. En la retórica sindical el empresario es sinónimo de codicia, tiburoneo, voracidad y usura. La patronal representa el tópico opulento, la antipática iconografía de la riqueza explotadora contra la que desplegar en la calle la musculatura de pancartas, eslogans y banderas sin riesgo de molestar al munífico Gobierno amigo que provee la confortable subsistencia corporativa.

Esta alianza populista de intereses en la que el poder utiliza como fuerza de choque a los sindicatos a cambio de un privilegio institucionalista es bien antigua y pervive en la política contemporánea a través de un dudoso fenómeno llamado peronismo. Ayer, en la escenografía perezosa de la multitudinaria, apacible y poco convencida marcha-excursión de Madrid, sólo faltó un tambor que marcara el triunfal estribillo: «Zapatero, qué grande sós».


ABC - Opinión

Dilema exterior

España se enfrentará a la presidencia de la UE con una diplomacia en horas bajas.

El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, anunció que en su segunda legislatura prestaría a la política exterior la atención que faltó en la primera. Los hechos no parecen haber corroborado su compromiso, no sólo porque siguen sin apreciarse las líneas principales con las que pretende definir la posición de España en el mundo, sino también porque la gestión de los incidentes que se han sucedido en los últimos tiempos ha revelado las debilidades de nuestra diplomacia.

La constatación de que, en vísperas de asumir la presidencia de turno europea, la política exterior no está a la altura de un país como España no autoriza, sin embargo, a ejercer cualquier tipo de oposición, según parece haber entendido el Partido Popular. Su comportamiento durante el secuestro del Alakrana perdió de vista los intereses españoles cuya protección es responsabilidad de todas las fuerzas políticas, ejerzan o no tareas de Gobierno. Y lo mismo cabe decir de algunas declaraciones recientes sobre el secuestro de los cooperantes en Mauritania o el caso Haidar.

Son distintas las responsabilidades contraídas por las partes que han llevado a una situación como la de la activista saharaui. La de España consiste en haber servido de instrumento a una intolerable decisión del Gobierno marroquí. Apelar a que la decisión de que Haidar volviera a Lanzarote, como han dicho Zapatero y otros miembros de su Gobierno, fue simplemente administrativa se contradice con el argumento de que se autorizó su regreso por razones humanitarias, aun cuando no haya en realidad humanitarismo alguno en ejecutar una medida inicua de otro Gobierno. Pero la primera y principal responsabilidad es la de Marruecos, y es a su rey y a su Gobierno a quienes deberían dirigirse en primera instancia las exigencias para alcanzar una solución.

De ahí que resulte artificial la polémica en torno a la posible mediación del rey Juan Carlos. No es sólo que la gestión de la política exterior corresponde al Gobierno, sino que las peticiones de intervención al jefe del Estado parecen olvidar quién debe corregir la decisión que está en el origen de la situación de Haidar. Una vez que han fracasado las gestiones realizadas por la secretaria de Estado de EE UU, Hillary Clinton, queda acaso la mediación de un actor hasta ahora en un segundo plano pese a sus intereses con Marruecos y con España: Francia. Se entiende mal, sin embargo, que ante cada crisis con Marruecos haya que recurrir a gestiones internacionales.

Zapatero se enfrenta a un dilema con respecto a su política exterior: al mismo tiempo que necesita con urgencia un impulso inequívoco, la inminencia de la presidencia europea limita su margen de maniobra para llevarlo a cabo. Sería gravemente perjudicial para los intereses españoles que los próximos seis meses al frente de la UE se saldaran, no ya con un fracaso, sino con una gestión que no comience a sentar las bases de la política europea, y, por tanto, también de la española, ante los tiempos que se avecinan.


El País - Editorial

Los mantenidos de Zapatero salen en su ayuda

Los sindicatos denominados "mayoritarios" no son una institución democrática al servicio del trabajador, sino órganos políticos al servicio de una ideología sectaria donde las haya.

La manifestación de los sindicatos contra los empresarios celebrada ayer es el acontecimiento más surrealista del mandato de Zapatero, y eso que el listón no había dejado de elevarse desde que llegó el poder tras los atentados del 11 de marzo de 2004.

Si los sindicatos llamados “de clase” habían tenido alguna vez un mínimo de legitimidad, tras esta bochornosa expresión callejera la han perdido por completo, esperemos que definitivamente. Ni representan a los trabajadores ni defienden sus derechos, el primero de los cuales es el de tener un puesto de trabajo que el Gobierno de Zapatero, al que tanto arropan y admiran, viene destruyendo en los últimos tiempos a una velocidad nunca vista en un país desarrollado.


Felizmente instalados en el siglo XIX, los profesionales del sindicalismo subvencionado de forma forzosa por todos los españoles siguen utilizando una dialéctica impropia de países avanzados y con cierto nivel cultural. Para estos depredadores del bolsillo ajeno, incluido el de la “clase trabajadora” que es la que más los sufre, el enemigo a batir es el empresario privado por el grave “delito” de jugarse su patrimonio para poner en pie un negocio creando riqueza y puestos de trabajo. Esta simpleza argumental proviene del hecho de que los sindicatos españoles no viven de las aportaciones de sus afiliados, sino de las abundantes subvenciones y gabelas que el gobierno les concede, incluso en mitad de una crisis pavorosa. Así pues, ¿a quién van a salir a defender llegado el caso? Pues, naturalmente, a Zapatero, que es quien desvía a sus bolsillos el dinero que previamente extrae mediante coacción fiscal de todos los ciudadanos, estén o no de acuerdo con la revolución marxista y la lucha de clases que nuestros sindicalistas defienden en sus algaradas.

Y es que en ésta última manifestación sindical, como en todas las anteriores organizadas por la izquierda, hemos podido asistir de nuevo al espectáculo grotesco de ver desfilar por las calles de un país libre la simbología clásica de la antigua URSS, el sistema político más nocivo que jamás ha conocido la humanidad, abundantemente rodeada por enseñas preconstitucionales pertenecientes a la II República, cuyo fruto principal fue desembocar en una Guerra Civil atroz del que la izquierda española sigue sintiéndose profundamente orgullosa.

Y como los vividores del esfuerzo ajeno tienen propensión a agruparse, en lugar destacado de la manifestación y más tarde en la tarima de oradores tuvimos ocasión también de contemplar la actuación desvergonzada de destacados representantes del mundo del cine y la televisión, poniendo también su granito de arena para denigrar a los que, en medio de todas las dificultades económicas, agravadas por la nefasta gestión de Zapatero, tratan de mantener a flote sus empresas y negocios y salvar los escasos puestos de trabajo que todavía sobreviven al azote socialista.

Los sindicatos han acreditado una vez más, por si alguien todavía no se había enterado, que su papel en esta crisis no es defender a los trabajadores que han perdido su puesto de trabajo ni facilitar el camino al resto de agentes económicos para que puedan encontrar un nuevo empleo, sino apoyar de la forma más indecorosa al principal responsable del actual desastre económico con quien comparten una determinada visión política. No son una institución democrática al servicio del trabajador, sino órganos políticos al servicio de su ideología, sectaria donde las haya. Constatada esta realidad de forma concluyente, sólo queda esperar que el próximo dirigente político en el gobierno de la Nación les otorgue la legitimidad que estrictamente merecen. Ni más ni menos que la que ellos mismos se han ganado a pulso voluntariamente.


Libertad Digital - Editorial

Falacia y fracaso sindical

DESDE hace tiempo, la opinión pública contempla la actitud de los sindicatos ante la crisis económica con una mezcla de indignación y perplejidad. Muchos millones de ciudadanos padecen el drama del paro y nadie consigue ver la luz al final del túnel, pero UGT y CC.OO. mantienen una actitud de mansedumbre ante el Gobierno y solo se movilizan contra los empresarios. El lema de ayer encierra una falacia evidente: «Que no se aprovechen de la crisis». La manifestación de Madrid era -sorprendentemente- la primera salida a la calle de unas organizaciones que, en lugar de cumplir su función en defensa de los trabajadores, prefieren dar cobertura a un Ejecutivo incapaz. Es un sarcasmo que las consignas se dirigan contra los empresarios, al amparo de una ideología trasnochada que mitifica una anacrónica y hoy imaginaria «lucha de clases». Identificar a los empresarios con los «ricos» supone desconocer a propósito la realidad diaria de miles de pequeñas y medianas empresas, así como el esfuerzo para la creacción de riqueza (y, por tanto, de empleo) que desarrollan los sectores más activos y dinámicos de la sociedad. Dadas las circunstancias, es intolerable que unas entidades subvencionadas y controladas por una burocracia anquilosada pretendan engañar a los trabajadores, -incluidos muchos de sus afiliados-, bailando el agua a la retórica gubernamental sobre nuevos modelos de crecimiento y otros sofismas que no conducen a ningún sitio, excepto a la cola del paro.

La concentración, no muy nutrida, alcanzó niveles de esperpento con el protagonismo de ciertos iconos del supuesto «progresismo» cultural. Nada más lejos de la responsabilidad exigible a los sindicatos que un planteamiento que culpa a la patronal de todos los males y suscribe el discurso de Rodríguez Zapatero sobre un mercado de trabajo cuya rigidez es objeto -una y otra vez- de las críticas fundadas de todos los organismos internacionales y los expertos de mayor prestigio. El caso es que todo vale para atacar a la derecha y a supuestas minorías poderosas en nombre de una ideología que aparenta ser radical, pero que se orienta de hecho a salvar los privilegios de unos cuantos dirigentes subvencionados. Así pues, resulta lamentable el papel que juegan en plena crisis unas organizaciones que fasean las funciones genuinas que les corresponden en una sociedad democrática. Cándido Méndez e Ignacio Fernández Toxo pueden decir lo que quieran sobre el «éxito» de su manifestación burocrática, pero a estas alturas no engañan a nadie.

ABC - Editorial